El regalo del campesino
Por más simples que parezcan nuestras ofrendas, para los ojos del Señor son el más precioso detalle
Por: Redacción | Fuente: salvadmereina.co.cr
En una bella mañana de verano, pasadas las fuertes lluvias de la primavera, el señor Francisco comenzaba otro día de su rutinaria vida de labrador, en el reino del Valle de las Aguas Claras.
Con su traje rústico, caminaba apresuradamente en dirección a su labor, para dar inicio a la cosecha de aquel año. Dentro de pocos días comenzaría la gran feria, donde él pretendía llevar sus mejores frutos.
El modesto campesino, a pesar de su avanzada edad, todavía se mantenía bien dispuesto y recorría alegre y decidido todos los caminos y arboledas de su inmenso “campo expresivo” — así acostumbraba a llamar a su plantación, debido a la multiplicidad de colores -, cogiendo los frutos de los árboles, algunos de ellos ya añejos, y de los cuales él cuidaba con especial esmero.
En aquel día, decidió examinar algunos manzanos que estaban en un lugar de difícil acceso. Al llegar, tuvo una agradable sorpresa: aquellos árboles habían producido manzanas de un color y belleza incomparables.
En verdad, pensó él, en tantos años de trabajo nunca había visto nada igual. Maduras y relucientes, eran de un colorido casi escarlata y exhalaban un delicado aroma.
Al verlas pensó:
— ¡Son dignas de un rey!
Entonces se acordó de su soberano, que hacía tiempo le había dado aquel campo. Y decidió entregarle aquellas manzanas como regalo.
Con sus manos callosas cogió las mejores, y usó una modesta franela para limpiarlas. Después, las colocó en un saquito, las acomodó sobre un poco de hierba que servía de forro a la cesta.
De vuelta a su casa, almacenó el resto de los frutos que había recolectado esperando la próxima feria y, después de arreglarse como pudo, se puso en camino al Palacio Real, llevando en su hombro, un gran saco con las manzanas para el rey.
Al llegar a las puertas de la fortaleza, reparó en dos altos y espigados soldados que guardaban el gran portón principal. Volviéndose hacia uno de ellos, le dijo:
— Con su permiso, ¡querría hablar con el rey!
Viendo el lastimoso estado de aquel pobre campesino, el guardia le respondió con desdén:
— ¿Qué deseas del rey? Pide audiencia. Y… ¡ven vestido de forma más digna!
— ¿Podría, entonces, hablar con el ministro?
— ¿Quién piensas que eres? ¿¡Qué es lo que quieres!?
— Yo quiero entregar un regalo al rey
— ¡Ah! ¿Es eso? – dice con desprecio el otro guardia — déjalo ahí en la puerta… después el cochero lo recogerá.
El campesino dudó y se apartó desconcertado.
Súbitamente, apareció sobre las almenas, un tercer guardia, y dio un bonito toque de clarín. Lentamente, fue bajado el puente levadizo, mientras un elegante carruaje se aproximaba.
¡Era la reina que llegaba!
Cuando estaba ya próxima al portón del palacio, el viejo campesino tuvo una idea. Aprovechó la distracción de los guardias, se lanzó frente al coche e hizo un gesto medio tosco para saludar a la soberana. Ella dio orden de parar y preguntó delicadamente al pobre hombre:
— Hijo mío ¿deseas algo?
Maravillado por el afecto de la reina, el señor Francisco no sabía ni cómo dirigirle la palabra. Al ver la indumentaria de la soberana, quedó extasiado con tan bellos y coloridos adornos. ¡Cerca de ellos, el color de sus manzanas era opaco! Sin embargo, animado por la bondad de la reina, levantó su pobre bolsa, y dijo:
— Yo querría… dar estas manzanas para el rey. ¡Son las mejores de mi cosecha!
— Claro que sí, queda en paz. Yo misma se las entregaré.
Entonces, el campesino sacudió un poco su saco, para quitar el polvo del camino, y lo entregó a la reina, que preguntó:
— Dime, ¿cuál es vuestro nombre?
— Ah, si, soy Francisco y vivo en Campo Nuevo, cerca al palacio.
La reina hizo un ademán discreto para que una de las damas tomase nota, y le dijo:
— Entregaré sus manzanas con mucho gusto. Y sabed que quedo muy agradecida por su generosidad.
El carruaje entró y el campesino se retiró, volviendo a su trabajo. Estaba contento, pues había conseguido encaminar sus manzanas de la mejor manera posible. Hecho esto, comenzó a ocuparse de la feria, que en breve tendría lugar.
Ya en el palacio, la reina tocó la campanilla y dijo a una dama de la corte:
— Me acaban de traer estas manzanas y voy a entregarlas al rey. Debes presentarlas de una forma ideal.
Es bueno lavarlas y pulirlas, para que queden bien brillantes. Después, coge una bandeja de plata, las pones en el centro, alrededor, adornálas con unas cerezas. Así las entregaré al rey.
Poco después, volvió la dama con las manzanas ya listas y se las entregó a la reina. Después de coger la bandeja, la llevó al rey, que se encontraba en el comedor, terminando la comida y aguardando el postre.
El rey, al verla entrar, dijo:
— Señora, ¿qué hacéis con esa bandeja en las manos?
— Es el regalo de un campesino, cuya propiedad está cercana al palacio.
— ¡Qué bellas manzanas! ¡Qué maravilla!
El rey las comió con verdadero placer, mientras la reina lo observaba complacida. Y mandó que se le entregara al campesino una buena cantidad de cerezas del palacio, dispuestas también en una bella bandeja.
Algunos días más tarde, en medio de las faenas del trabajo, el señor Francisco vio a lo lejos un carruaje.
Se inclinó sobre su pala, observó bien y… ¡se dio cuenta de que venía en su dirección! ¿Quién sería? Sacudió la tierra de su ropa y esperó. El carruaje paró y descendió un lacayo que, dirigiéndose al campesino, le dijo:
El rey le envía estas cerezas en agradecimiento por las manzanas que usted le ofreció.
El humilde labrador quedó sorprendido y, boquiabierto, tardó un poco en responder.
— ¡Madre mía! ¡Qué frutos tan bellos! ¡Espere que las recojo y le devuelvo la bandeja!
— Ah… No. La bandeja de plata también es un regalo real… ¡Buen trabajo!
El carruaje se alejó y el campesino comenzó a llorar de emoción. ¡Jamás en su vida esperaba obtener un regalo así de su rey!
* * *
Para nosotros, la reina de la historia es Nuestra Señora, que lleva todas nuestras ofrendas, por más simples que sean, a Jesús, el Rey de los reyes. Por una modesta “manzana” ¡Ella nos consigue maravillas! Es lo que dice el gran santo mariano S. Luis María Grignion de Monfort:
“Coloquemos en las manos de María nuestras buenas acciones, que a pesar de parecer buenas en el fondo están manchadas y son indignas de Dios, y ella, habiendo recibido nuestro pobre regalo, lo purificará, santificará y embellecerá de tal manera, que sea digno de Dios”.
Hagamos todo por medio de esa Madre tan generosa y llena de compasión con nosotros. En ella encontraremos el medio más rápido, fácil y eficaz de llegar hasta Dios.