Santa Rosa de Lima
Y la vocación del Perú
«Nació Rosa en Abril, mes de las flores, y en Lima, que su azahar cambió en rubíes, pues por darla en la Patria más estima, no pudiendo en el Cielo, nació en Lima» (Don Antonio de Oviedo, Conde de la Granja).
Pablo Luis Fandiño
Rosa de Santa María, la primera flor de santidad del Nuevo Mundo, nació en la Ciudad de los Reyes el 20 de abril de 1586. Fueron sus padres Doña María de Oliva, criolla limeña de ascendencia española, y Don Gaspar Flores, de familia de hidalgos españoles, el mejor “Gentilhombre de la Compañía de Arcabuzes de la Guarda deste Reyno”, que sobresalió tanto por sus hechos de armas como por su cultura (fue intérprete general del quechua para la Real Audiencia).
Rosa fue bautizada en la iglesia de San Sebastián —donde recibió también el agua bautismal San Martín de Porres— con el nombre de Isabel, en atención a su abuela materna. Sin embargo, Santo Toribio de Mogrovejo, en el curso de una de sus legendarias visitas pastorales, al administrarle el sacramento de la Confirmación en Quives, movido por una inspiración sobrenatural le impondría el nombre de Rosa. Así la llamaba su madre, a raíz de un prodigio ocurrido a los tres meses de nacida. Estando en su cuna, al levantar el velo que la cubría para cerciorarse si estaba dormida, vio con asombro el rostro de la niña de tal manera transformado, que parecía una rosa hermosísima.
Pasados los años se entristecía “de ver que la llamasen Rosa, por ser un nombre célebre, y de mucha hermosura y belleza”. Su actitud cambió cuando Gonzalo de la Maza le dio a leer la vida de la virgen franciscana Santa Rosa de Viterbo. Pero la situación quedó definitivamente zanjada cuando, estando ante la Virgen del Rosario, Nuestra Señora le dio a entender que su Hijo gustaba que se llamase Rosa y Ella, de Santa María.
A este respecto comenta el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira: “Tengo la impresión de que Santa Rosa de Lima se llamó Rosa por una coincidencia providencial. Y que ella es una rosa en el conjunto de los Santos del Perú, así como el Perú es una rosa en el conjunto de las naciones hispanoamericanas. Ella es un símbolo de una perfección espiritual, pero también un símbolo de la vocación del Perú”, que el gran líder católico resumía en la trilogía Grandeza–Señorío–Santidad.
Es precisamente la grandeza contemplativa, el sentido de la Causa católica en su conjunto, lo que más trasluce en la espiritualidad de Rosa.
Forjando su vocación
A la edad de cinco años se propuso jamás ofender a Dios mortalmente, hizo voto de virginidad y empezó a menospreciar las cosas del mundo. Fue virgen que, aunque tentada violentamente por el demonio —a quien llamaba “el sarnoso”— nunca le dio entrada, y para estas materias mortificó su cuerpo.
Llegada Rosa a la edad juvenil, la lucha por la santidad comenzó por donde menos debía esperarse y por donde más es de temerse. Su misma familia, y lo que sorprende más, su propia madre, fueron los que más encarnizadamente la combatieron. Las manifestaciones de la extraordinaria vida mística y ascética de su hija, doña María las achacaba a manías, ilusión o fanatismo devoto; y si recapacitaba, muy pronto la pasión y el mal humor que la dominaba volvían a cegarle, echando por tierra sus buenos propósitos.
Desde muy niña Rosa había rogado a su divino Esposo le concediera tres favores: que sus penitencias no fuesen vistas; que las mercedes que Dios le hacía no fuesen conocidas por los hombres; y, que se mitigase el color de su rostro “porque no parecía sino una Rosa”.
“Una señora viuda muy rica, y muy noble ajustó con la madre de nuestra santa el matrimonio de un hijo único que tenía; mas propuesto el contrato a Rosa, se negó enteramente a ello, por estar entregada su virginidad al Dios de toda pureza; de donde se originaron todas las persecuciones de su madre, y demás familia”
Tuvo desbordante caridad para con sus prójimos, compadeciéndose de sus necesidades espirituales y materiales. Pero en particular se compadecía de las miserias públicas donde Dios Nuestro Señor era ofendido. Rezaba siempre por el estado de la Santa Iglesia Católica, por las almas del Purgatorio, por la conversión de los infieles y pecadores, y por la ciudad de Lima. También por sus padres espirituales y corporales, por las personas que se encomendaban a sus oraciones, y por las que tenía alguna obligación.
En más de una oportunidad la Providencia impidió que Rosa ingresara en alguno de los conventos de clausura que a la sazón comenzaban a poblar Lima. Así entendido, a los veinte años se hizo Terciaria Dominica con el nombre Rosa de Santa María. Para abstraerse del mundo, ayudada por su hermano Francisco, construyó con sus propias manos una ermita de adobe, que se conserva en el huerto posterior de la casa en que nació.
Desposorio místico
La santa limeña fue devotísima de la Virgen del Rosario, quien le enseñaba, consolaba y visitaba junto con su Santísimo Hijo. Su imagen, existente en la iglesia de Santo Domingo, cambiaba de rostro cada vez que le solicitaba algún favor y le significaba los sucesos futuros del reino. Fue a sus plantas que recibió una de las mayores mercedes que obtuvo del Cielo, el Domingo de Ramos de 1615. Los religiosos repartieron todas las palmas que habían bendecido y no alcanzó para Rosa, quien quedó entristecida; pero enseguida, volviéndose a la sagrada imagen, arrepintiéndose de tal sentimiento por cosa de tan poca importancia, pidió perdón y dijo: “Señora mía, no quiero palmas de hombres, espero recibir la que por intercesión vuestra me ha de dar mi Señor Cristo”. Y continuando en oración vio que el rostro de Nuestra Señora estaba alegrísimo y el del Niño más aún, el cual mirándola le dijo: “Rosa de mi Corazón, sé mi esposa”. La santa, humillándose grandemente respondió: “Señor aquí esta vuestra esclava”. Rosa iniciaba, así, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús en el Perú.
Volvió a casa con este pensamiento y determinó hacer un anillo, señal del desposorio. Confidenciando esto con un hermano suyo, pidió que se grabase un corazón y un Jesús, a lo que su hermano completó: “Y una frase que diga: «Rosa de mi Corazón, sé mi esposa»”, lo que la llenó de gozo al ver que éste repetía las mismas palabras del Niño sin haberlas oído. Hecho el anillo, después de hacerlo colocar en el sagrario durante los días de Semana Santa, la mañana de Pascua lo recibió de manos del Padre Maestro Fray Alonso Velásquez.
Defensora de la Eucaristía, misionera e hija ejemplar de la Contrareforma
Cuando los calvinistas holandeses se aproximaron a las costas del Callao en julio de 1615 cundió la alarma en Lima y mientras los frailes dominicos fueron a tomar las armas, el Santísimo Sacramento quedó sin protección alguna en la Iglesia de Santo Domingo. Entonces, Rosa, “convertida en leona” se remangó las mangas y cortó los hábitos “para con más ligereza poder subir al altar” proponiéndose “luchar y morir por el divino Sacramento”.
Con frecuencia, decía Rosa a sus confesores: “Oh, quién fuese hombre, sólo para ocuparme en la conversión de las almas”, exhortando a los predicadores a la conversión de los indios idólatras. Y concertó con Fray Pedro de Loayza a que si él le daba la “mitad de las almas que por sus sermones se convirtiesen o enmendasen”, ella le daría la mitad “de todas cuantas buenas obras hiciese”. El celo catequizador la llevó al extremo —poco antes de morir— de adoptar un niño de un año para que tras haberlo educado fuese misionero.
Por eso, al fundarse en 1725 el convento franciscano de Ocopa, se tomó a Rosa por patrona. Este centro misionero amazónico materializaba el celo evangelizador de Rosa cuando ésta “ponía los ojos en los montes que ocupaban lo interior de la América, y sentía en sus entrañas que, pasadas las nevadas cumbres de aquellos ásperos collados y montañas inaccesibles, existían muchas almas que no conocían a Jesús”.
Testifican los confesores de Rosa, que tuvo singular don del cielo para discernir espíritus y conocer, entre tantas revelaciones y visiones que tuvo, cuáles eran de Dios y cuáles eran del patrón “sarnoso”.
Oyendo decir a algunas personas que querían ir al Purgatorio por toda la vida, sólo por ver a Dios, Rosa decía que era algo bueno, pero que ella no quisiera sino ir luego al Cielo, que para esto la había creado Dios.
Santa muerte y posterior glorificación
Desde que cayó enferma supo que se había de morir y así se lo decía a todos. Viendo llorar a su madre, María de Oliva, le dijo: “No llore, madre mía, ni derrame lágrimas, porque las lágrimas valen mucho y sólo por los pecados se han de derramar”.
Los tormentos de la agonía final de Rosa repitieron la Pasión del Calvario. Sus dolores sobrenaturales se asemejaban a una lanza de fuego que la atravesaba de pies a cabeza. “Dónde estas Señor mío, bien mío, regalo mío; cómo no te veo” murmuraba Rosa en su lecho de muerte haciendo suyas las palabras de Cristo en la Cruz, para añadir después “cúmplase Señor en mí tu santísima voluntad”. Así llegó al último trance, para el cual toda la vida se había prevenido y diciendo: “Jesús, Jesús, sea conmigo” expiró y entregó su alma a Dios, en la madrugada del 24 de agosto de 1617, fiesta de San Bartolomé. Al morir, su boca —como la de Cristo— estaba cubierta de sangre y su faz parecía “un vivo retrato de ... Nuestro Señor en la Cruz”.
Tan sólo a la vista de su venerable cadáver, los pecadores se confesaban a voces llenando los “confesionarios de lágrimas” y las “casas de modestia”. “Desde unas frías cenizas, y unos áridos huesos, sin voz, y sin lengua mudos”, completa Mujica “esta santa fue el predicador más eficaz que trastocó los cimientos mismos de la sociedad, reformando las conciencias del reino, los trajes y costumbres de toda la ciudad”.
Su entierro fue apoteósico. Multitudes de gentes llenaron plazas, calles y azoteas. Concurrieron el Arzobispo Lobo Guerrero y los representantes del Cabildo de la Iglesia Metropolitana, los Magistrados y oidores de la Audiencia de Lima, que sólo hacían acto de presencia a la muerte de un virrey. Antes de ser sepultado, su venerable cadáver fue vestido seis veces por el fervor generalizado de obtener reliquias. Tenía su cuerpo yaciente una singular belleza. Rosa no parecía muerta sino dormida. Tras retirarse el arzobispo, y a pesar de la vigilancia, algún devoto “con ocasión de besarle los pies le arrancó un dedo con los dientes”. Los fragmentos de los hábitos, las hojas de palma de su túmulo, las partículas de su escapulario y velo, el polvo y astillas de su sepulcro y ermita, se repartieron por todo el Perú empezando a curar enfermedades y a obrar numerosos milagros.
Como fue previsto por Rosa, su ejemplo cundió, cinco años después de su muerte se fundó el Monasterio de Santa Catalina, y sobre el solar de su protector don Gonzalo de la Maza, donde se refugió de la persecución que desató su familia contra ella, se levantó más adelante el Monasterio de Santa Rosa de las Monjas.
Clemente X, en su Bula de Canonización (1671), puntualizaba cómo esta santa era “una Rosa de muy suave olor a Dios, a los ángeles y a los hombres... y la primera que el Nuevo Mundo ha de poner en el catálogo de los santos... y de tal manera le inflamó con el fuego de su caridad, que no sólo recreó con su olor, sino que brilló con luz esplendente en aquella parte de la Casa de Dios que estaba en las tinieblas, para que resplandeciese como el lucero de la mañana entre las tinieblas, como la luna en su plenitud en nuestros días y como el sol refulgente en perpetuas eternidades”.
El Perú está en deuda con la Patrona de América y las Filipinas
No es el Perú actual ni un pálido reflejo de aquel Perú que Santa Rosa de Lima anhelaba y por el que tanto oró y sufrió. En el campo espiritual se asemeja a un país que permanece católico apenas por influjo de la inercia. Materialmente aún no se ha logrado un monumento que perennice la memoria de nuestra santa como le es debido. Sus veneradas reliquias son constantemente profanadas por manos sacrílegas sin que se eleven voces de protesta, salvo aisladas, ni se efectúen actos de desagravio y reparación ante tan monstruosos hechos. Años atrás fue robado del Santuario de la Av. Tacna el anillo que la santa mandara forjar para simbolizar su desposorio místico con Jesús; y, más recientemente, afectado el relicario y sustraídas las piezas de valor que contienen sus restos y que sostenían su cráneo, en el altar de los santos peruanos al interior de la Iglesia de Santo Domingo.
Suscite Dios, con la intercesión de Santa Rosa y por las manos de María, en este mundo de impiedad vírgenes consagradas al Señor, que a ejemplo e imitación de esta alma de admirable santidad, alcancen para el Perú la Divina Misericordia y el remedio de los males que aquejan a nuestra Nación, de modo que la realeza de la Santísima Virgen llegue a ser un hecho entre nosotros. Es lo que pedimos de rodillas ante la imagen de Nuestra Señora del Rosario.