lunes, 1 de abril de 2013

EL PAÑUELO DE LA VIRGEN MARÍA


EL PAÑUELO DE LA VIRGEN MARÍA 

Arrodillada frente a la cruz esta mujer a quien llamaban María, una y mil veces me pasaba por su rostro helado, pálido, casi blanco. Yo absorbía sus lágrimas que, primero lentamente y luego como una cascada, vertían sus ojos. No pude con mi genio. Con sutileza, aproveché el viento que comenzaba a correr suavemente y me solté de la mano de esta mujer tan angustiada. 

Caí al suelo para ver si lograba entender lo que ocurría y vi el rostro del que llamaba Hijo... sí el de la cruz... ¡no, no! Esto no es para mí ¿qué cosas habrá hecho este reo para merecer tanto castigo? Mucho he visto en mi vida, pero jamás un rostro que no parecía rostro. No comprendo cómo esta mujer decía que era su Hijo. ¿Cómo lo reconoció? ¿Estaría segura que era éste? Porque se podría decir que el madero que lo sostenía y Él eran uno solo. ¿Cómo puede una madre soportar tanta crueldad?

No me importó que me estrujara entre sus manos, que me mordiera hasta sacarme un trozo de tela. Más que pena y rabia, ella sentía un profundo dolor. 

Sus amigos sostenían su cuerpo frágil,  la consolaban, la miraban, pero no había palabras que pudieran calmarla.

Jamás olvidaré sus ojos que, a pesar del llanto, destilaban tanto amor.

Sólo soy un pañuelo, un retazo de tela que ella misma bordó, lavado muchas veces y secado a la sombra o a pleno sol. Quisiera ayudar a esta madre tierna que tiene en sus brazos a su Hijo, que dicen es Dios.

Aún estoy en sus manos, pero no me estruja mientras llora en silencio. Ya no siento su dolor, estoy más tranquilo, diría que me siento en paz. Es que ahora sus manos me deslizan suavemente sobre el rostro inerte del que llaman... el Señor.

¿Qué pasa? Estoy suavemente perfumado, siento calma apoyado sobre este rostro y en cada caricia que doy, descubro que el que acaricia no soy yo...

Soy un pañuelo bendito por las manos de una madre y de su Hijo el Señor... ¡No! No me laven por favor. Llevo el perfume de Cristo y el llanto de María, quiero quedarme en sus manos para poder llorar yo... 

PAPA FRANCISCO - BIOGRAFIA


Su Santidad FranciscoPAPA FRANCISCO

El sucesor de Benedicto XVI se mostró al mundo a las 20:25 h. del miércoles 13 de marzo de 2013, desde el balcón principal de la Basílica de San Pedro: Cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, de 76 años.
 
Desde ese día, el Trono de San Pedro está ocupado por un Papa del continente americano. Es el primer Papa argentino, el primer Papa hispanoamericano y el primer jesuíta. Y, ante todo, es el Papa Francisco. Nacido en el seno de una familia de inmigrantes italianos, se dedicó durante largos años a la docencia y estuvo en el año 1971 en la localidad madrileña de Alcalá de Henares.
 
En su primera aparición pública, el Pontífice elevó una oración por su antecesor, Benedicto XVI. Curiosamente, fue Bergoglio el principal rival de Ratzinger en el Cónclave de 2005. Sin embargo, el argentino decidió retirarse en favor del alemán y pidió "casi con lágrimas" a sus simpatizantes que se abstuvieran de elegirlo.
 
El flamante Pontífice obtuvo los 77 votos exigidos de los 115 cardenales reunidos en Cónclave en la quinta votación. En el Cónclave de 2005, Joseph Ratzinger logró la mayoría necesaria en la cuarta votación, apenas una hora y media antes que su sucesor.
 
Momentos antes de aparecer ante los miles de fieles que se concentraban en la Plaza de San Pedro, el cardenal francés Jean-Louis Tauran fue el encargado, en calidad de decano protodiácono, de pronunciar la famosa frase 'Habemus Papam' y de presentar al mundo al nuevo Pontífice.
 
La noticia de que se ponía fin a la Sede Vacante se dio a conocer exactamente a las 19.07 horas de Roma, el 13-3-2013, cuando la chimenea de la Capilla Sixtina emitió una intensa humareda blanca.

¡¡Felicidades a todo el pueblo argentino, ya que de esta tierra procede Su Santidad Francisco!! 

BIOGRAFÍA
Papa Francisco
Jorge Mario Bergoglio, S.I., el Papa Francisco, nació en Buenos Aires, Argentina, el 17 de diciembre de 1936, hijo de un matrimonio italiano formado por Mario, empleado ferroviario, y Regina, ama de casa. Se graduó en Ciencias Químicas en Buenos Aires, pero optó después por los estudios eclesiásticos y el 11 de marzo de 1958 ingresó en el noviciado de la Compañía de Jesús.
 
Estudió Humanidades en Chile y en 1963, de regreso en la capital argentina, obtuvo la licenciatura en Filosofía en la Facultad de Filosofía del Colegio San José de San Miguel. Ejerció como profesor de Literatura y Psicología entre los años 1964 y 1965 en el Colegio de la Inmaculada de Santa Fe y en 1966, en el Colegio de El Salvador de Buenos Aires. Entre 1967 y 1970 estudió Teología en la Facultad de Teología del Colegio san José, en San Miguel, donde se licenció.

El 13 de diciembre de 1969 fue ordenado sacerdote.
 
El 22 de abril de 1973 hizo los votos perpetuos en la Compañía de Jesús, orden en la que ocupó diversas responsabilidades como la de maestro de novicios, profesor en la Facultad de Teología, consultor de la Provincia y rector del Colegio Máximo.

En el curso 1970-71, superó la tercera probación en Alcalá de Henares (España) y el 22 de abril hizo la profesión perpetua.  
Fue maestro de novicios en Villa Barilari, en San Miguel (1972-1973), profesor de la Facultad de Teología, Consultor de la Provincia y Rector del Colegio Massimo. El 31 de julio de 1973 fue elegido Provincial de Argentina, cargo que ejerció durante seis años. 
 
Entre 1980 y 1986, fue rector del Colegio Massimo y de la Facultad de Filosofía y Teología de la misma casa y párroco de la parroquia del Patriarca San José, en la diócesis de San Miguel. 

En marzo de 1986, se trasladó a Alemania para concluir su tesis doctoral, y sus superiores lo destinaron al colegio de El Salvador, y después a la iglesia de la Compañía de Jesús, en la ciudad de Cordoba, como director espiritual y confesor. 

El 20 de mayo de 1992 fue designado por Juan Pablo II obispo titular de Auca y auxiliar de Buenos Aires. El 27 de junio de 1992 recibió la ordenación episcopal en la catedral de Buenos Aires de manos del Cardenal Antonio Quarracino, del Nuncio Apostólico Monseñor Ubaldo Calabresi y del obispo de Mercedes-Luján, monseñor Emilio Ogñénovich. El 13 de junio de 1997 fue nombrado arzobispo coadjutor de Buenos Aires.
 
El 28 de febrero de 1998, Bergoglio se convirtió en el arzobispo de Buenos Aires, y Primado de Argentina, puesto en el que sustituyó al fallecido Antonio Quarracino. Bergoglio llegó como el primer sacerdote de la Compañía de Jesús que ocupaba la titularidad de la principal sede de Argentina.
 
El 21 de febrero de 2001 fue creado cardenal en el octavo consistorio convocado por Juan Pablo II y recibió la birreta roja y el título de San Roberto Belarmino.
 
Jorge Mario Bergoglio
Jorge Mario Bergoglio fue presidente de la Conferencia Episcopal Argentina durante 6 años (electo por primera vez en la Asamblea Plenaria de noviembre de 2003). No pudiendo por reglamento ser elegido una tercera vez, el 8/11/2011 fue electo el arzobispo José María Arancedo.

Como miembro de la Comisión Ejecutiva de la Conferencia Episcopal, formó parte de la Comisión Permanente en representación de la Provincia Eclesiástica de Buenos Aires, integrando además las comisiones episcopales de Educación Católica y de Pastoral Social.
 
Es Gran Canciller de la Universidad Católica de Argentina y en la Santa Sede forma parte de la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos y de la Congregación para el Clero.

Goza de buena salud. Sin embargo, sólo tiene un pulmón desde que era joven.

Su preocupación por los pobres ha sido una constante en su vida. Todos los Jueves Santos acudía a lavar los pies a los más enfermos de entre los enfermos de Buenos Aires, como puede verse en la imagen.
Es muy devoto de San José y de Santa Teresita de Lisieux
El Papa ha adoptado el nombre de Francisco en honor a San Francisco de Asís. 
La Misa de inicio de pontificado tuvo lugar el 19 de marzo de 2013 a las 9:30 h. de Roma. A ella asistió, por primera vez desde el año 1054, el Patriarca de Constantinopla y otros líderes religiosos. Asistieron delegaciones procedentes de 132 países del mundo. 


ANÉCDOTAS
Alessandro Forlani es un periodista italiano ciego que ha tenido la suerte de poder saludar personalmente al Papa Francisco, durante el encuentro que el recién elegido Pontífice ha mantenido este sábado con la prensa. De entre los 6.000 profesionales de la información congregados en el Aula Pablo VI, Forlani ha sido uno de los elegidos para estrechar la mano del Papa. Pero el joven no iba solo. Le acompañaba su perro guía, Asia, al que el Pontífice no ha dudado en bendecir también.
 
Papa Francisco bendice a un perro
«Quería haber pensado qué decirle, pero llegado el momento no era capaz de decirle nada», ha confesado Forlani después a varios medios. Según ha relatado, el Papa le preguntó cómo se llamaba y a qué se dedicaba. Después, el periodista italiano le pidió una «bendición especial» para su hija y su mujer. «El Papa pensó en mi perro y dijo: "y una también para el perro", se inclinó y lo acarició», ha asegurado.

Los testigos coinciden en que Jorge Bergoglio es un hombre sencillo y cordial. Sus recorridos por la ciudad, sus viajes en subte (metro), ser ferviente seguidor del equipo de fútbol San Lorenzo y la sobriedad con la que vive hacen que sea una persona muy cercana.

El periodista Luis Moreiro relató varios detalles sobre la boda de su hija Emilia, que el cardenal Bergoglio ofició a petición del novio, Gastón, que le conoce desde hace años. La ceremonia sería en La Plata, a unos 60 km de la residencia del arzobispo en la ciudad de Buenos Aires. Cuando, unos días antes le llamaron para preguntarle a qué hora habían de mandarle un auto para llevarlo a la iglesia, el cardenal respondió: “¿Auto? No, yo voy en el tren del Roca”. Solo aceptó que le fueran a buscar a la estación de destino, pues temía perderse.


Al terminar la boda, le invitaron a que saliera junto con los novios. “No quiso –cuenta Moreiro–. ‘Emilia y Gastón son las estrellas de la noche. El protagonismo y todos los saludos deben ser para ellos’, se excusó amablemente, y se perdió por la puerta de la sacristía”. Y la semana pasada, justo antes de partir hacia Roma, llamó por teléfono a Gastón para felicitarle por su cumpleaños.

Una faceta conocida es la de hincha del equipo de fútbol San Lorenzo. En 2008, con ocasión del centenario de la fundación del club, le regalaron una camiseta del equipo y le nombraron “socio centenario”.

En las chabolas

La periodista Elisabetta Piqué define así al nuevo Papa: “Un cardenal austero, un hombre común. Tan sencillo y cercano a los pobres como erudito y firme en sus convicciones”. Sobre su austeridad, Piqué refiere una anécdota significativa: “Cuando fue hecho cardenal por Juan Pablo II, en 2001, hubo fieles que quisieron acompañarlo a recibir la púrpura, para celebrar el evento. Pero él pidió que se quedaran en Buenos Aires y donaran ese dinero a los más pobres. Tampoco quiso comprarse una vestimenta nueva: ordenó arreglar la que usaba su antecesor Antonio Quarracino”.

A la periodista le impresionan otros rasgos del estilo de vida de Bergoglio: nunca quiso tener auto con chófer. Solía desplazarse en autobús o metro. Y cuando viajaba en avión de Argentina a Roma elegía clase turista. Lo mismo dice Carlos Pagni: “Los zapatos con que llegó a Roma fueron el regalo de la esposa de un sindicalista fallecido, que no consiguió que aceptara un pasaje en primera clase. Viajó en turista”.
Apasionado lector de Dostoievski, Borges y los autores clásicos, añade Piqué, el nuevo Papa tiene una “forma de hablar sencilla, directa y humilde, que llega al corazón”.

Otro reportaje de La Nación describe cómo se recibió la noticia de la elección del Papa Francisco en la villa 21-24, un poblado de chabolas en el barrio porteño de Barracas. En la parroquia Virgen de los Milagros de Caacupé conocen al Papa, que ha estado allí muchas veces. Varios feligreses evocan esas visitas. “Yo recibí los tres sacramentos con Bergoglio. Cuando mi patrón me señaló la tele y vi la noticia, salté y lloré de la alegría”, dice Lidia Valdiviesa. “En el barrio, todos recuerdan a Bergoglio caminando por los pasillos de la villa. ‘Sabe lo que es la pobreza’, sostiene Lidia”.

El sacerdote Juan Isasmendi no duda en resaltar la cercanía de Bergoglio. “Es una persona muy importante para el barrio. Cruzaba toda la villa caminando solo, sin ningún problema, saludando a la gente que lo invitaba a pasar. Acá se le quiere mucho”. “Si realiza una visita como papa a Buenos Aires lo vamos a obligar a venir”, decía el párroco.



Misa de Inicio de Pontificado
Siguiendo al pie de la letra la petición del Papa Francisco de no venir a Roma sino dedicar ese dinero a ayudar a los necesitados, su hermana Maria Elena se quedó en Buenos Aires, segura de que un encuentro no tardará en producirse.
 
Pero este martes Francisco no estuvo solo. Tenía tres invitados: Sergio Sánchez, uno de los líderes de los «cartoneros» de Buenos Aires; José María del Corral, director del programa educativo «Escuela de vecinos»; y la hermana Ana Rosa, misionera en Tailandia, prima segunda del Papa. Los tres estuvieron muy cerca del altar durante la ceremonia.
 
En el Vaticano causó fuerte impacto el líder de los «cartoneros», las personas sin empleo que se ganan la vida recogiendo cartón y periódicos para reciclar. Sergio Sánchez explicó que «somos el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) y nos organizamos para superar la exclusión social de los cartoneros y los trabajadores esclavos. Somos unas cuatro mil personas que recuperamos materiales reciclables».
 
Como el cardenal Bergoglio celebraba la misa para ellos, «nosotros le seguimos a todos lados. Siempre ha luchado públicamente por la inclusión social». Al término de la ceremonia el líder «cartonero» estaba emocionado pues «le saludé antes que los presidentes porque éramos como su familia, y él nos saludó como a su familia».
 
El profesor Jose María del Corral, dirige la «Escuela de vecinos», que complementa la educación de las aulas y ayuda a la integración religiosa y racial. Según Corral, «empezamos juntando a un grupo de 70 jóvenes de escuelas judías, musulmanas, ortodoxas, evangélicas, católicas, estatales y privadas. Montamos la primera escuela para que aprendiesen a convivir con el prójimo, el de al lado, como dice la tradición judía del Talmud».
 
En ese marco, «los chicos empezaron a sacar el problema de la droga, de la violencia, y nosotros les enseñamos cómo cambiar eso. Y terminaron presentando un proyecto de ley a los diputados, que hoy es ley vigente en la Argentina». 

Jose María del Corral reconoce que Francisco «nos dijo que no viniésemos, pero yo en algunas cosas no le hago caso. Cuando nos encontramos, de pronto, a la salida del ascensor, nos abrazamos. Yo le pregunté, ¿Cómo te llamo ahora? Y me dijo ¿Pues cómo me vas a llamar? ¡Jorge! Y me eché a llorar».
 
La hermana Ana Rosa, de las Hijas de Maria Auxiliadora, es misionera en Thailandia, y solo veía a su primo segundo de vez en cuando en la capital argentina. La simpática religiosa salesiana, explica que el nuevo Papa «es una persona muy humilde y muy austera. Cada vez que voy a Buenos Aires, voy a visitarlo. Siempre me dice: reza por mí y haz rezar a las religiosas ancianas. ¡Ahora le hará muchísima más falta!».
 
La hermana Ana Rosa cuenta que «cuando el Papa me vio, me dijo: ¿Pero qué haces aquí? ¡Has venido! Ha sido emocionante poder hablarle y estar sentada al lado del altar». Los tres invitados del Papa causaron sorpresa. Otra más, después de la de haber ido a celebrar la misa del domingo a la parroquia de los empleados del Vaticano. El Papa Francisco rompe moldes.


Juan Pablo II y el Rosario

Cuando falleció Juan Pablo II, en 2005, el cardenal Bergoglio escribió un sencillo testimonio en el que recuerda cómo se decidió a rezar cada día los 15 misterios del Rosario gracias a su ejemplo. “Si no recuerdo mal, debía ser el año 1985. Una tarde fui a rezar el Rosario que dirigía el Santo Padre. Él estaba delante de la gente, de rodillas. El grupo era numeroso”.

Bergoglio cuenta con sencillez cómo, al sentirse guiado por su Pastor, comenzó a distraerse. Se detuvo en la figura del Papa: en su piedad. “Su devoción era un testimonio”, dice. “Empecé a imaginarme al joven sacerdote, al seminarista, al poeta, al obrero, al niño de Wadowice... en la misma postura en que estaba arrodillado en ese momento, recitando avemarías tras avemarías. Su testimonio me golpeó”.

“Sentí que este hombre, escogido para guiar la Iglesia, estaba siguiendo el camino hacia su Madre en el cielo; un camino iniciado desde la infancia. Y entonces comprendí la densidad de las palabras de la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego: ‘No tengas miedo, ¿no estoy yo aquí que soy tu madre?’. Entonces entendí la presencia de la Virgen en la vida del Papa”.

“Este testimonio no se me ha olvidado ni un instante. En adelante he rezado siempre los 15 misterios del Rosario cada día”.



EL ESCUDO DEL PAPA
Escudo del Papa Francisco
El escudo del pontificado de Francisco es el mismo que tenía como arzobispo, manteniendo además el lema “Miserando atque eligendo” Lo miró con misericordia y lo eligió. Así lo informó en una conferencia de prensa en el Vaticano el padre Federico Lombardi, portavoz de Su Santidad.


El Escudo
En los trazos esenciales el Papa Francisco decidió conservar el mismo emblema que mantuvo desde su consagración episcopal, particularmente caracterizado por la sencillez.
El escudo azul aparece coronado por los símbolos de la dignidad pontificia iguales a aquellos elegidos por su predecesor Benedicto XVI, a saber: la mitra colocada al centro y en alto con las llaves entrecruzadas, una representada con el color del oro y la otra con el de la plata, unidas (en la parte baja de la imagen) por un lazo rojo. En alto, aparece el emblema de la orden religiosa de proveniencia del Papa, la Compañía de Jesús: un sol radiante con, al centro y letras rojas, la inscripción IHS, el monograma de Cristo. Sobre la letra H se apoya la cruz, en punta, con los tres clavos en negro colocados a la base.

En la parte inferior se percibe la estrella y la flor de nardo. La estrella, siguiendo la antigua tradición heráldica, simboliza a la Santísima Virgen María, Madre de Cristo y de la Iglesia; mientras la flor de nardo evoca la figura de San José, el patrono de la Iglesia universal. En efecto, en la tradición iconográfica hispánica San José aparece representado con un ramo de flor de nardo en la mano. Al colocar en su escudo estas imágenes, el Papa ha querido expresar su propia y particular devoción hacia la Virgen Santísima y San José.

El Lema
El lema del Santo Padre Francisco está tomado de las Homilías de San Beda el Venerable sacerdote (Hom. 21; CCL 122, 149-151), quien, comentando el episodio evangélico de la vocación de San Mateo, escribe “Vidit ergo lesus publicanum et quia miserando atque eligendo vidit, ait illi Sequere me“, que evoca el siguiente pasaje: «Jesús vio a un hombre, llamado Mateo, sentado ante la mesa de cobro de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Lo vio más con la mirada interna de su amor que con los ojos corporales. Jesús vio al publicano, y lo vio con misericordia y eligiéndolo, (miserando atque eligendo), y le dijo Sígueme, “Sígueme”, que quiere decir: “Imítame”. Le dijo “Sígueme”, más que con sus pasos, con su modo de obrar. Porque, quien dice que está siempre en Cristo debe andar de continuo como él y anduvo».
La homilía de San Beda el Venerable, presbítero es un homenaje a la misericordia divina y aparece reproducida en la Liturgia de las Horas en la fiesta de San Mateo que además reviste un significado particular en la vida y en el itinerario espiritual del Papa. En la fiesta de San Mateo del año 1953, el joven Jorge Mario Bergoglio experimentó –a la edad de 17 años- en un modo del todo particular, la presencia amorosa de Dios en su vida. Después y tras una confesión, se sintió tocado en el corazón y advirtió que sobre sí mismo descendía la misericordia de Dios, quien con mirada de tierno amor, lo llamaba a la vida religiosa, siguiendo el ejemplo de San Ignacio de Loyola.
Una vez elegido Obispo, S. E. Mons. Bergoglio, en recuerdo de este particular momento de su vida que lo marcó profundamente desde los inicios de su total consagración a Dios en Su Iglesia, decidió elegir, como lema y programa de vida, la expresión de San Beda “miserando atque eligendo” “Lo miró con misericordia y lo eligió”, que ha querido reproducir también en el propio escudo pontificio.
OBRAS
 
1982: Meditaciones para religiosos
1986: Reflexiones sobre la vida apostólica
1992: Reflexiones de esperanza
1998: Diálogos entre Juan Pablo II y Fidel Castro
2003: Educar: exigencia y pasión
2004: Ponerse la patria al hombro
2005: La nación por construir
2006: Corrupción y pecado
2006: Sobre la acusación de sí mismo
2007: El verdadero poder es el servicio
2012: Mente abierta, corazón creyente
  



Fuente: Web Católica de Javier 

DAME TU MANO....


Dame tu mano...
Autor: Himno de las Liturgia de las horas 

Libra mis ojos de la muerte;
dales la luz, que es su destino.
Yo, como el ciego del camino,
pido un milagro para verte.

Haz de esta piedra de mis manos
una herramienta constructiva,
cura su fiebre posesiva
y ábrela al bien de mis hermanos.

Haz que mi pie vaya ligero.
Da de tu pan y de tu vaso
al que te sigue, paso a paso,
por lo más duro del sendero.

Que yo comprenda, Señor mío,
al que se queja y retrocede;
que el corazón no se me quede
desentendidamente frío.

Guarda mi fe del enemigo.
¡Tantos me dicen que estás muerto!
Y entre la sombra y el desierto
dame tu mano y ven conmigo. 
Amén

HAY QUE ESPERAR TRES DIAS


Hay que esperar tres días


La vendedora de flores sonreía, su arrugado rostro resplandecía de gozo.
Por impulso tomé una de sus flores.

- "Se ve muy bien esta mañana" , le dije.

- "¡Claro!" , exclamó - "sobran los motivos" .

Aquella mujer vestía tan pobremente y se veía tan frágil que su actitud me intrigó.

- "Sobrelleva sus problemas admirablemente" , la elogié.

Ella me explicó entonces:

- "Cuando crucificaron a Cristo, el viernes santo, fué el día más triste de la historia.
Y tres días después, Él resucitó. Por eso he aprendido a esperar tres días siempre que algo me aflige. Las cosas siempre se arreglan de una u otra manera en ese tiempo."

Seguía sonriendo al despedirse de mí.
Sus palabras me vienen a la mente cada vez que estoy en dificultades:
"HAY QUE ESPERAR TRES DIAS"... 

LA PASCUA ES LO MÁS GRANDE DE NUESTRA FE


Autor: Ma Esther De Ariño | Fuente: Catholic.net
La Pascua es lo más grande de nuestra fe.



¿Podemos decir que nuestra Pascua ha sido "hacia adentro", que hemos sentido que el Señor ha dejado alguna huella de su paso por nuestra vida?


La Pascua es lo más grande de nuestra fe.
Estamos en la Pascua, la Pascua Florida. Llegó con el Domingo de Resurrección.

Los vacacionistas regresaron..... otros lamentablemente no volverán. Salieron felices y animosos pero ya no hubo regreso. Los recordamos y pedimos por ellos.

La Pascua es el Misterio más grande de nuestra fe. Cristo ha resucitado y la Muerte quedó vencida porque su Resurrección la mató. San Agustín nos dice: - "Mediante su Pasión, Cristo pasó de la muerte a la vida. La Pascua es el paso del Señor"

Ya dejamos atrás los días de Pasión y muerte. Seguiremos venerando la cruz que fue el medio que nos hizo cruzar a la otra orilla de luz y de vida eterna. Sin cruz.... no se llega. No se alcanza la resurrección. ¡Cristo resucitó y su tumba quedó vacía!

Volvemos a los días de trabajo, a la rutina... ¿qué ha dejado este paso de Dios en nuestras almas? ¿Podemos decir que nuestra Pascua ha sido "hacia adentro", que hemos sentido que el Señor ha pasado y ha dejado alguna huella de su resurrección en nuestra vida?

Jesús realiza la Pascua. Jesús pasa al Padre. ¿Es solo El quien pasa de este mundo al Padre? ¿Y nosotros ?...

Dios es Omnipotente y puede hacerlo Todo, pero... "no puede" obligarnos a tener un corazón arrepentido. Nos deja en libertad para amarlo o para ofenderlo, para querer estar unidos a El o para olvidarlo y esa libertad es tan traicionera que nos puede DAR o QUITAR el derecho a nuestra propia y gloriosa resurrección. Porque resucitar eso si, lo haremos todos. Ya que así lo decimos y creemos en nuestro Credo - creo en la resurrección de los muertos.

Lo que hemos vivido estos días no puede pasar sin dejarnos algo, sin dejarnos una huella en el alma, ahora que proseguimos el camino de nuestro quehacer de siempre.

Cristo resucitó y los apóstoles, uno a uno, dieron su vida por esta VERDAD que deslumbra.
Pedro comió y bebió con Jesús después de su Resurrección, Tomás metió sus dedos en las llagas del Cristo resucitado y Pablo nos recuerda que si hemos resucitado con Cristo por el Bautismo, debemos de vivir la nueva vida en espera de su regreso y tenemos el compromiso de llevar por el mundo la palabra de Dios.

domingo, 31 de marzo de 2013

DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS Y AL TERCER DIA RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS



DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS Y AL TERCER DIA RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS


1. DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS


Quizás este artículo de la fe sea el más extraño a la conciencia moderna, repiten todos los teólogos actuales. Y sin embargo, todos los padres lo comentan ampliamente, como parte integrante del Símbolo de la fe de la Iglesia.

El descenso de Jesús a los infiernos lo hallamos ya en la Escritura:

Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los tiempos en que Noé construía el Arca, en la que unos pocos, es decir ocho personas fueron salvados a través del agua; a ésta corresponde ahora el bautismo que os salva... (1 Pe 3,1.18ss)... Por eso, hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios (4,6)1.

Si la Iglesia recoge esta confesión de fe es porque en ella está implicada nuestra vida. El viernes santo contemplamos al Crucificado; y antes de pasar a verle resucitado, la Iglesia nos invita a pasar el sábado santo meditando la «muerte de Dios». Es el día que Dios pasa bajo tierra. Es el día de la ausencia de Dios, experiencia tan significativa del hombre actual. Dios en silencio, ni habla ni es preciso discutir con El; basta simplemente pasar por encima de El: «Dios ha muerto; nosotros le hemos matado», según la constatación de Nietszche y de la liturgia de la Iglesia desde el comienzo.

Según la meditación de Ratzinger2, este artículo del Credo nos recuerda dos escenas bíblicas. La primera es la de Elías, que se burla de los sacerdotes de Baal, diciéndoles: «Gritad más fuerte; Baal es dios, pero quizás esté entretenido conversando, o tiene algún negocio, o está de viaje. Acaso esté dormido, y así le despertaréis» (1 Re 18,27). «Tenemos la impresión de encontrarnos nosotros en la misma situación; escuchamos la burla de los racionalistas o agnósticos de nuestro tiempo, que nos dicen que gritemos más fuerte, que quizá nuestro Dios esté dormido... Bajó a los infiernos: he aquí la verdad de nuestra hora, la bajada de Dios al silencio, al oscuro silencio de la ausencia».

La segunda escena bíblica es la de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35). Los discípulos vuelven a sus casas, conversando de que su esperanza ha muerto. Para ellos ha tenido lugar algo así como la muerte de Dios. Se ha extinguido la llama en la que Dios parecía haber hablado. Ha muerto el enviado de Dios. No queda sino el vacío de su desilusión... Pero, mientras hablan de la muerte de su esperanza, se dan cuenta de que la esperanza enciende su rescoldo de entre sus cenizas con un fulgor nuevo. La imagen de Dios que ellos se habían forjado ha muerto, porque tenía que morir, para que de sus ruinas surgiera la verdadera imagen de Dios siempre más grande que todas nuestras concepciones de El.

Al confesar que Cristo bajó a los infiernos, afirmamos que participó de nuestra muerte como soledad, abandono e infierno total, como frustración sin sentido, degustando el amargor del silencio de Dios. Cristo compartió la soledad suprema del hombre ante la muerte sin futuro, recorriendo el camino del hombre pecador hasta la oscuridad sin fin. Así venció para siempre la soledad del infierno, es decir, de la muerte como fracaso de la existencia humana. La salvación de Cristo es universal y total en el espacio y en el tiempo. Desde Cristo, el creyente ya no afronta la muerte en soledad total; el infierno de la no existencia del hombre dejado a sus solas fuerzas ha desaparecido.

La desgracia del hombre pecador, que experimenta el salario de la muerte, consiste en estar excluido del reino de Dios: vive lejos y apartado de Dios (Sal 6,6; 88,11-13: 115,17). Confesar que Jesús descendió a los infiernos, es afirmar que descendió a la muerte del hombre pecador, sufriendo el radical abandono y soledad de la muerte como experiencia del absurdo y de la nada, que es el abandono de Dios.

El artículo de la fe en el descendimiento a los infiernos nos recuerda que la revelación cristiana habla del Dios que dialoga, pero también del Dios que calla. Dios es Palabra, pero es también silencio. El Dios cercano es también el Dios inaccesible, que siempre se nos escapa, «siempre mayor» que nuestra experiencia, siempre por encima de nuestra mente. El ocultamiento de Dios nos libera de la idolatría. En el silencio de Dios se cumplen sus «misterios sonoros»3 La vida de Cristo pasa por la cruz y la muerte con su misterio de silencio y obscurecimiento de Dios.

Esta bajada a los infiernos es la explicitación del grito de Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»4. Pero no podemos olvidar que este grito es el comienzo del salmo 21, que expresa la angustia y la esperanza del elegido de Dios. El salmista orante comienza con la más profunda angustia por el ocultamiento de Dios y termina alabando su bondad y poder salvador. Este salmo recoge lo que Kasemann llama la oración de los infiernos:

El Hijo conserva la fe cuando, al parecer, la fe ya no tiene sentido, cuando la realidad terrena anuncia la ausencia de Dios de la que hablan no sin razón el mal ladrón y la turba que se mofa de El. Su grito no se dirige a la vida y a la supervivencia, no se dirige a sí mismo, sino al Padre.

En esta oración de Jesús, lo mismo que en la oración de Getsemaní, la médula de la angustia no es el dolor físico, sino la soledad radical, el abandono absoluto. En él se revela el abismo de la soledad del hombre pecador, que supone la contradicción más profunda con su esencia de hombre que es hombre en cuanto no está solo, sino en comunión, como imagen de Dios que es amor trinitario. En Jesús esta experiencia toca límites insospechados para cualquier otro hombre, pues su ser es ser Hijo, relación plena al Padre en el Espíritu. Así Cristo ha bajado al abismo mortal de todo hombre, que siente en su vida el miedo de la soledad, del abandono, del rechazo, la inquietud e inseguridad de su propio ser; es el miedo a la muerte, como pérdida de la existencia para siempre, que en definitiva es como no haber nacido5.

Descender al infierno es bajar al lugar donde no resuena ya la palabra amor, donde no puede existir la comunión; es la desesperación de la soledad inevitable y terrible. Dios no puede dejar allí a su Siervo fiel. De aquí que Pedro exclame en su kerigma el día de Pentecostés:

A Este, a quien vosotros matasteis clavándole en la cruz, Dios le resucitó liberándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio. (He 2,24ss)

Cristo, concluye Ratzinger, pasó por la puerta de nuestra última soledad. En su pasión entró en el abismo de nuestro abandono. Allí donde no podemos oír ninguna voz está El. El infierno queda, de este modo, superado, es decir, ya no existe la muerte que antes era un infierno. El infierno y la muerte ya no son lo mismo que antes, porque la vida está en medio de la muerte, porque el amor mora en medio de ella. Sólo existe para quien experimenta la «segunda muerte» (Ap 20,14), es decir, para quien con el pecado se encierra voluntariamente en sí mismo. Para quien confiesa que Cristo descendió a los infiernos la muerte ya no conduce a la soledad; las puertas del Sheol están abiertas. Con Cristo se abren las tumbas y los muertos salen del sepulcro: «Se abrieron los sepulcros y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron. Y, saliendo de los sepulcros después de la resurrección de El, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos» (Mt 27,52-53)6:

Quien murió y fue sepultado bajó a los infiernos y subió con muchos. Pues bajó a la muerte, y muchos cuerpos de santos fueron resucitados por El. ¡Quedó aterrada la muerte, al contemplar Aquel muerto nuevo que bajaba al infierno, no ligado con sus vínculos! ¿Por qué, oh porteros del infierno, os pasmasteis al ver esto? ¿Qué sorprendente miedo se apoderó de vosotros? Huyó la muerte, y su huída argüía terror. En cambio, salieron al encuentro los santos profetas: Moisés el legislador, Abraham, Isaac, Jacob, David, Samuel, Isaías y Juan el Bautista, preguntando: «¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?» (Mt 11,3). ¡Ya están redimidos los santos, que la muerte había devorado! Pues convenía que, Quien había sido anunciado como Rey, fuera Redentor de sus buenos anunciadores. Y comenzó cada uno a decir: «¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, infierno, tu aguijón?» (1Cor 15,55; Os 13,14). ¡Nos ha redimido el Vencedor!7

Y en comentario de Orígenes:

Cristo, vencidos los demonios adversarios, llevó como botín de su victoria a quienes estaban retenidos bajo su dominio, presentando así el triunfo de la salvación, como está escrito: «Subiendo a lo alto, llevó cautiva a la cautividad» (Ef 4,8); es decir, la cautividad del género humano, que el diablo había tomado para la perdición, Cristo la llevó cautiva, haciendo surgir la vida de la muerte8.

La puerta de la muerte está abierta desde que en la muerte mora la vida y el amor. Así lo canta el anónimo autor de las Odas de Salomón:

El Sheol me vio y se estremeció, y la muerte me dejó volver y a muchos conmigo. Mi muerte fue para ella hiel y vinagre y descendí con ella tanto como era su profundidad. Los pies y la cabeza relajó, porque no pudo soportar mi rostro. Yo hice una asamblea de vivos entre sus muertos, y les hablé con labios vivos, para que no fuera en balde mi palabra. Corrieron hacia mí los que habían muerto, exclamando a gritos: «¡Ten compasión de nosotros, Hijo de David, haz de nosotros según tu benignidad y sácanos de las ataduras de las tinieblas! ¡Ábrenos la puerta, para que por ella salgamos hacia ti! ¡Seamos salvos también nosotros contigo, porque Tú eres nuestro Salvador!»9.

En consecuencia, el artículo de fe sobre el descenso de Jesús al reino de la muerte es un mensaje de salvación. En él confesamos que Jesús penetró en el vacío de la muerte para romper sus lazos. La muerte de Cristo fue la muerte de la muerte y la victoria pascual de la vida. Es lo que fue a anunciar a los infiernos, como comentan los Padres:

El Señor descendió a los lugares inferiores de la tierra para anunciar el perdón de los pecados a cuantos creen en El. Ahora bien, creyeron en El cuantos antes ya esperaban en El (Ef 1,12), es decir, quienes habían preanunciado su venida y cooperado a sus designios salvíficos: los justos, los profetas, los patriarcas. Como a nosotros, también a ellos les perdonó los pecados, no debiendo por tanto reprocharles nada, para «no anular la gracia de Dios» (Gál 2,21). En efecto, «el Señor se acordó de sus muertos, de los que previamente dormían en la tierra del sepulcro, descendiendo hasta ellos para librarlos y salvarlos»10.

Para no multiplicar más las citas patrísticas, concluyo con la bella homilía antigua sobre el grande y santo Sábado, recogida en la Liturgia de las Horas para el Sábado Santo:

¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está sobrecogida, porque Dios se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios hecho hombre ha muerto y ha conmovido la región de los muertos.

En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a oveja perdida. Quiere visitar a «los que yacen en las tinieblas y en las sombras de la muerte» (Is 9,1;Mt 4,16). El, Dios e Hijo de Dios, va a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él.

El Señor se acerca a ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: «Mi Señor esté con todos vosotros». Y Cristo responde a Adán: « Y con tu espíritu». Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: «Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz» (Ef 5,14). Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho hijo tuyo. Y ahora te digo que tengo poder de anunciar a todos los que están encadenados: «Salid», y a los que están en tinieblas: «Sed iluminados», y a los que duermen: «Levantaos».

Y a ti te mando: «¡Despierta, tú que duermes!», pues no te creé para que permanezcas cautivo del abismo. ¡Levántate de entre los muertos!, pues yo soy la vida de los que han muerto. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza (Gén 1,26-27; 5,1). Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí y yo en ti formamos una sola e indivisible persona.

Por ti, yo, tu Dios, me he hecho hijo tuyo. Por ti, yo, tu Dios, me revestí de tu condición de siervo (Filp 2,7); por ti, yo, que estoy por encima de los cielos, vine a la tierra, y aún bajo tierra. Por ti, hombre, me hice hombre, semejante a un inválido que tiene su lecho entre los muertos (Sal 88,4); por ti, que fuiste expulsado del huerto del paraíso (Gén 3,23-24), fui entregado a los judíos en el huerto y sepultado en un huerto (Jn 18,1-12; 19,41).

Mira los salivazos de mi cara, que recibí por ti, para restituirte tu primer aliento de vida que inspiré en tu rostro (Gén 2,7). Contempla los golpes de mis mejillas, que soporté para reformar, según mi imagen, tu imagen deformada (Rom 8,29; Col 3,10). Mira los azotes de mi espalda, que acepté para aliviarte del peso de tus pecados, cargados sobre tus espaldas; contempla los clavos que me sujetaron fuertemente al madero de la cruz, pues los acepté por ti, que en otro tiempo extendiste funestamente una de tus manos al árbol prohibido (Gén 3,6).

Me dormí en la cruz y la lanza penetró en mi costado (Jn 19,34), por ti, que en el paraíso dormiste y de tu costado salió Eva (Gén 2,21-22). Mi costado ha curado el dolor del tuyo. Mi sueño te saca del sueño de la muerte. Mi lanza ha eliminado la espada de fuego que se alzaba contra ti (Gén 3,24).

¡Levántate, salgamos de aquí! El enemigo te hizo salir del paraíso; yo, en cambio, te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celestial. Te prohibí que comieras «del árbol de la vida» (Gén 3,22), símbolo del árbol verdadero: «¡Yo soy el verdadero árbol de la vida!» (Jn 11,25; 14,6) y estoy unido a ti. Coloqué un querubín, que fielmente te vigilara, ahora te concedo que los ángeles, reconociendo tu dignidad, te sirvan.

Tienes preparado un trono de querubines, están dispuestos los mensajeros, construido el tálamo, preparado el banquete, adornados los eternos tabernáculos y mansiones, a tu disposición el tesoro de todos los bienes, y desde toda la eternidad preparado el Reino de los cielos.

De este modo Cristo es el «primogénito de entre los muertos», pues estuvo «muerto pero ahora está vivo por los siglos» tras haber resucitado, teniendo «las llaves de la muerte y del hades» (Col 1,18; Ap 1,18). Pues «Cristo murió y volvió a la vida para ser Señor de los muertos y de los vivos»11. Cristo es Señor de toda realidad de muerte, vencedor y libertador de toda situación de infierno.

 
2. Y AL TERCER DIA RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS

Cristo, que descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos. Es la confesión de la Iglesia desde sus comienzos, según la fórmula que Pablo recuerda a los corintios:

Cristo murió por nuestros pecados,
según las Escrituras,
y fue sepultado.
Resucitó al tercer día,
según las Escrituras,
y se apareció a Pedro,
y más tarde a los Doce. (1Cor 15,3-5).

Ya el Evangelio de Lucas recoge la aclamación litúrgica de la primera comunidad: «Verdaderamente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34). Es la Buena Nueva que alegra a quienes antes lloraron su muerte, o mejor sus pecados (Lc 23,28), como exultante comienza San Cirilo su catequesis XIV:

«¡Alégrate, Jerusalén, y reuníos todos los que amáis» (Is 66,10) a Jesús, porque ha resucitado! ¡Alegraos todos los que antes llorasteis al oír el relato de los insultos y ultrajes de los judíos, porque resucitó el que fue ultrajado! Como al oír hablar de la cruz os entristecía, os regocije ahora la Buena Nueva de la resurrección, tras la cual el mismo Resucitado dijo: «¡Alegraos!» (Mt 28,9). Ha resucitado el muerto, «libre de los muertos» (Sal 87,5) y Libertador de los muertos. Quien con paciencia llevó la ignominiosa corona de espinas ha resucitado, ciñéndose la diadema de la victoria sobre la muerte.

La resurrección de Jesús de entre los muertos, expresada en la fórmula pasiva -«fue resucitado»-, es obra de la acción misteriosa de Dios Padre, que no deja a su Hijo abandonado a la corrupción del sepulcro, sino que lo levanta y exalta a la gloria, sentándolo a su derecha (Rom 1,3-4; Filp 2,6-11; 1 Tim 3,16).

Cristo, por su resurrección, no volvió a su vida terrena anterior, como lo hizo el hijo de la viuda de Naín o la hija de Jairo o Lázaro. Cristo resucitó a la vida definitiva, a la vida que está más allá de la muerte, fuera, pues, de la posibilidad de volver a morir. En sus apariciones se muestra como el mismo que vivió, comió y habló con los apóstoles, el mismo que fue crucificado, murió y fue sepultado, pero no lo mismo. Por eso no le reconocen hasta que El mismo les hace ver; sólo cuando El les abre los ojos y mueve el corazón le reconocen. En el Resucitado descubren la identidad del crucificado y, simultáneamente, su transformación. No es un muerto que ha vuelto a la vida anterior. Está en nuestro mundo de forma que se deja ver y tocar, pero pertenece ya a otro mundo, por lo que no es posible asirle y retenerlo...

La fe en Cristo Resucitado no nació del corazón de los discípulos. Ellos no pudieron inventarse la resurrección. Es el resucitado quien les busca, quien les sale al encuentro, quien rompe el miedo y atraviesa las puertas cerradas. La fe en la resurrección de Cristo les vino a los apóstoles de fuera y contra sus dudas y desesperanza:

El argumento claro y evidente de la resurrección de Cristo es el de la vida de sus discípulos, «entregados a una doctrina» (Rom 6,17) que humanamente ponía en peligro su vida; una doctrina que, de haber inventado ellos la resurrección de Jesús de entre los muertos, no habrían enseñado con tanta energía. A lo que hay que añadir que, conforme a ella, no sólo prepararon a otros a despreciar la muerte, sino que lo hicieron ellos los primeros12.

Esta situación nueva, que viven los apóstoles con el Resucitado, es idéntica a la nuestra. No le vemos como en el tiempo de su vida mortal. Sólo se le ve en el ámbito de la fe. Con la Escritura enciende el corazón de los caminantes y al partir el pan abre los ojos para reconocerlo, como a los discípulos de Emaús. Y la vida extraordinaria de sus discípulos testimonia su resurrección como repite S. Atanasio:

Que la muerte fue destruida y la cruz es una victoria sobre ella, que aquella no tiene ya fuerza sino que está ya realmente muerta, lo prueba un testimonio evidente: ¡Todos los discípulos de Cristo desprecian la muerte y marchan hacia ella sin temerla, pisándola como a un muerto gracias al signo de la cruz y a la fe en Cristo! En otro tiempo la muerte era espantosa incluso para los mismos santos, llorando todos a sus muertos como destinados a la corrupción. Después que el Salvador resucitó su cuerpo, la muerte ya no es temible: ¡Todos los que creen en Cristo la pisan como si fuese nada y prefieren morir antes que renegar de la fe en Cristo! Así se hacen testigos de la victoria conseguida sobre ella por el Salvador, mediante su resurrección ...Dando testimonio de Cristo, se burlan de la muerte y la insultan con las palabras: «¿Donde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh infierno, tu aguijón?» (1Cor 15,55; Os 13,14). Todo esto prueba que la muerte ha sido anulada y que sobre ella triunfó la cruz del Señor: ¡Cristo, el Salvador de todos y la verdadera Vida (Jn 11,25; 13,6), resucitó su cuerpo, en adelante inmortal!

La demostración por los hechos es más clara que todos los discursos ...Los hechos son visibles: Un muerto no puede hacer nada; solamente los vivos actúan. Entonces, puesto que el Señor obra de tal modo en los hombres, que cada día y en todas partes persuade a una multitud a creer en El y a escuchar su palabra, ¿cómo se puede aún dudar e interrogarse si resucitó el Salvador, si Cristo está vivo o, más bien, si El es la Vida? ¿Es acaso un muerto capaz de entrar en el corazón de los hombres, haciéndoles renegar de las leyes de sus padres y abrazar la doctrina de Cristo? Si no está vivo, ¿cómo puede hacer que el adúltero abandone sus adulterios, el homicida sus crímenes, el injusto sus injusticias, y que el impío se convierta en piadoso? Si no ha resucitado y está muerto, ¿cómo puede expulsar, perseguir y derribar a los falsos dioses, así como a los demonios? Con solo pronunciar el nombre de Cristo con fe es destruida la idolatría, refutado el engaño de los demonios, que no soportan oír su nombre y huyen apenas lo oyen (Lc 4,34;Mc 5,7). ¡Todo eso no es obra de un muerto, sino de un Viviente! ...Si los incrédulos tienen ciego el espíritu, al menos por los sentidos exteriores pueden ver la indiscutible potencia de Cristo y su resurrección13.

En la Palabra y en el Sacramento nos encontramos con el Resucitado. La liturgia nos pone en contacto con El. En ella le reconocemos como el vencedor de la muerte. La liturgia celebra siempre el misterio pascual. El Señor ha resucitado y es tan potente que puede hacerse visible a los hombres. En El el amor es más fuerte que la muerte.

La resurrección de Jesús es el hecho histórico en el que Dios confiere la vida a quien ha vivido la propia vida gastándola por los demás. Es la ratificación de la vida como amor y entrega y la condenación de la vida como poder, dominación, placer o aturdimiento, expresiones todas del pecado.

Dios no abandona al justo más de tres días (Os 6,2; Jon 2,1). En Jesucristo, resucitado por Dios al tercer día, aparece cumplida en plenitud la esperanza de salvación de los profetas. Justamente en esa situación extrema y sin salida posible que es la muerte, se afirma el poder y la fidelidad de Dios, devolviendo a su Hijo a la vida, realizando la esperanza de Abraham, nuestro padre en la fe, que «pensaba que poderoso es Dios aun para resucitar de entre los muertos» (Heb 11,19). Al ser vencida la muerte por la muerte acontece en la historia algo que transciende toda la historia.

Es el anuncio gozoso que hacen los apóstoles, dispersados por la pasión y muerte: ¡Vive! ¡Dios le ha resucitado! Dios ha rehabilitado a Jesús como inocente. Con su intervención Dios exalta a su siervo Jesús y en su nombre ofrece el perdón de los pecados y la vida nueva a los que crean y se conviertan a El. En el anuncio de la muerte y resurrección de Jesucristo, el Padre nos ofrece la conversión para el perdón de los pecados (Lc 24,46-47). San Melitón de Sardes pondrá este anuncio en la boca de Cristo Resucitado:

Cristo resucitó de entre los muertos y exclamó en voz alta: ¿Quién disputará contra mí? ¡Que se ponga frente a mí! Yo he rescatado al condenado, he vivificado la muerte, he resucitado al sepultado. ¿Quién es mi contradictor? Yo destruí la muerte, triunfé del enemigo, pisoteé el infierno, amordacé al fuerte, arrebaté al hombre a las cumbres de los cielos. ¡Venid, pues, familias todas de los hombres unidas por el pecado, y recibid el perdón de los pecados! Porque yo soy vuestro perdón, yo la pascua de la salvación, yo el cordero inmolado por vosotros, yo vuestro rescate, yo vuestra vida, yo vuestra resurrección, yo vuestra luz, yo vuestra salvación, yo vuestro Rey. ¡Yo os conduzco a las cumbres de los cielos! ¡Yo os mostraré al Padre, que existe desde los siglos! ¡Yo os resucitaré por mi diestra!14

Ante este anuncio todos somos descubiertos en pecado. Dios se revela como el que está reconciliando al mundo consigo, como el que está ratificando el evangelio de la gracia y del perdón. Con este anuncio todos quedamos situados ante la verdad del pecado y en presencia del amor misericordioso sin limites. El pecado y la muerte han quedado vencidos para siempre. Con la resurrección Dios ha declarado justo a Jesús y a nosotros pecadores perdonados, agraciados por su muerte. La cruz, juicio condenatorio de Dios para los judíos, con la resurrección ha quedado transformada en cruz gloriosa.

La Vida eterna ha comenzado. El creyente puede experimentarla en todas las formas en que la anunciaron los profetas para cuando llegara el Reino de Dios: la paz de Dios, el gozo de estar redimido por El, la participación en su vida y herencia, la alegría del perdón de los pecados, la libertad de toda esclavitud, la capacidad de amar al prójimo, incluso enemigo. El creyente no se halla ya a merced de los poderes que conducen a la muerte, sino en las manos de Dios que conduce a la vida a quienes no son y resucita a los muertos. La experiencia de la resurrección es la piedra angular que mantiene la cohesión de la fe del creyente y de la Iglesia:

Sólo la fe en la resurrección de Cristo distingue y caracteriza a los cristianos de los demás hombres. Aun los paganos admiten su muerte, de la que los judíos fueron testigos oculares. Pero ningún pagano o judío acepta que «El haya resucitado al tercer día de entre los muertos». Luego la fe en la resurrección distingue nuestra fe viva de la incredulidad muerta. Escribiendo a Timoteo le dice San Pablo: «recuerda que Jesucristo resucitó de entre los muertos» (2Tim 2,8). Creamos, pues, hermanos y esperemos que se realice en nosotros, lo que ya se realizó en Cristo: ¡Es promesa del Dios que no engaña!15

Los estudiosos y doctos han demostrado que Pascua es un vocablo hebreo que significa tránsito: Mediante la pasión pasó el Señor de la muerte a la vida. No es cosa grande creer que Cristo murió. Esto lo creen los paganos, los judíos e incluso los impíos: ¡Todos creen que Cristo murió! La fe de los cristianos consiste en creer en la resurrección de Cristo. Esto es lo grande: Creer que Cristo resucitó. Entonces quiso El que se le viera: cuando pasó, es decir, resucitó. Entonces quiso que se creyera en El; cuando pasó, pues «fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación» (Rom 4,25). El Apóstol recomienda sobremanera la fe en la resurrección de Cristo, cuando dijo: «Si crees en tu corazón que Dios resucitó a Cristo de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,9)16.

Los evangelistas y los apóstoles, como testigos de la sorprendente Buena Noticia, concorde y unánimemente confiesan en múltiples formas diversas la misma realidad: «Ha sido suscitado por Dios de la muerte», «se ha levantado de entre los muertos», «ha sido elevado por Dios a la gloria», «ha sido constituido por Dios Señor de vivos y muertos», «el Señor vive», «se dejó ver», «se apareció»... (1 Cor 9,1; Gál 1,16).

Jesús, el condenado a muerte, es el Señor, el centro de la historia, la roca donde hay que apoyarse para encontrar apoyo seguro en la inseguridad de nuestra existencia, la fuente de la vida verdadera, lugar personal donde Dios otorga el perdón. Es Dios quien resucita a Jesús, superando la muerte con la vida, como un día venció la esterilidad de Sara y Abraham y antes aún sacó las cosas de la nada. Así Dios nos ha revelado su acción creadora, que llama y suscita la vida en nuestra esterilidad, en nuestra nada y en nuestra muerte. «Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos», es la definición neotestamentaria de Dios".

La resurrección es la luz que ilumina el misterio de la muerte de Cristo, que asombró incluso al mundo físico, como aparece en el bello texto de Melitón de Sardes, uno de los más antiguos testimonios de la espiritualidad del cristianismo:

La tierra tembló y sus fundamentos se movieron, el sol se escondió, los elementos se descompusieron y el día cambió de aspecto (Mt 27,45-53; Mc 15,33-38; Lc 23,44-45). En realidad no pudieron soportar el espectáculo de su Señor suspendido de un madero. La creación, presa de espanto y estupor, se preguntó: «¿Qué es este nuevo misterio? El juez es juzgado y permanece tranquilo; lo invisible es visto y no se ruboriza; lo inasible es agarrado y no lo tiene en menosprecio; lo inconmensurable es medido y no reacciona; lo impasible padece y no toma venganza; lo inmortal muere y no objeta ni una palabra; lo celestial es sepultado y lo soporta (Jn 14,9). ¿Qué es este nuevo misterio?» La creación quedó estupefacta. Pero cuando nuestro Señor resucitó de los muertos, con su pie aplastó la muerte, encarceló al poderoso (Mt 12,29) y liberó al hombre, entonces toda la creación entendió que, por amor al hombre, el juez había sido juzgado, lo invisible había sido visto, lo inasible agarrado, lo inconmensurable medido, lo impasible había padecido, lo inmortal había muerto y lo celestial había sido sepultado. Nuestro Señor, en verdad, nacido como hombre, fue juzgado para conceder la gracia, fue encadenado para liberar, sufrió para usar misericordia, murió para vivificar, fue sepultado para resucitar17.

Los discípulos son los testigos de esta nueva creación. Dios, resucitando a Jesús, les ha transformado; les ha reunido de la dispersión que el miedo y la negación de Jesús había provocado en ellos; les ha congregado de nuevo en torno a Jesús, les ha fortalecido en su desvalimiento y desesperanza, ya podrán ser fieles, creyentes y apóstoles, partícipes de la nueva vida inaugurada en la resurrección de Cristo:

«Al tercer día resucitó, vivo, de entre los muertos», conforme a las palabras: «Yo dormí y descansé, y resucité porque el Señor me levantó» (Sal 3,6). Es decir: Dormí en la cruz, con el sueño de la muerte; descansé en el sepulcro, durante los tres días de reposo; resucité, vivo, de entre los muertos, en la gloria de la resurrección. Y con razón resucitó al tercer día, pues fue asumido por el poder de toda la Trinidad tanto el Hombre muerto como el Resucitado de la muerte. El es el Primogénito de sus futuros hermanos (Rom 8,29), a los que llamó a la adopción de hijos de Dios, dignándose que fuesen copartícipes y coherederos suyos (Rom 8,17), a fin de que, quien era el Unigénito nacido de Dios (Jn 1,18), fuese el Primogénito de los muertos (Col 1,18; Ap 1,5) entre muchos hombres y se dignase llamar hermanos a los siervos, diciendo: «Id, decid a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (Mt 28,10)19.

La resurrección de Cristo funda la misión y, con ella, queda fundada la Iglesia. La conversión, iluminación, vocación y envío, gracia y perdón, miseria humana y misericordia divina hermanadas son la realidad permanente y el Evangelio que anuncia la Iglesia en todos los siglos, desde el primero.

Jesús, resucitado por Dios Padre, se aparece a los testigos elegidos de antemano por el Padre, come con ellos, les muestras las señales gloriosas de su pasión en manos, pies y costado, comunicándose con ellos en encuentros personales, donde se les revela vivo, resucitado a una vida nueva, exaltado a la gloria de Dios. También Pablo entiende su encuentro con Cristo en el camino de Damasco como una revelación que le derriba y le confiere la gracia de Cristo resucitado, que vive y que está en Dios20. El Resucitado se presenta como vencedor de la muerte y así se revela como Kyrios, como el Señor, cuya glorificación sanciona definitivamente el mensaje de la venida del Reino de Dios con El. Pablo, lo mismo que los demás testigos, no tiene otra palabra que anunciar (1 Cor 15,11).

Sin la resurrección de Jesús la predicación sería vana y nuestra fe absurda; sin ella, nuestra esperanza perdería todo fundamento y seríamos los más desgraciados de los hombres (1 Cor 15,14.19):

Quien niega la resurrección anula nuestra predicación y nuestra fe. Pues, si la muerte no fue destruida, subsiste la acción del mal. Pues es evidente, que si no tuvo lugar la resurrección de Cristo, sigue siendo señora la muerte y no fue abolido su imperio, puesto que con la muerte nos circundan el pecado y todos los males: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado, vana es vuestra fe: ¡Continuáis todavía en vuestros pecados» (1Cor 15,16-17). Sólo mediante la resurrección de Cristo fue destruida la muerte (2Tim 1,10) y, con la muerte, el pecado21.

La resurrección de Cristo es, con su cruz y muerte, el fundamento y centro de la fe cristiana. La tumba vacía y los ángeles -mensajeros y apóstoles- anuncian que el Sepultado no está en el sepulcro, sino que vive y se deja ver en la evangelización, en la Galilea de los gentiles (Mc 16,1-8), en la palabra y en la Eucaristía se da a conocer (Lc 24,30.41-42; Jn 21,5.12-13), apareciéndose el primer día de la semana y al octavo día, en el Día del Señor22.

Nosotros celebramos el Día octavo con regocijo, por ser el día en que Cristo resucitó de entre los muertos, inaugurando la nueva creación23.

Pedro y Juan en el sepulcro vacío hallaron los signos evidentes de la resurrección: las vendas y el sudario (Jn 20,6)... Que Jesús resucitó desnudo y sin vestidos significa que ya no iba a ser reconocido en la carne como necesitado de comida, bebida y vestidos, como antes había estado voluntariamente sometido a ellas; significa también la restitución de Adán al estado primero, cuando estaba desnudo en el paraíso sin avergonzarse. Sin dejar su cuerpo, en cuanto Dios, estaba rodeado de la gloria que conviene a Dios, «que se cubre de luz como un manto» (Sal 103,2)24.

Con las apariciones del Resucitado, y de la misión que con ellas se vincula, los apóstoles quedan constituidos en fundamento de la fe de la Iglesia. Cefas o Simón Pedro es nombrado, entre los apóstoles en primer lugar como piedra sobre la que se levanta la Iglesia25; él es el primer testigo de la fe en la resurrección, con la misión de confirmar en la fe a los demás (Lc 22,31-32).

Para cumplir su misión, Cristo Resucitado confiere a sus apóstoles el poder que ha recibido con su resurrección:

Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos míos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,18-20).

Las apariciones de Jesús resucitado tienen, pues, una clara significación para la fundación de la Iglesia. Manifiestan que la Iglesia, desde el principio, es apostólica. No hay, en efecto, otro camino de acceso al núcleo de la predicación cristiana, al evangelio de la muerte y resurrección de Jesús mas que el testimonio de los testigos por El elegidos. Ellos sellaron este testimonio con su sangre en el martirio.

La Iglesia, comunidad de creyentes en la resurrección de Cristo, edificada sobre el fundamento de los apóstoles, es el cumplimiento de las promesas y de la esperanza de Israel. El Dios vivo, Señor de la vida y de la muerte (Nu 27,16; Rom 4, 17; 2 Cor 1,9) y «fuente viva» (Sal 36,10) ha vencido la muerte, absorbiéndola definitivamente en la vida nueva, sin barreras de división y destrucción. El amor a los hermanos, incluso a los enemigos, es el signo evidente del paso de la muerte a la vida (1 Jn 3,14).

La esperanza de Daniel y de los Macabeos (Dn 12,1-2; 2 Mac 7,9-39) se ha cumplido. Con la resurrección de Jesucristo, vivida en una comunidad de hermanos que se aman hasta la muerte, ha comenzado el final de los tiempos. Ha comenzado la nueva creación. La Iglesia lo celebra en la Vigilia Pascual. Dios llama a la existencia a lo que no es (Gén 1) en forma aún más maravillosa llamando a los muertos a la vida nueva (Rom 4,17). La fe de Abraham halla su cumplimiento pleno; la liberación de Egipto, a través del paso del Mar Rojo, se queda en pálida figura del paso de la muerte a la vida de Cristo resucitado y de sus discípulos renacidos en las aguas del bautismo. El nuevo corazón, con un espíritu nuevo, que anhelaron los profetas, se difunde como herencia de Cristo muerto y resucitado entre sus discípulos, que comen su cuerpo y beben su sangre, sellando con El la nueva y eterna alianza.

Esta experiencia de resurrección, mientras peregrinamos por este mundo, aún no agota la esperanza. Cristo resucita como primicias de los que duermen (He 26,23; 1 Cor 15,20; Col 1,18). En El se nos abre de nuevo el futuro y la esperanza de la resurrección de nuestros cuerpos mortales. Su resurrección es la garantía de nuestra resurrección final. En El tenemos ya la certeza de la victoria de la vida sobre la muerte: es la esperanza de la vida eterna26.

En conclusión, con la resurrección de Jesucristo, Dios se nos revela como Aquel cuyo poder abarca la vida y la muerte, el ser y el no ser, el Dios vivo que es vida y da la vida, que es amor creador y fidelidad eterna, en quien podemos confiar siempre, incluso cuando se nos vienen abajo todas las esperanzas humanas. Pablo nos describe esta existencia del creyente basada en la fuerza de la fe en la resurrección:

Llevamos este tesoro en vasos de barro para que aparezca que la extraordinaria grandeza de este poder es de Dios, y que no proviene de nosotros. Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; atribulados, no desesperamos; perseguidos siempre, mas nunca abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, somos continuamente entregados a la muerte por Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal. Así, pues, mientras en nosotros actúa la muerte, en vosotros se manifiesta la vida. Pero como nos impulsa el mismo poder de la fe -del que dice la Escritura «Creí, por eso hablé» (Sal 116,10)-, también nosotros creemos y por eso hablamos, sabiendo que Aquel que resucitó a Jesús nos resucitará también a nosotros con Jesús... Por eso no desfallecemos. Pues aunque nuestro hombre exterior se vaya deshaciendo, nuestro hombre interior se renueva día a día. Así, la tribulación pasajera nos produce un caudal inmenso de gloria. No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo invisible. Lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno (2 Cor 4,7-18).

Así el apóstol, y todo discípulo de Cristo, vive en su vida el misterio pascual, manifestando en la muerte de los acontecimientos de su historia la fuerza de la resurrección. Vive con los ojos en el cielo, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, buscando las cosas de allá arriba y no las de la tierra (Col 3,1-2).

EL SEPULCRO VACÍO Y EL ENCUENTRO CON CRISTO RESUCITADO


El sepulcro vacío y el encuentro con Cristo Resucitado
SS Juan Pablo II, el 1 de febrero, 1989

1. La profesión de fe que hacemos en el Credo cuando proclamamos que Jesucristo 'al tercer día resucitó de entre los muertos', se basa en los textos evangélicos que, a su vez, nos transmiten y hacen conocer la primera predicación de los Apóstoles. De estas fuentes resulta que la fe en la resurrección es, desde el comienzo, una convicción basada en un hecho, en un acontecimiento real, y no un mito o una 'concepción', una idea inventada por los Apóstoles o producida por la comunidad postpascual reunida en torno a los Apóstoles en Jerusalén, para superar junto con ellos el sentido de desilusión consiguiente a la muerte de Cristo en cruz. De los textos resulta todo lo contrario y por ello, como he dicho, tal hipótesis es también crítica e históricamente insostenible. Los Apóstoles y los discípulos no inventaron la resurrección (y es fácil comprender que eran totalmente incapaces de una acción semejante). No hay rastros de una exaltación personal suya o de grupo, que les haya llevado a conjeturar un acontecimiento deseado y esperado y a proyectarlo en la opinión y en la creencia común como real, casi por contraste y como compensación de la desilusión padecida. No hay huella de un proceso creativo de orden psicológico)sociológico)literario ni siquiera en la comunidad primitiva o en los autores de los primeros siglos. Los Apóstoles fueron los primeros que creyeron, no sin fuertes resistencias, que Cristo había resucitado simplemente porque vivieron la resurrección como un acontecimiento real del que pudieron convencerse personalmente al encontrarse varias veces con Cristo nuevamente vivo, a lo largo de cuarenta días. Las sucesivas generaciones cristianas aceptaron aquel testimonio, fiándose de los Apóstoles y de los demás discípulos como testigos creíbles. La fe cristiana en la resurrección de Cristo está ligada, pues, a un hecho, que tiene una dimensión histórica precisa.

2. Y sin embargo, la resurrección es una verdad que, en su dimensión más profunda, pertenece a la Revelación divina: en efecto, fue anunciada gradualmente de antemano por Cristo a lo largo de su actividad mesiánica durante el período prepascual. Muchas veces predijo Jesús explícitamente que, tras haber sufrido mucho y ser ejecutado, resucitaría. Así, en el Evangelio de Marcos, se dice que tras la proclamación de Pedro en las cerca de Cesarea de Filipo, Jesús 'comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente' (Mc 8, 31-32). También según Marcos, después de la transfiguración, 'cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contaran lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos' (Mc 9. 9). Los discípulos quedaron perplejos sobre el significado de aquella 'resurrección' y pasaron a la cuestión, y agitada en el mundo judío, del retorno de Elías (Mc 9, 11): pero Jesús reafirmó la idea de que el Hijo del hombre debería 'sufrir mucho y ser despreciado' (Mc 9, 12). Después de la curación del epiléptico endemoniado, en el camino de Galilea recorrido casi clandestinamente, Jesús toma de nuevo la palabra para instruirlos: 'El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará'. 'Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle' (Mc 9, 31-32). Es el segundo anuncio de la pasión y resurrección, al que sigue el tercero, cuando ya se encuentran en camino hacia Jerusalén: 'Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará' (Mc 10, 33-34).

3. Estamos aquí ante una previsión profética de los acontecimientos, en la que Jesús ejercita su función de revelador, poniendo en relación la muerte y la resurrección unificadas en la finalidad redentora, y refiriéndose al designio divino según el cual todo lo que prevé y predice 'debe' suceder. Jesús, por tanto, hace conocer a los discípulos estupefactos e incluso asustados algo del misterio teológico que subyace en los próximos acontecimientos, como por lo demás en toda su vida. Otros destellos de este misterio se encuentran en la alusión al 'signo de Jonás' (Cfr. Mt 12, 40) que Jesús hace suyo y aplica a los días de su muerte y resurrección, y en el desafío a los judíos sobre 'la reconstrucción en tres días del templo que será destruido' (Cfr. Jn 2, 19). Juan anota que Jesús 'hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús' (Jn 2 20-21). Una vez más nos encontramos ante la relación entre la resurrección de Cristo y su Palabra, ante sus anuncios ligados 'a las Escrituras'.

4. Pero además de las palabras de Jesús, también a actividad mesiánica desarrollada por El en el período prepascual muestra el poder de que dispone sobre la vida y sobre la muerte, y la conciencia de este poder, como la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 39-42), la resurrección del joven de Naín (Lc 7, 12-15), y sobre todo la resurrección de Lázaro (Jn 11, 42-44) que se presenta en el cuarto Evangelio como un anuncio y una prefiguración de la resurrección de Jesús. En las palabras dirigidas a Marta durante este último episodio se tiene la clara manifestación de a autoconciencia de Jesús respecto a su identidad de Señor de la vida y de la muerte y de poseedor de las llaves del misterio de la resurrección: 'Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás' (Jn 11, 25-26).

Todo son palabras y hechos que contienen de formas diversas la revelación de la verdad sobre la resurrección en el período prepascual.

5. En el ámbito de los acontecimientos pascuales, el primer elemento ante el que nos encontramos es el 'sepulcro vacío'. Sin duda no es por sí mismo una prueba directa. A Ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro en el que había sido depositado podría explicarse de otra forma, como de hecho pensó por un momento María Magdalena cuando, viendo el sepulcro vacío, supuso que alguno habría sustraído el cuerpo de Jesús (Cfr. Jn 20, 15). Más aún, el Sanedrín trató de hacer correr la voz de que, mientras dormían los soldados, el cuerpo había sido robado por los discípulos. 'Y se corrió esa versión entre los judíos, (anota Mateo) hasta el día de hoy' (Mt 28, 12-15).

A pesar de esto el 'sepulcro vacío' ha constituido para todos, amigos y enemigos, un signo impresionante. Para las personas de buena voluntad su descubrimiento fue el primer paso hacia el reconocimiento del 'hecho' de la resurrección como una verdad que no podía ser refutada.

6. Así fue ante todo para las mujeres, que muy de mañana se habían acercado al sepulcro para ungir el cuerpo de Cristo. Fueron las primeras en acoger el anuncio: 'Ha resucitado, no está aquí... Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro...' (Mc 16, 6-7). 'Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: !Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite!. Y ellas recordaron sus palabras' (Lc 24, 6-8).

Ciertamente las mujeres estaban sorprendidas y asustadas (Cfr. Mc 24, 5). Ni siquiera ellas estaban dispuestas a rendirse demasiado fácilmente a un hecho que, aun predicho por Jesús, estaba efectivamente por encima de toda posibilidad de imaginación y de invención. Pero en su sensibilidad y finura intuitiva ellas, y especialmente María Magdalena, se aferraron a la realidad y corrieron a donde estaban los Apóstoles para darles la alegre noticia.

El Evangelio de Mateo (28, 8-10) nos informa que a lo largo del camino Jesús mismo les salió al encuentro les saludó y les renovó el mandato de llevar el anuncio a los hermanos (Mt 28, 10). De esta forma las mujeres fueron las primeras mensajeras de la resurrección de Cristo, y lo fueron para los mismos Apóstoles (Lc 24, 10). ¡Hecho elocuente sobre la importancia de la mujer ya en los días del acontecimiento pascual!

7. Entre los que recibieron el anuncio de María Magdalena estaban Pedro y Juan (Cfr. Jn 20, 3-8). Ellos se acercaron al sepulcro no sin titubeos, tanto más cuanto que María les había hablado de una sustracción del cuerpo de Jesús del sepulcro (Cfr. Jn 20, 2). Llegados al sepulcro, también lo encontraron vacío. Terminaron creyendo, tras haber dudado no poco, porque, como dice Juan, 'hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos' (Jn 20, 9).

Digamos la verdad: el hecho era asombroso para aquellos hombres que se encontraban ante cosas demasiado superiores a ellos. La misma dificultad, que muestran las tradiciones del acontecimiento, al dar una relación de ello plenamente coherente, confirma su carácter extraordinario y el impacto desconcertante que tuvo en el ánimo de los afortunados testigos. La referencia 'a la Escritura' es la prueba de la oscura percepción que tuvieron al encontrarse ante un misterio sobre el que sólo la Revelación podía dar luz.

8. Sin embargo, he aquí otro dato que se debe considerar bien: si el 'sepulcro vacío' dejaba estupefactos a primera vista y podía incluso generar acierta sospecha, el gradual conocimiento de este hecho inicial, como lo anotan los Evangelios, terminó llevando al descubrimiento de la verdad de la resurrección.

En efecto, se nos dice que las mujeres, y sucesivamente los Apóstoles, se encontraron ante un 'signo' particular: el signo de la victoria sobre la muerte. Si el sepulcro mismo cerrado por una pesada losa, testimoniaba la muerte, el sepulcro vacío y la piedra removida daban el primer anuncio de que allí había sido derrotada la muerte.

No puede dejar de impresionar la consideración del estado de ánimo de las tres mujeres, que dirigiéndose al sepulcro al alba se decían entre si: '¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?' (Mc 16, 3), y que después, cuando llegaron al sepulcro, con gran maravilla constataron que 'la piedra estaba corrida aunque era muy grande' (Mc 16, 4). Según el Evangelio de Marcos encontraron en el sepulcro a alguno que les dio el anuncio de la resurrección (Cfr. Mc 16, 5); pero ellas tuvieron miedo y, a pesar de las afirmaciones del joven vestido de blanco, 'salieron huyendo del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas' (Mc 16, 8). ¿Cómo no comprenderlas? Y sin embargo la comparación con los textos paralelos de los demás Evangelistas permite afirmar que, aunque temerosas, las mujeres llevaron el anuncio de la resurrección, de la que el 'sepulcro vacío' con la piedra corrida fue el primer signo.

9. Para las mujeres y para los Apóstoles el camino abierto por 'el signo' se concluye mediante el encuentro con el Resucitado: entonces la percepción aun tímida e incierta se convierte en convicción y, más aún, en fe en Aquél que 'ha resucitado verdaderamente'. Así sucedió a las mujeres que al ver a Jesús en su camino y escuchar su saludo, se arrojaron a sus pies y lo adoraron (Cfr. Mt 28, 9). Así le pasó especialmente a María Magdalena, que al escuchar que Jesús le llamaba por su nombre, le dirigió antes que nada el apelativo habitual: Rabbuni, ¡Maestro! (Jn 20, 16) y cuando El la iluminó sobre el misterio pascual corrió radiante a llevar el anuncio a los discípulos: '!He visto al Señor!' (Jn 20, 18). Lo mismo ocurrió a los discípulos reunidos en el Cenáculo que la tarde de aquel 'primer día después del sábado', cuando vieron finalmente entre ellos a Jesús, se sintieron felices por la nueva certeza que había entrado en su corazón: 'Se alegraron al ver al Señor' (Cfr. Jn 20,19-20).

¡El contacto directo con Cristo desencadena la chispa que hace saltar la fe!
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