La adoración eucarística:
Presencia real de Cristo en la Eucaristía (1)
Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera
Por: José María Iraburu | Fuente: Catholic.net
–Mi abuelo era de la Adoración Nocturna.
–Gran obra de Dios. Y hoy, por designio de la Providencia, se van multiplicando las capillas de Adoración Perpetua.
En los anteriores artículos fui explicando los diferentes momentos de la Misa, el Mysterium fidei por excelencia. Y al tratar de la consagración, del acto máximo de la Eucaristía (275), no me detuve en considerar con amplitud el misterio de la transubstanciación, para contemplarlo ahora más detenidamente, pues él es el fundamento de la adoración eucarística.
–La presencia de Cristo en la Eucaristía es real, verdadera y substancial desde el momento en que sea realiza la consagración del pan y del vino. Y para exponer misterio tan grandioso prefiero ceder la palabra a la misma Iglesia, tal como lo confiesa concretamente en el Catecismo:
1373 «“Cristo Jesús que murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros” (Rm 8,34), está presente de múltiples maneras en su Iglesia (LG 48): en su Palabra, en la oración de su Iglesia, “allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre” (Mt 18,20), en los pobres, los enfermos, los presos (Mt 25,31 46), en los sacramentos de los que él es autor, en el sacrificio de la misa y en la persona del ministro. Pero, “sobre todo, [está presente] bajo las especies eucarísticas” (SC 7).
1374 El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella “como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos” (S. Tomás de A., STh III, 73, 3). En el santísimo sacramento de la Eucaristía están “contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero” (Trento: Denz 1651). “Esta presencia se denomina `real’, no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen `reales’, sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente” (Pablo VI, enc. Mysterium fidei 39).
1375 Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento. Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión maravillosa. Así, S. Juan Crisóstomo declara que:
No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas (Prod. Jud. 1,6).
Y S. Ambrosio dice respecto a esta conversión:
Estemos bien persuadidos de que esto no es lo que la naturaleza ha producido, sino lo que la bendición ha consagrado, y de que la fuerza de la bendición supera a la de la naturaleza, porque por la bendición la naturaleza misma resulta cambiada… La palabra de Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela (myst. 9,50.52).
1376 El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: “Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación» (Denz 1642).
1377 La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (Trento: Denz 1641)».
Ésta es la fe católica de la Iglesia, la misma que se confiesa en el Credo del Pueblo de Dios (1968, 24-26) o en la encíclica Mysterium fidei de Pablo VI.
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–Algunos profesores católicos de teología niegan hoy la fe de la Iglesia en la transubstanciación eucarística. Y debemos denunciarlos, porque hay una relación intrínseca entre la exposición de la verdad y la refutación de la falsedad. En ese sentido escribe Santo Tomás al comienzo de la Summa contra Gentiles, «mi boca medita en la verdad y mis labios aborrecerán al impío» (Prov 8,7).
Según el profesor Dionisio Borovio, al tratar de la transubstanciación en su obra Eucaristía (BAC, Madrid 2000), la explicación de la presencia sacramental de Cristo «per modum substantiæ» es un concepto que, aunque contribuyó sin duda a clarificar el misterio de la presencia del Señor en la eucaristía, «condujo a una interpretación cosista y poco personalista de esta presencia» (286).
En la «concepción actual» de sustancia [¿cuántas «concepciones actuales» habrá de substancia?], en aquella que, al parecer, Borobio estima verdadera, «pan y vino no son sustancias, puesto que les falta homogeneidad e inmutablidad. Son aglomerados de moléculas y unidades accidentales. Sin embargo, pan y vino sí tienen una sustancia en cuanto compuestos de factores naturales y materiales, y del sentido y finalidad que el hombre les atribuye: “Hay que considerar como factores de la esencia tanto el elemento material dado como el destino y la finalidad que les da el mismo hombre” (J. Betz)» (285).
Si se parte de esta equívoca filosofía de la substancia, parece evidente que un cambio que afecte al destino y finalidad del pan y del vino en la Eucaristía (transfinalización-transignificación) equivale a una transubstanciación.
«Para los autores que defienden esta postura (v. gr. Schillebeeckx) es preciso admitir un cambio ontológico en el pan y el vino. Pero este cambio no tiene por qué explicarse en categorías aristotélico-tomistas (sustancia-accidente), sometidas a crisis por las aportaciones de la física moderna, y reinterpretables desde la fenomenología existencial con su concepción sobre el símbolo. Según esta concepción, la realidad material debe entenderse no como realidad objetiva independiente de la percepción del sujeto, sino como una realidad antro-pológica y relacional, estrechamente vinculada a la percepción humana. Pan y vino deben ser considerados no tanto en su ser-en-sí cuanto en su perspectiva relacional. El determinante de la esencia de los seres no es otra cosa que su contexto relacional. La relacionalidad constituye el núcleo de la realidad material, el en-sí de las cosas» (307).
Apoyándose, pues, en esta falsa metafísica, explica el profesor Borobio la transubstanciación del pan y del vino, y la presencia real de Cristo en la Eucaristía. En ella «las cosas de la tierra, sin perder su consistencia y su autonomía, devienen signo de esa presencia permanente», sin perder «nada de su riqueza creatural y humana» (266). El pan y el vino, por tanto, siguen siendo pan y vino, no pierden su realidad creatural, pero puede en la Eucaristía hablarse de una transubstanciación de tales elementos materiales porque han cambiado decisivamente su finalidad y significado.
Esta explicación de la Presencia eucarística real de Cristo no es conciliable con la fe de la Iglesia, tal como la expresa, por ejemplo, Pablo VI en la Mysterium fidei (1965), que en buena parte escribe precisamente esta encíclica para denunciar y rechazar éstos errores:
«Cristo se hace presente en este Sacramento por la conversión de toda la substancia del pan en su cuerpo, y de toda la substancia del vino en su sangre […] Realizada la transubstanciación, las especies de pan y de vino adquieren sin duda un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada. Pero adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en tanto en cuanto contienen una “realidad” que con razón denominamos ontológica. Porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa, y esto no únicamente por el juicio de fe de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida la substancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies. Bajo ellas, Cristo, todo entero, está presente en su “realidad” física, aun corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar».
La especulación filosófica-teológica que propone Borovio –siguiendo dócilmente a tantos otros autores modernos– sobre la presencia de Cristo en la Eucaristía no prescinde solamente, como él dice, de la explicación en clave aristotélico-tomista de ese misterio, sino que contradice abiertamente la doctrina católica, la de siempre, la que ha sido enseñada por los Padres, la Liturgia, las Catequesis antiguas más venerables, el concilio de Trento, la Mysterium fidei o el Catecismo de la Iglesia Católica. La que, por ejemplo, en el siglo IV, sin emplear las categorías aristotélico-tomistas, exponía San Cirilo de Jerusalén (+386).
«Habiendo pronunciado Él y dicho del pan: “éste es mi cuerpo”, ¿quién se atreverá a dudar en adelante? Y habiendo Él afirmado y dicho: “ésta es mi sangre”, ¿quién podrá dudar jamás y decir que no es la sangre de Él?… Con plena seguridad participamos del cuerpo y sangre de Cristo [en la comunión eucarística]. Porque en figura de pan se te da el cuerpo y en figura de vino se te da la sangre [de Cristo]… No los tengas, pues, por mero pan y mero vino, porque son el cuerpo y sangre de Cristo, según la afirmación del Señor. Pues aunque los sentidos te sugieran aquéllo, la fe debe convencerte. No juzgues en esto según el gusto, sino según la fe cree con firmeza, sin ningun duda, que has sido hecho digno del cuerpo y sangre de Cristo» (Catequesis mistagógica IV, 1-6).
Ahora bien, si en la celebración de la Eucaristía el pan y el vino se han transformado en el cuerpo y la grande de Cristo, y esta presencia suya es real, verdadera y substancial permanece después de celebrada la Misa, ¿cuál deberá ser la respuesta del pueblo cristiano a esta Presencia del Señor?… El Catecismo lo expresa:
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1378 –«El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. “La Iglesia católica ha dado y continua dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión” (Mysterium fidei 56).
1379 El Sagrario [tabernáculo] estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa. Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Por eso, el sagrario debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia; debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santo sacramento.
1380 Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. Puesto que [en la Ascensión] Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por muestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado «hasta el fin» (Jn 13,1), hasta el don de su vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros (cf. Ga 2,20), y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor:
«La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración» (Juan Pablo II, lit. Dominicae Cenae, 3).
1381 «La presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento, “no se conoce por los sentidos, dice S. Tomás, sino solo por la fe , la cual se apoya en la autoridad de Dios”» (STh III, 75,1)…
«Habiendo aprendido estas cosas y habiendo sido plenamente asegurado de que lo que aparece pan no es pan, aunque así sea sentido por el gusto, sino el cuerpo de Cristo; y que le que aparece vino no es vino, aunque el gusto así lo crea, sino la sangre de Cristo… fortalece tu corazón participando de aquel pan como espiritual que es y alegra tú el rostro de tu alma.
«Ojalá que teniendo patente este tu rostro con la conciencia pura, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, crezcas de gloria en gloria en Cristo nuestro Señor, a quien sea el honor y el y el poder y la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (ib. IV, 9)
Crece en la Iglesia el culto a la Eucaristía
El pueblo cristiano, con sus pastores al frente, al paso de los siglos, ha ido prestando un culto siempre creciente a la eucaristía fuera de la Misa: oración ante el Sagrario, exposiciones en la Custodia, procesiones, Horas santas, visitas al Santísimo, asociaciones de Adoración nocturna o perpetua, las Cuarenta Horas, etc. Ese crecimiento en la Iglesia de la adoración eucarística se va realizando por obra del Espíritu Santo, que nos conduce «hacia la verdad plena» (Jn 14,26; 16,13). Ya dijo Cristo del Espíritu Santo: «Él me glorificará» (Jn 16,14)… Colaboremos, pues, con el Espíritu Santo para suscitar esta suprema devoción cristiana a Cristo en la Eucaristía. Así lo hacía el Santo Cura de Ars:
«En el púlpito, comenzaba a veces a tratar de diferentes materias, pero siempre volvía a Nuestro Señor presente en la Eucaristía. “Este atractivo por la presencia real [según testimonio de Catalina Lasagne] aumentó de una manera sensible hacia el fin de su vida… Se interrumpía y derramaba lágrimas; su figura aparecía resplandeciente y no se oían sino exclamaciones de amor”» (A. Trochou, El Cura de Ars, Palabra, Madrid 2003, 12ª ed., 631).
José María Iraburu, sacerdote
La adoración eucarística:
Historia (2)
El siglo XIV la exposición del cuerpo de Cristo era «in cristallo» de ahí irán tomando forma las custodias
Por: Por: José María Iraburu | Fuente: Catholic.net
–Esta vez nos cuenta cosas que yo no conocía.
–Le hará mucho bien conocerlas.
Centralidad de la Eucaristía
Desde el principio del cristianismo, a la luz de la fe, se entiende la Eucaristía como la fuente, el centro y el culmen de toda la vida de la Iglesia: como el memorial de la pasión y de la resurrección de Cristo Salvador, como el sacrificio de la Nueva Alianza, como la cena que anticipa y prepara el banquete celestial, como el signo y la causa de la unidad de la Iglesia, como la actualización perenne del Misterio pascual, como el Pan de vida eterna y el Cáliz de salvación. Normalmente, la Misa al principio se celebra sólo el domingo, pero ya en los siglos III y IV se generaliza la Misa diaria.
La devoción antigua a la Eucaristía lleva en ciertos tiempos y lugares a celebrarla en un solo día varias veces. San León III (+816) celebra con frecuencia siete y aún nueve en un mismo día. Varios Concilios moderan y prohiben estas prácticas excesivas. Alejandro II (+1073) prescribe una Misa diaria: «muy feliz ha de considerarse el que pueda celebrar dignamente una sola Misa» cada día.
Reserva de la Eucaristía
En los siglos primeros la conservación de las especies eucarísticas se hace normalmente en forma privada, y tiene por fin la comunión de los enfermos, presos y ausentes. Las persecuciones y la falta de templos hacían impensable un culto más formal de adoración eucarística. Al cesar las persecuciones, la reserva de la Eucaristía va tomando formas externas cada vez más solemnes.
Las Constituciones apostólicas –hacia el 380– disponen ya que, después de distribuir la comunión, las especies sean llevadas a un sacrarium. El sínodo de Verdún, del siglo VI, manda guardar la Eucaristía «en un lugar eminente y honesto, y si los recursos lo permiten, debe tener una lámpara permanentemente encendida». Las píxides de la antigüedad eran cajitas preciosas para guardar el pan eucarístico. León IV (+855) dispone que «solamente se pongan en el altar las reliquias, los cuatro evangelios y la píxide con el Cuerpo del Señor para el viático de los enfermos».
Estos signos expresan la veneración cristiana antigua al cuerpo eucarístico del Salvador y su fe en la presencia real del Señor en la Eucaristía. Sin embargo, la reserva eucarística tiene entonces como fin exclusivo la comunión de enfermos y ausentes; pero no todavía el culto a la Presencia real.
La adoración eucarística dentro de la Misa
Ha de advertirse en todo caso que ya por esos siglos el cuerpo de Cristo recibe de los fieles, dentro de la misma Misa, signos claros de adoración, que aparecen prescritos en las antiguas liturgias. Especialmente antes de la comunión –Sancta santis, lo santo para los santos–, los fieles realizan inclinaciones y postraciones:
«San Agustín decía: “nadie coma de este cuerpo, si primero no lo adora”, añadiendo que no sólo no pecamos adorándolo, sino que pecamos no adorándolo» (Pío XII, 1947, Mediator Dei 162).
Por otra parte, la elevación de la hostia, y más tarde del cáliz, después de la consagración, suscita también la adoración interior y exterior de los fieles. Hacia el 1210 la prescribe el obispo de París, antes de esa fecha es practicada entre los cistercienses, y a fines del siglo XIII es común en todo el Occidente. En 1906, San Pío X, «el papa de la Eucaristía», concede indulgencias a quien mire piadosamente la hostia elevada, diciendo «Señor mío y Dios mío». Aún perdura esta devoción preciosa en algunas Iglesias de América hispana: en la consagración se oye un rumor suave que sale de la asamblea cristiana: «Señor mío y Dios mío».
Primeras manifestaciones del culto a la Eucaristía fuera de la Misa
La adoración de Cristo en la misma celebración de la Misa es vivida desde el principio. Pero la adoración de la Presencia real fuera de la Misa se va configurando como devoción propia a partir del siglo IX, con ocasión de las controversias eucarísticas. Por esos años, al simbolismo de un Ratramno, se opone con fuerza el realismo de un Pascasio Radberto, que acentúa la presencia real de Cristo en la Eucaristía, aunque no siempre en términos exactos.
Conflictos teológicos análogos se producen en el siglo XI. La Iglesia reacciona con prontitud y fuerza contra el simbolismo eucarístico de Berengario de Tours (+1088). Su doctrina es impugnada por teólogos como Anselmo de Laón (+1117) o Guillermo de Champeaux (+1121), y es inmediatamente condenada por un buen número de Sínodos (Roma, Vercelli, París, Tours), y sobre todo por los Concilios Romanos de 1059 y de 1079 (retractaciones de Berengario: Denz 690 y 700). Merece la pena conocer cómo era la admirable retractatio hecha en 1079 por un hereje, vuelto a la fe católica [quiera Dios que retractaciones semejantes se exijan hoy a tantos autores católicos caídos en herejía]:
«Yo, Berengario, creo de corazón y confieso de boca que el pan y el vino que se ponen en el altar, por el misterio de la sagrada oración y por las palabras de nuestro Redentor, se convierten substancialmente en la verdadera, propia y vivificante carne y sangre de Jesucristo, nuestro Señor; y que después de la consagración son el verdadero cuerpo de Cristo que nació de la Virgen y que ofrecido por la salvación del mundo, estuvo pendiente de la cruz y está sentado a la derecha del Padre; y la verdadera sangre de Cristo, que se derramó de su costado, no sólo por el signo y virtud del sacramento, sino en la propiedad de la naturaleza y verdad de la sustancia, como en este breve se contiene y yo he leído y vosotros entendéis. Así lo creo y en adelante no enseñaré contra esta fe. Así Dios me ayude y estos santos Evangelios de Dios» (ib. 700). Ésa es la fe católica: en el Sacramento está presente totus Christus, en alma y cuerpo, como hombre y como Dios.
Estas enérgicas afirmaciones de la fe van acrecentando más y más en el pueblo la devoción a la Presencia real de nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía. Veamos algunos ejemplos.
A fines del siglo IX, la Regula solitarium establece que los ascetas reclusos, que viven en lugar anexo a un templo, estén siempre por su devoción a la Eucaristía en la presencia de Cristo. En el siglo XI, Lanfranco, arzobispo de Canterbury, establece una procesión con el Santísimo en el domingo de Ramos. En ese mismo siglo, durante las controversias con Berengario, en los monasterios benedictinos de Bec y de Cluny existe la costumbre de hacer genuflexión ante el Santísimo Sacramento y de incensarlo. En el siglo XII, la Regla de los reclusos prescribe: «orientando vuestro pensamiento hacia la sagrada Eucaristía, que se conserva en el altar mayor, y vueltos hacia ella, adoradla diciendo de rodillas: “¡salve, origen de nuestra creación!, ¡salve, precio de nuestra redención!, ¡salve, viático de nuestra peregrinación!, ¡salve, premio esperado y deseado!”».
En todo caso, conviene recordar que «la devoción individual de ir a orar ante el sagrario tiene un precedente histórico en el monumento del Jueves Santo a partir del siglo XI, aunque ya el Sacramentario Gelasiano habla de la reserva eucarística en este día… El monumento del Jueves Santo está en la prehistoria de la práctica de ir a orar individualmente ante el sagrario, devoción que empieza a generalizarse a principos del siglo XIII» (A. Olivar, El desarrollo del culto eucarístico fuera de la Misa, «Phase» 1983, 192).
Desprecio de la Eucaristía en el siglo XIII
Por esos tiempos, sin embargo, no todos participan de la devoción eucarística, y también se dan casos horribles de desafección a la Presencia real. Veamos, a modo de ejemplo, la infinita distancia que en esto se produce entre cátaros y franciscanos. Cayetano Esser, franciscano, describe así el mundo de los primeros:
«En aquellos tiempos, el ataque más fuerte contra el Sacramento del Altar venía de parte de los cátaros [muy numerosos en la zona de Asís]. Empecinados en su dualismo doctrinal, rechazaban precisamente la Eucaristía porque en ella está siempre en íntimo contacto el mundo de lo divino, de lo espiritual, con el mundo de lo material, que, al ser tenido por ellos como materia nefanda, debía ser despreciado. Por oportunismo, conservaban un cierto rito de la fracción del pan, meramente conmemorativo. Para ellos, el sacrificio mismo de Cristo no tenía ningún sentido.
«Otros herejes declaraban hasta malvado este sacramento católico. Y se había extendido un movimiento de opinión que rehusaba la Eucaristía, juzgando impuro todo lo que es material y proclamando que los “verdaderos cristianos” deben vivir del “alimento celestial”.
«Teniendo en cuenta este ambiente, se comprenderá por qué, precisamente en este tiempo, la adoración de la sagrada hostia, como reconocimiento de la presencia real, venía a ser la señal distintiva más destacada de los auténticos verdaderos cristianos. El culto de adoración de la Eucaristía, que en adelante irá tomando formas múltiples, tiene aquí una de sus raíces más profundas. Por el mismo motivo, el problema de la presencia real vino a colocarse en el primer plano de las discusiones teológicas, y ejerció también una gran influencia en la elaboración del rito de la Misa.
«Por otra parte, las decisiones del Concilio de Letrán [IV: 1215] nos descubren los abusos de que tuvo que ocuparse entonces la Iglesia. El llamado Anónimo de Perusa es a este respecto de una claridad espantosa: sacerdotes que no renovaban al tiempo debido las hostias consagradas, de forma que se las comían los gusanos; o que dejaban a propósito caer a tierra el cuerpo y la sangre del Señor, o metían el Sacramento en cualquier cuarto, y hasta lo dejaban colgado en un árbol del jardin; al visitar a los enfermos, se dejaban allí la píxide y se iban a la taberna; daban la comunión a los pecadores públicos y se la negaban a gentes de buena fama; celebraban la santa Misa llevando una vida de escándalo público», etc. (Temi spirituali, Biblioteca Francescana, Milán 1967, 281-282; cf. D. Elcid, Clara de Asís, BAC pop. 31, Madrid 1986, 193-195).
Gran devoción a la Eucaristía en el siglo XIII
Frente a tales degradaciones, precisamente, se producen en esta época grandes avances de la devoción eucarística. Entre otros muchos, podemos considerar el testimonio impresionante de san Francisco de Asís (1182-1226). Poco antes de morir, en su Testamento, pide a todos sus hermanos que participen siempre de la inmensa veneración que él profesa hacia la Eucaristía y los sacerdotes:
«Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y sólo ellos administran a los demás. Y quiero que estos santísimos misterios sean honrados y venerados por encima de todo y colocados en lugares preciosos» (10-11; cf. Admoniciones 1: El Cuerpo del Señor).
Esta devoción eucarística, tan fuerte en el mundo franciscano, marca también una huella muy profunda, que dura hasta nuestros días, en la espiritualidad de las clarisas. En la Vida de santa Clara (+1253), escrita muy pronto por el franciscano Tomás de Celano (hacia 1255), se refiere un precioso milagro eucarístico. La iconografía tradicional representa a Santa Clara de Asís con una custodia en la mano, porque asediada la ciudad de Asís por un ejército invasor de sarracenos, fueron estos ahuyentados del convento de San Damián por la Santa con la custodia:
«Ésta, impávido el corazón, manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, donde se guarda con suma devoción el Cuerpo del Santo de los Santos». De la misma cajita le asegura la voz del Señor: “yo siempre os defenderé”, y los enemigos, llenos de pánico, se dispersan» (Legenda santæ Claræ 21).
Santa Juliana de Mont-Cornillon
y la fiesta del Corpus Christi
El profundo sentimiento cristocéntrico, tan característico de esta fase de la Edad Media, no puede menos de orientar el corazón de los fieles hacia el Cristo glorioso, oculto y manifiesto, velado y revelado en la Eucaristía, donde está realmente presente. Así lo hemos comprobado en franciscanos y clarisas. Es ahora, efectivamente, hacia el 1200, cuando, por obra del Espíritu Santo, la devoción al Cristo de la Eucaristía va a desarrollarse en el pueblo cristiano con nuevos impulsos decisivos.
A partir del año 1208, el Señor se aparece a santa Juliana (1193-1258), primera abadesa agustina de Mont-Cornillon, junto a Lieja. Esta religiosa es una enamorada de la Eucaristía, que, incluso físicamente, encuentra en el pan del cielo su único alimento. El Señor inspira a santa Juliana la institución de una fiesta litúrgica en honor del Santísimo Sacramento. Por ella los fieles se fortalecen en el amor a Jesucristo, expían los pecados y desprecios que se cometen con frecuencia contra la Eucaristía, y al mismo tiempo contrarrestan con esa fiesta litúrgica las agresiones sacrílegas cometidas contra el Sacramento por cátaros, valdenses, petrobrusianos, seguidores de Amaury de Bène, y tantos otros.
Bajo el influjo de estas visiones, el obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, instituye en 1246 la fiesta del Corpus. Hugo de Saint-Cher, dominico, cardenal legado para Alemania, extiende la fiesta a todo el territorio de su legación. Y poco después, en 1264, el papa Urbano IV, antiguo arcediano de Lieja, que tiene en gran estima a la santa abadesa Juliana, extiende esta solemnidad litúrgica a toda la Iglesia latina mediante la bula Transiturus (Denz 846-847). Esta carta magna del culto eucarístico es un himno a la presencia de Cristo en el Sacramento y al amor inmenso que le lleva a hacerse nuestro pan espiritual.
Es de notar que en esta Bula romana se indican ya los fines del culto eucarístico que más adelante serán señalados por Trento, por la Mediator Dei de Pío XII o por los documentos pontificios más recientes: 1) la reparación, «para confundir la maldad e insensatez de los herejes»; 2) la alabanza, «para que clero y pueblo, alegrándose juntos, alcen cantos de alabanza»; 3) el servicio, «al servicio de Cristo»; 4) la adoración y contemplación, «adorar, venerar, dar culto, glorificar, amar y abrazar el Sacramento excelentísimo»; 5) la anticipación del cielo, «para que, pasado el curso de esta vida, se les conceda como premio».
La nueva devoción, sin embargo, ya en la misma Lieja, halla al principio no pocas oposiciones. El cabildo catedralicio, por ejemplo, estima que ya basta la Misa diaria para honrar el cuerpo eucarístico de Cristo. De hecho, por un serie de factores adversos, la bula de 1264 permanece durante cincuenta años como letra muerta. Prevalece, sin embargo, la voluntad del Señor, y la fiesta del Corpus va siendo aceptada en muchos lugares: Venecia, 1295; Wurtzburgo, 1298; Amiens, 1306; la orden del Carmen, 1306; etc. Los títulos que recibe en los libros litúrgicos son significativos: dies o festivitas eucharistiæ, festivitas Sacramenti, festum, dies, sollemnitas corporis o de corpore domini nostri Iesu Christi, festum Corporis Christi, Corpus Christi, Corpus… En Francia, Fête-Dieu.
El concilio de Vienne (1314), finalmente, renueva la bula de Urbano IV. Y ya para 1324 el Corpus Christi es celebrado en todo el mundo cristiano hasta el día de hoy. «El Espíritu de verdad os guiará hacia la verdad completa… Él me glorificará» (Jn 16,13-14).
Celebración del Corpus y exposiciones del Santísimo
La celebración del Corpus implica ya en el siglo XIII una procesión solemne, una exposición ambulante del Santísimo. Y de ella van derivando otras procesiones con Eucaristía, por ejemplo, para bendecir los campos, para realizar determinadas rogativas, etc.
«Esta presencia palpable, visible, de Dios, esta inmediatez de su presencia, objeto singular de adoración, produjo un impacto muy notable en la mentalidad cristiana occidental e introdujo nuevas formas de piedad, exigiendo rituales nuevos y creando la literatura piadosa correspondiente. En el siglo XIV se practicaba ya la exposición solemne y se bendecía con el Santísimo. Es el tiempo en que se crearon los altares y las capillas del santísimo Sacramento» (Olivar 196).
Las exposiciones mayores se van implantando en el siglo XV, y siempre la patria de ellas «es la Europa central. Alemania, Escandinavia y los Países Bajos fueron los centros de difusión de las prácticas eucarísticas, en general» (Id. 197). Al principio, colocado sobre el altar el Sacramento, es adorado en silencio. Poco a poco va desarrollándose un ritual de estas adoraciones, con cantos propios, como el Ave verum Corpus natum ex Maria Virgine, muy popular, en el que bellamente se une la devoción eucarística con la mariana.
La exposición del Santísimo recibe una acogida popular tan entusiasta que ya hacia 1500 muchas iglesias la practican todos los domingos, normalmente después del rezo de las vísperas –tradición que hoy perdura, por ejemplo, en los monasterios benedictinos de la congregación de Solesmes–. La costumbre, y también la mayoría de los rituales, prescribe arrodillarse en la presencia del Santísimo expuesto.
En los comienzos, el Santísimo se mantiene velado tanto en las procesiones como en las exposiciones eucarísticas. Pero la costumbre y la disciplina de la Iglesia van disponiendo ya en el siglo XIV la exposición del cuerpo de Cristo «in cristallo» o «in pixide cristalina». De ahí irán tomando forma las custodias, tal como hoy las conocemos.
José María Iraburu, sacerdote