SAN JOSÉ DEL ADVIENTO
Es tiempo de espera fecunda, sendero seguro por donde se encaminan nuestros pasos al encuentro de ese Dios que se hace Niño, uno más entre nosotros.
Y así como cuando decimos Adviento decimos también María, no podemos soslayar a José de Nazareth.
Su presencia constante y silenciosa, el abdicar de todo protagonismo para estar siempre disponible allí en donde le necesiten, debería florecernos la mansedumbre y el servicio.
Piadoso y religiosamente observante, es ante todo y por sobre todo, un hombre justo; a no confundirse, no está sometido a las veleidades de una limitada balanza humana. Antes bien, es justo con mayúsculas porque ajusta su voluntad a la del Dios del Universo por encima de todas las cosas.
Cuando esa humilde muchacha galilea –a la que ama incondicionalmente- presenta los síntomas ciertos de un embarazo sospechoso, José duda. Sabe que la rigidez de la ley mosaica pone a su amor en grave riesgo: por eso decide irse en silencio, evitando la sombra ominosa de la muerte y la ignominia que acosa a María.
Pero es un hombre que sabe oír y escuchar: ante el consejo de un Mensajero, no vacila y toma a María por esposa, casa en común, hogar fecundo
-habría que imaginarse, por un momento, una fiesta campesina allí en esa aldea, en honor de los noveles esposos-
El carpintero trabaja y trabaja; ya no es un hombre solo, hay una esposa con un hijo en camino que necesitan el sustento que puedan procurar sus manos encallecidas.
Así los días, del amanecer al ocaso, madera y esfuerzo, y un vientre amado que crece ante sus ojos mansos.
Edicto imperial, conteo de vasallos, censo: cada varón –las mujeres no cuentan- debe apersonarse en su pueblo natal para empadronarse.
José se pone en marcha con María y el Niño cercano, de Nazareth a Belén, ciento cincuenta kilómetros de ruta terrera y pedregosa no exenta de peligros.
Llegan a la Casa del Pan –Bethlehem de Judá- con apuros y urgencias: ese Niño ya no ha de esperar, el tiempo está maduro… allí mismo, toda la Creación contiene el aliento.
José no disfraza su acento ni esconde sus ropas polvorientas en el pedido de albergue: un posadero tajante los rechaza con un predecible –no hay lugar-. Ni hablar: pobres y con maternidad inminente, todo un mal negocio.
Les queda una gruta oscura, cueva en donde el ganado quizás busque alivio al frío nocturno.
Solos ellos en la noche, solita la María en el trance bravo del parto, no hay lecho, posada ni mucho menos partera… Pero está la mano tranquilizadora del carpintero, que sostiene y asiste, quizás sin saber mucho qué cosa hacer en esos menesteres.
-¿acaso hay algo tan gravitante y transformador en la vida como el nacimiento de un hijo?-
Ese Niño, esperado amorosamente por María y José y ansiado durante generaciones, por fin ha llegado. Ya nada será igual: por el nombre de ese Niño Jesús -Yehoshua, Yahveh Salva- creemos rotundamente que Dios nos salva, que se hace uno de nosotros y que la vida plena se abre caminos desde los niños y a través de los pobres y los humildes.
Un pequeño alto en el camino: usualmente se sindica a San José como padre legal de Jesús, custodio del Redentor o el menos certero padre adoptivo.
Por un momento, intentemos ponernos en su alma... Si tanto maternidad como paternidad son -ante todo- cuestiones cordiales, es decir, en las que prima el corazón por sobre el hecho biológico fundante, José es verdaderamente padre de Jesús.
Así lo reconoció desde sus primeros signos en María, y así lo cuidó con paternal afecto desde el mismo comienzo.
Así sostuvo con su trabajo y esfuerzo a su esposa y a su hijo.
Así los protegió en el duro camino del exilio -José, María y Jesús emigrantes a Egipto-.
Así seguramente le fué enseñando su oficio, tekton hábil con la madera.
Así lo guió en sus primeros pasos en la fé de Abraham y Jacob.
Así se inundó de angustia cuando en tiempos de su Bar Mitzvah ese Hijo amado se les extravía por tres días, y lo encuentran en el Templo, enseñando a escribas y doctores.
Seguramente, el Maestro pronunció vacilante ¡Immá! ¡Mamá! de Niño, descubriéndose en los ojos profundos de María.
Seguramente, a José lo llamaba pleno de ternura infantil ¡Abbá! ¡Papá!, término cuyo significado descubrió en la vida mansa y santa del carpintero, y que luego utilizaría para enseñarnos y revelarnos a todos el rostro de ese Dios escondido, Padre suyo y nuestro.
En este Adviento, dejando de lado cualquier intento laudatorio o ansias de reivindicar, grato es volver la mirada a José de Nazareth.
Y con él, a tantas y tantos Josés silenciosos y serviciales, mansos y humildes renegados de cualquier éxito, siempre disponibles allí donde se los necesite, decididos protectores de esta Vida que se nos regala y que se viene asomando en pañales.