Dar la vida para no morir
Autor: Padre Eusebio Gómez Navarro OCD
Maximiliano Kolbe dio un paso al frente cuando nombraron a un compañero, padre de familia. Los nombrados en la lista fatal eran ejecutados al día siguiente en el campo de exterminio de Auschwitz. Kolbe llevó al heroísmo su amor desinteresado: murió para que se salvara su compañero de infortunio.
Amar desinteresadamente es difícil. Pocos son los que están dispuestos a entregar la vida por los demás, como lo hizo san Maximiliano Kolbe. Lo dice san Pablo: “Por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por todos… Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5,7ss).
Cuenta Karl Jaspers la impresión que le produjo el hallazgo de un escrito medieval que decía: “Vengo pero no sé de dónde. Soy, pero no sé quién. Moriré, pero no sé cuándo. Camino, pero no sé hacia dónde. Me extraño de estar contento”. “No quiero morir, no; no quiero, ni quiero quererlo. Quiero vivir siempre, siempre; y vivir yo”, decía Miguel de Unamuno. Queremos vivir, por eso tememos la muerte. El miedo a la muerte es natural, ya que vamos a un mundo desconocido y esto siempre nos intranquiliza. El mismo Jesús sintió este miedo y se angustió en Getsemaní.
Cuando los santos hablan de la muerte, lo que desean es encontrarse con Jesús. El mismo Pablo lo expresaba cuando escribía: “Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte. Pues para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Me siento apremiado por dos partes: por una parte, deseo morir y estar con Cristo, que es mucho mejor; por otra parte, quedarme trabajando es mejor para vosotros” (Flp 1,20ss).
En esta vida de trabajo y de sufrimiento el creyente se siente confortado por la esperanza. La fe le dice que esta vida no es estéril, ya que tiene una razón de ser, como la tiene el mismo sufrimiento. San Pablo encontró una fórmula teológica admirable para expresar esta verdad: “Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo” (Col 1,24). El cristiano tiene el privilegio de ver así.
Sin fe la vida es absurda. “La vida que tiene en su horizonte la espada de la muerte, es absurda. Pero también es absurdo el suicidio. Todo es absurdo. Si hemos de morir, nuestra vida no tiene sentido, porque sus problemas no reciben solución” (J. P. Sartre). Ciertamente, esto es la muerte para quien carece de fe. Sin fe, no es posible la esperanza. Sin fe, sin oración y sin gracia, la vida se hace insoportable.
Sin Dios es difícil respirar y escoger la vida. La libertad deja abiertos ambos caminos. Para caminar por la senda del misterio es preciso hacer propia la confesión del papá de aquel joven epiléptico curado por Jesús: “Creo, pero aumenta mi fe” (Mc 9,24). Pascal, que reflexionó mucho sobre el misterio de Dios, escribió: “Dios nos ha dado señales de sí a los que le buscan, y no a aquellos que no le buscan. Hay suficiente luz para quienes quieren ver, y suficiente oscuridad para quienes no quieren ver”.
Autor: Padre Eusebio Gómez Navarro OCD
Maximiliano Kolbe dio un paso al frente cuando nombraron a un compañero, padre de familia. Los nombrados en la lista fatal eran ejecutados al día siguiente en el campo de exterminio de Auschwitz. Kolbe llevó al heroísmo su amor desinteresado: murió para que se salvara su compañero de infortunio.
Amar desinteresadamente es difícil. Pocos son los que están dispuestos a entregar la vida por los demás, como lo hizo san Maximiliano Kolbe. Lo dice san Pablo: “Por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por todos… Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5,7ss).
Cuenta Karl Jaspers la impresión que le produjo el hallazgo de un escrito medieval que decía: “Vengo pero no sé de dónde. Soy, pero no sé quién. Moriré, pero no sé cuándo. Camino, pero no sé hacia dónde. Me extraño de estar contento”. “No quiero morir, no; no quiero, ni quiero quererlo. Quiero vivir siempre, siempre; y vivir yo”, decía Miguel de Unamuno. Queremos vivir, por eso tememos la muerte. El miedo a la muerte es natural, ya que vamos a un mundo desconocido y esto siempre nos intranquiliza. El mismo Jesús sintió este miedo y se angustió en Getsemaní.
Cuando los santos hablan de la muerte, lo que desean es encontrarse con Jesús. El mismo Pablo lo expresaba cuando escribía: “Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte. Pues para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Me siento apremiado por dos partes: por una parte, deseo morir y estar con Cristo, que es mucho mejor; por otra parte, quedarme trabajando es mejor para vosotros” (Flp 1,20ss).
En esta vida de trabajo y de sufrimiento el creyente se siente confortado por la esperanza. La fe le dice que esta vida no es estéril, ya que tiene una razón de ser, como la tiene el mismo sufrimiento. San Pablo encontró una fórmula teológica admirable para expresar esta verdad: “Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo” (Col 1,24). El cristiano tiene el privilegio de ver así.
Sin fe la vida es absurda. “La vida que tiene en su horizonte la espada de la muerte, es absurda. Pero también es absurdo el suicidio. Todo es absurdo. Si hemos de morir, nuestra vida no tiene sentido, porque sus problemas no reciben solución” (J. P. Sartre). Ciertamente, esto es la muerte para quien carece de fe. Sin fe, no es posible la esperanza. Sin fe, sin oración y sin gracia, la vida se hace insoportable.
Sin Dios es difícil respirar y escoger la vida. La libertad deja abiertos ambos caminos. Para caminar por la senda del misterio es preciso hacer propia la confesión del papá de aquel joven epiléptico curado por Jesús: “Creo, pero aumenta mi fe” (Mc 9,24). Pascal, que reflexionó mucho sobre el misterio de Dios, escribió: “Dios nos ha dado señales de sí a los que le buscan, y no a aquellos que no le buscan. Hay suficiente luz para quienes quieren ver, y suficiente oscuridad para quienes no quieren ver”.