El Católico Maestro. Aproximación a un retrato
El maestro no necesita ser un hombre que descuelle en talentos o en cualidades humanas, aunque sí debe poner en juego las que posea.
Por: Estanislao Martín Rincón | Fuente: Catholic.net
Por estas fechas tenemos el curso académico recién comenzado o bien estamos comenzándolo. Por este motivo me ha parecido que encaja bien con el momento ofrecer al lector interesado en temas de educación alguna reflexión sobre la figura del hombre o mujer que siendo católico se dedica profesionalmente a la educación. Hablaré de él como el maestro, entendiendo la palabra maestro en sentido amplio, da igual el tramo del sistema educativo y da igual también si está fuera de él. Maestro es todo aquel que enseña de forma regular y continuada, sea en una escuela primaria, sea en la Universidad, sea en una academia especializada.
Pero antes de entrar en materia, permíteme lector dos avisos, el primero sobre el título, el segundo sobre el género.
Entiendo que el título pueda chocarte un poco porque parece que está al revés. A mí también me lo ha parecido y de hecho el primero que he puesto ha sido el inverso, “El maestro católico”, pero de inmediato me he dado cuenta de que no es correcto porque falta al rigor de la verdad. El lenguaje, todo lenguaje, deber ser lo más preciso posible, pero especialmente el lenguaje expositivo, que debe expresar la realidad con la mayor fidelidad posible. Esa fidelidad a la realidad no será nunca absoluta porque la realidad supera a la capacidades expresivas de nuestro lenguaje ya que este tiene sus limitaciones y sus dificultades. En el caso que nos ocupa, una de esas dificultades está en que en la expresión “el maestro católico” es inexacta. Parece decir lo que no dice y por tanto induce a errar. Explicaré por qué.
Las dos palabras que componen la expresión “maestro católico” son gramaticalmente un sustantivo (maestro) y un adjetivo (católico). Pues bien, ocurre que la realidad es al revés: en un maestro católico, lo sustantivo es su condición de católico y lo adjetivo es que sea maestro. Dicho de otra manera, una vez bautizados, el Bautismo nos confiere una dignidad tal, la de hijos de Dios, (dignidad ontológica) por la cual todo lo demás, sea ello lo que fuere, queda en un segundo plano y además a mucha distancia. Ante el hecho de ser hijo de Dios y miembro de la Iglesia, las demás diferencias no vienen a ser sino matices, coloraciones de nuestra existencia, pero lo nuclear, lo definitivo es que hemos sido hechos uno con Cristo. Al lado de nuestro bautismo, ser maestro, jardinero, médico o transportista pierde todo el valor que desde el mundo pagano tienen estas categorías. Desde el momento mismo de nuestro Bautismo quedamos injertados en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y desde ese momento ya “no hay judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”, les dice San Pablo a los gálatas (3, 28). Lo que nos define desde la fe, lo sustantivo, es nuestra condición de hijos de Dios Padre y miembros de Cristo-Iglesia (que todo es uno), no el oficio que desempeñemos, por mucha importancia que el oficio tenga. Y la tiene. También esto merece quedar bien aclarado. Porque no se está diciendo que la profesión sea poco importante, al contrario, toda profesión tiene un enorme valor para el que la desempeña y para sus destinatarios, y si hubiera que diferenciar entre unas profesiones y otras -supongamos una escala graduada-, habría que decir que la de maestro no estaría en los últimos puestos. Pero cada cosa en su sitio, lo que fundamenta toda la acción del maestro católico no es su condición de maestro sino de católico; por eso lo radicalmente sustantivo no es el hecho de ser maestro sino de ser católico.
Hecha esta precisión, como el lenguaje es el que es y la palabra 'maestro' también es un sustantivo, a fin de hacer la lectura lo menos complicada posible, no me referiré tanto al católico maestro cuanto al maestro sin más.
La segunda advertencia se refiere al género. Utilizo el masculino genérico, que incluye en condiciones de igualdad al maestro y a la maestra, al católico y a la católica, etc.
Aclarados estos supuestos iniciales, pasamos ahora a ver algo sobre los rasgos que convienen al católico maestro, en tanto que maestro, es decir, alguien cuya vocación se sitúa en el mundo de la educación y la docencia. Creo que se pueden señalar tres: santidad, sabiduría y bondad. El maestro ha de ser un hombre sabio, bueno y santo. Si le falta una de esas tres grandes cualidades podrá tener cualquiera de las otras dos, lo cual ya sería mucho (sabio y bueno, sabio y santo, bueno y santo), pero no podrá ser constituido en referente de autoridad para los muchachos.
Parece claro que este modelo de maestro solo puede cumplir un maestro: El Maestro, Jesucristo. Él es el único sabio porque “en Él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2, 3). Él es el único santo porque es “el Santo de Dios” (Mc 1, 24), el tres veces santo. Él es el único bueno porque “pasó haciendo el bien” (Hc 10, 38) por este mundo y amando hasta el extremo (Cf Jn 13, 1).
Visto así, con estas exigencias, el oficio de maestro para un católico se torna más que difícil, utópico. Y ciertamente, estaríamos ante una utopía si solo contáramos con nuestras capacidades, nuestros alcances y nuestro saber hacer meramente humano (inteligencia, cualidades, simpatía, experiencia). Utopía absoluta. Pero por nuestra vocación (es decir por su llamada) y por la comunión con Él, se nos ha capacitado para actuar como actúa Él, para pensar como piensa Él y para sentir como Él siente. Lo que sí necesitamos es ponernos manos a la obra, poner empeño con “una grande y muy determinada determinación de no parar”, que decía Santa Teresa, no conformándonos con logros intermedios. El mundo de la enseñanza es un mundo exigente y apasionante, duro, muy duro, atractivo y beligerante en el que contamos con la iniciativa de la gracia y con lo que podamos poner de nuestra parte, que por mucho que sea siempre tendrá un sesgo de poquedad. Vamos a ver qué es eso que podemos poner nosotros.
Santidad
Para ser santo, entendiendo por santo el que vive habitualmente en gracia de Dios y desea crecer en unión con Él, el maestro necesita de la comunión con Dios que se nos da en Cristo y solo en Cristo. Y Cristo se nos da en la Iglesia, especialmente en la oración y en los sacramentos, y dentro de estos en la Santa Eucaristía, que es “fuente y cima de toda vida cristiana” (LG 11). El católico que no está en comunión con Dios porque voluntariamente la rechaza, se cierra voluntaria y torpemente a la acción del Espíritu Santo, con lo cual no hay santidad posible ya que no se puede pretender actuar con (ni desde) el Espíritu Santo sin el Espíritu Santo. Dios a nadie obliga, pero su lógica es inexorable. Conviene saber que sin Espíritu Santo todo hombre actuará como hombre mundano. Si ese hombre es maestro, será un maestro mundano y enseñará mundanamente, que quiere decir, ajustado a los criterios de este mundo, el que nos va tocando vivir en cada instante del tiempo presente. Actuar mundanamente no equivale necesariamente actuar mal, pero sí equivale a actuar a ras de suelo, sin sentido trascendente. Pues bien, una educación sin sentido trascendente, que no mire al más allá de las personas que la reciben, normalmente niños y jóvenes, no merece ser llamada educación; una educación que no sirve para la vida eterna, en realidad no sirve para nada. “La educación no es y nunca debe considerarse como algo meramente utilitario”, decía Benedicto XVI a los profesores y religiosos del Colegio Universitario Santa María de Twickenham (London Bourough of Richmond) en el saludo que les dirigía el 17 de septiembre de 2010.
Digamos una sola palabra sobre la oración. Para todo católico -tenga el estado que tenga y dedíquese a lo que se dedique- la oración es el oxígeno del alma. Sin oración no hay crecimiento en la vida cristiana. Los autores espirituales coinciden unánimemente en afirmar el poder transformante de la oración y la necesidad imperiosa que tiene todo hombre de pasar ratos y ratos de intimidad con su Dios, tanto a solas como en comunidad.
Sin sacramentos y sin oración podríamos ser buenos instructores, didactas expertos, hábiles comunicadores, líderes en el campo educativo pero no católicos maestros; podríamos ser gentes con un alto dominio técnico de las materias que enseñamos pero absolutamente incapaces de dejar huella de santidad en el alma de los muchachos. Eso es así porque a un espíritu solo lo puede mover otro espíritu. Dicho con palabras de Jesucristo, el Señor: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Cuando el Señor dice esto, alguien podría pensar: “Hombre, algo sí podemos hacer, porque hay muchas cosas que hacemos no solo sin Cristo, sino incluso en contra suya”. A alguien, o a muchos, eso les puede parecer cierto, pero la Palabra de Dios se mantiene inmutable. “Sin mí no podéis hacer nada” quiere decir nada que merezca la pena, nada que pueda mantenerse, nada que permanezca; o sea nada. Nada que haya hecho el hombre sin el Espíritu Santo permanecerá -no quedará piedra sobre piedra- y si no permanece, su fin no será otro que el de la torre de Babel, es decir, la nada, por más altas que sean sus pretensiones o tenga apariencia de solidez.
Quizá pueda venir al caso esa coplilla anónima de los siglos del barroco español que dice así:
La ciencia más acabada
es que el hombre en gracia acabe,
pues al fin de la jornada,
aquel que se salva, sabe,
y el que no, no sabe nada.
Sabiduría
Para ser sabio el maestro necesita tres cosas: La primera y más importante, participar de la sabiduría divina, que va ligada a la santidad y que se acaba de comentar. Añadiremos solo que esa sabiduría “no es de este mundo, ni de los príncipes de este mundo (...) sino que es una sabiduría divina, misteriosa, escondida” (Véase 1 Co 2, 6-7) que viene dada con el don de sabiduría que nos regala gratuitamente.
La segunda es el estudio. La palabra maestro viene de magister y esta de magis, más. El maestro es el que es más, el que sabe más, el que va por delante. Pues bien, ni ahora ni nunca el maestro ha podido prescindir del estudio continuo. Ni ahora ni nunca, pero especialmente ahora. En la era del conocimiento, el maestro necesita ser persona estudiosa. Enseñe lo que enseñe, tiene que tener una base de conocimientos sólida. Una base de conocimientos sólida no equivale a enciclopédica, aunque si lo fuera, tampoco estorba. Sólida quiere decir de conocimientos fundados, rigurosos, auténticos, tengan su origen en el pasado o lo tengan en el presente más actual.
La tercera es el contacto con quienes vayan por delante en su mismo camino. Todo maestro necesita a su vez de maestros experimentados, versados en su materia, o en sus modos de enseñar, en la organización de la enseñanza, en el trato con los alumnos, etc. En educación el francotirador no tiene cabida. La educación se realiza en comunidades, sea la familia, sea el colegio. Eso quiere decir que no es tanto el maestro individuo el que educa cuanto la comunidad en la que el maestro se integra.
Bondad
Para ser bueno, entendida la bondad en sentido amplio, se necesita la práctica de las virtudes. Aquí hay todo un programa ascético donde todas las virtudes son necesarias. Ahora bien, las características propias de las labores educativas hace que cobren especial relieve estas virtudes: Humildad, paciencia, alegría y esperanza.
Resumiendo: Vida de comunión con Dios, a través especialmente de la oración y los sacramentos, estudio, contacto y aprendizaje de otros maestros y práctica de las virtudes.
Si hubiera alguna fuente que aunara estas exigencias, o la mayor parte de ellas, esa fuente sería el lugar a donde acudir para adquirir santidad, sabiduría y bondad juntas. Hay que decir que tal fuente no existe como fuente única, aunque sí hay algo que encierra la práctica totalidad de esas exigencias. Ese algo es la Palabra de Dios, si bien hay que aprestarse de inmediato a entender que más que algo, la Palabra de Dios es Alguien.
El lugar de la Palabra de Dios.
Para dar unidad a las tres cosas (santidad, sabiduría y bondad), el maestro necesita la Palabra de Dios, el conocimiento profundo y vivo de la Sagrada Escritura. La Palabra es camino de santidad, fuente de sabiduría y principio de actuación, por varios motivos, pero en primer lugar, y en último, porque la Palabra de Dios es Dios.
La Palabra de Dios dice de sí misma que “toda Escritura es inspirada por Dios es también útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para toda obra buena” (2 Tim 3, 16–17). Todo un programa pedagógico, como puede verse.
Para ello, en buena lógica, es necesario un conocimiento de la Palabra cuanto más profundo mejor. El maestro católico debe conocer la Palabra de Dios, pero “conocer” no solo en sentido académico -que también- sino bíblico, es decir, el conocimiento que procede de mantener un estrecho contacto con ella. Benedicto XVI en la exhortación Verbum Domini ha insistido en la necesidad de trato y conocimiento que todo bautizado tiene de la Palabra de Dios y para ello ha empleado repetidamente la palabra “familiaridad”, lo cual nos está indicando que la relación con la palabra no es de un conocer externo. Podría saberse alguien la Biblia entera de memoria y no haberla “conocido” por no haber entrado en intimidad con ella.
No he abundado, como ves, amigo lector, en las cualidades humanas propias del educador. Y es que, al contrario de lo que pudiera parecer, tampoco hace falta que sean tantas. El maestro no necesita ser un hombre que descuelle en talentos o en cualidades humanas, aunque sí debe poner en juego las que posea. Si tiene muchas le vendrán bien, pero no son imprescindibles, entre otras cosas porque la educación de los muchachos no es cosa de un francotirador brillante, sino de una comunidad; literalmente hablando, de un 'colegio'. Y si hay colegio (grupo de maestros que funciona colegiadamente, a una) habrá tantas personalidades como personas. Eso es lo bueno, la riqueza colegiada, la posibilidad de que el niño o el joven tenga ante sí no solo un buen maestro (eso hay que darlo por supuesto) sino un gran collage, un amplio panorama multicolor, un 'colegio'.
Mil gracias por tu atención. Que Dios te bendiga.
Estanislao Martín Rincón