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lunes, 27 de julio de 2015

PARA COMUNICARSE CON DIOS


Para comunicarse con Dios



Cada día resulta más fácil comunicarse con las personas; pero.. ¿Y con Dios?

Aquí tienes ocho reglas para llamarle y contar con Él, cuando desees:

1 - Marca el prefijo correcto. No a lo loco.

2 - Una conversación telefónica con Dios no es un monólogo. No hables sin parar, escucha al que habla al otro lado.

3 - Si la conversación se interrumpe, comprueba si has sido tú el causante del corte.

4 - No adoptes la costumbre de llamar sólo en casos de urgencia. Eso no es trato de amigos.

5 - No seas tacaño. No llames sólo a las horas de "tarifa reducida", es decir, cuando toca o en fines de semana. Una llamada breve en cualquier momento del día sería ideal.

6 - Las llamadas son gratuitas y no pagan impuestos.

7 - No olvides decirle a Dios que te deje en el contestador todos los mensajes que quiera y cuando quiera.

8 - Toma nota de las indicaciones que Él te diga para que no las eches en olvido.

Si a pesar del cumplimiento de estas reglas la comunicación se torna difícil, dirígete con toda confianza a las oficinas del Espíritu Santo. Él restablecerá la comunicación.

Y si tu teléfono no funciona, llévalo al taller de reparación que lleva por nombre "Sacramento del Perdón". Allí todas las reparaciones son gratuitas y tienen una garantía de por vida.

martes, 21 de julio de 2015

PARA REZAR... UN CIRIO ENCENDIDO


Para rezar...un cirio encendido


Arroja fuera de ti las preocupaciones, aparta de ti tus inquietudes. Dedícate un rato a Dios y descansa un momento en su presencia.


Por: P. Evaristo Sada LC | Fuente: la-oracion.com 




Esta es mi rutina todas las mañanas al comenzar la meditación: Entro a mi habitación, cierro la puerta y las persianas, apago las luces, enciendo un cirio, lo pongo frente al crucifijo, me arrodillo o me siento, y en un ambiente de completo silencio voy a la profundidad del corazón: "Cuando ores, entra en tu alcoba, y cerrada tu puerta ora a tu Padre que está en lo secreto." Mt 6,6

Busco la calma, callo todo aquello que no me lleva al encuentro conmigo mismo y con Dios. El silencio es la frecuencia para el encuentro con Dios. Debe reinar el silencio para escuchar a Dios, sobre todo silencio en el corazón. El silencio requerido para la meditación debe ser no sólo de ruidos exteriores, también y sobre todo de los ruidos interiores que provocan la imaginación, la memoria y las emociones.

Para este momento San Anselmo escribe: "Ea, hombrecillo, deja un momento tus ocupaciones habituales; entra un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes; aparta de ti tus inquietudes trabajosas. Dedícate algún rato a Dios y descansa siquiera un momento en su presencia. Entra en el aposento de tu alma; excluye todo, excepto Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle; y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de él." (San Anselmo)

Jesús buscó siempre el silencio. El silencio del corazón de María el día de la anunciación, el silencio de la cueva de Belén, el silencio de la casita humilde en Nazaret, el silencio del desierto al comenzar la vida pública, el silencio de las noches de oración, el silencio del huerto de los olivos, el silencio de la cruz, del sábado santo y de la resurrección. Hoy está en el silencio del Sagrario y te espera en el silencio de tu corazón. Quiere que en él encuentres un silencio sonoro: la irrupción del mismo Espíritu que se hizo presente en la comunidad de los apóstoles y se posó sobre cada uno de ellos cuando estaban en oración (Hechos 1,14; 2,1)

El silencio es la puerta de acceso al corazón. El silencio y la soledad son preparación para el encuentro con Dios; el encuentro con Dios es comunión y plenitud. Primero es ausencia de interferencias, luego es el ambiente propicio para la escucha, luego la unión de corazones: un silencio fascinante, fecundo, revelador.

Veo con toda calma la llama del cirio: humilde, serena, ardiente, luminosa. Cierro los ojos y con la mirada interior, la de la fe, traigo a la memoria la llama que el Espíritu Santo encendió en lo más profundo de mi corazón el día de mi Bautismo. Esa llama que arde en lo más profundo de mi ser es la presencia de Dios vivo. "¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?" 1 Cor 3,16

"Di, pues, alma mía, di a Dios: -Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu rostro.- Y ahora, Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte, dónde y cómo encontrarte." (San Anselmo)

El silencio ahora es atención amorosa a la presencia oculta de Dios en el corazón: "Olvido de lo creado, memoria del Creador, atención a lo interior, estarse amando al amado." (Suma de perfección, San Juan de la Cruz) Ya en la presencia de Dios, permaneces en sus brazos: "callado y tranquilo, como un niño recién amamantado en brazos de su madre." (Sal 131) Y entonces te quedas envuelto en la presencia de Aquél en quien "vivimos, nos movemos y existimos" (He 17, 28)

viernes, 17 de julio de 2015

AQUEL POETA QUE BUSCABA A DIOS EN LAS ESTRELLAS


Aquel poeta que buscaba a Dios en las estrellas

Aquél que hasta ese momento había buscado respuestas, y tan solo había encontrado el eco de su propia voz rebotando en un muro de impía oscuridad, por fin veía un destello


Por: Antonio Gil-Terrón Puchades 




La tierra, dentro de miles o millones de años, será inhabitable y por fin perecerá. Entonces, será como si este planeta no hubiese existido jamás, todo será arrinconado en el vacío del olvido. Nadie llevará ya en sí la memoria de lo que aquellos extraños seres, que un día vivieron en la tierra y se llamaban hombres, realizaron y sufrieron... Todo habrá sido perfectamente inútil y esta comedia, que habrá durado miles de años y de la que nadie habrá sido espectador, podía igualmente no haber tenido lugar. ¿No es esto de una vertiginosa ridiculez? ¿No es para aullar de angustia y refugiarse en la muerte?

Por espacio de un momento, breve como el zigzag de un relámpago, estamos en la tierra, vivos, con los ojos abiertos, atormentados por todos los deseos y por todos los ensueños, queriendo alcanzar y abarcar lo imposible, interrogamos al pasado, leemos lo que los hombres han pensado antes de nosotros, y nada sacamos en claro; interrogamos a la tierra, al cielo, a las estrellas, a los abismos de los espacios y a los de nuestra propia alma, lloramos de nostalgia por la belleza, gesticulamos apasionadamente y, de repente, caemos muertos y ya no hay nada más, nada, nada, nada, nuestros ojos están cerrados para siempre, los ojos con que ahora miramos las estrellas, esas estrellas que no nos recordarán.

¿Qué significa la vida, a cuyo término está la muerte, ese inmenso agujero negro donde vamos cayendo uno tras otro como piedras? Decididamente es una perfecta estupidez tomarse la vida en serio si no existe el alma. Pero ¿acaso las religiones no son más que un hermoso sueño, bellas mentiras consoladoras a las que el hombre se aferra ante la perspectiva de desaparecer tragado por la noche espantosa de la muerte? ¿Contienen una realidad o no son más que quimeras? Sigo perplejo ante los enigmas. ¿Dónde puedo encontrar la verdad?

Los tres párrafos que anteceden fueron escritos por un escritor ateo llamado Pieter van der Meer, poeta holandés nacido en Utrecht en 1880, y fallecido en Breda en 1970. En el texto que hemos leído hay mucha más filosofía y teología que en muchos libros especializados. Pero Pieter no era ni filósofo, ni teólogo, tan solo era un sencillo poeta como el que ahora les escribe.

Pieter van der Meer encontró finalmente respuesta a todas sus preguntas. Fue a raíz de una visita a un monasterio trapense, cuando comenzó la aventura que iba a marcar su vida y la de su familia. En aquellos momentos escribió:

«Nunca se me había ocurrido pensar que en nuestro tiempo existiese todavía semejante fenómeno: hombres que consagraban su vida a la oración... Si Dios no existe, ¿no es absurdo todo esto? En tal caso, sería algo propio de idiotas, de dementes, algo incluso criminal lo que hacen estos hombres, es decir, aislarse, renunciar a los placeres de la vida y adorar y glorificar algo que no existe. No obstante, en este lugar siento yo orden, paz y la atención está fija en el mundo interior, en el alma, en lo eterno...»

Cuando Pieter van der Meer abandonó el monasterio, algo en su interior ya había cambiado. Aquél que hasta ese momento había buscado respuestas, y tan solo había encontrado el eco de su propia voz rebotando en un muro de impía oscuridad, por fin veía un destello, una débil y trémula luz que en breve se habría de convertir en una explosión de luz que iba a iluminar su alma para siempre. Así narra - el propio Pieter - lo sucedido:

«Esta mañana (4 de diciembre de 1909) he estado en misa en la capilla del convento de las benedictinas... Por primera vez, he experimentado la sensación de que ocurría algo indecible, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración. No sé decir cómo o de dónde me vino ese pensamiento, pero supe que algo había cambiado y que allí había ocurrido algo de una tremenda grandeza».

La llama estaba ya encendida en su corazón, y a partir de ese momento no habría viento capaz de apagarla.

Pieter había encontrado por fin la paz que su alma demandaba: «Cada mañana y cada noche nos arrodillamos los tres (con mi esposa e hijo) ante el pequeño crucifijo y oramos. Recitamos las plegarias en voz alta y yo me esfuerzo en rodear cada palabra de la más viva atención... Hago la señal de la cruz y la paz mora en mi corazón. No lo comprendo y no sé explicarlo. Me siento pequeño y, al mismo tiempo, inmensamente grande. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¿Por qué sobre mí? ¿Por qué sobre nosotros esta gracia abrumadora?».

Pieter fue bautizado en la fe católica el 24 de febrero de 1911. Al día siguiente escribió: «El acontecimiento de ayer es el centro de mi vida, por siempre. Ahora soy cristiano. No se trata de un bello juego de imaginación, no se trata de autoengaño con palabras bien sonantes, no se trata de una hermosa apariencia ni de una consoladora mentira, no, se trata de una realidad eterna. Soy cristiano por toda la eternidad».

Los golpes que la vida le habría de deparar, jamás pudieron quebrar su fe. Seis años después de su bautismo fallecía, a la edad de tres años, su hijo pequeño. Su hijo mayor, Pieterke, que había ingresado en un convento como monje, falleció a los cinco años de haber sido ordenado sacerdote. Su hija ingreso en un convento de monjas, y su esposa, amiga y compañera, falleció en 1954, quedando Pieter solo en el Mundo; mejor dicho, solo no, sino a solas con Dios.

Fue tras el fallecimiento de su esposa cuando Pieter van der Meer publicó su libro "NOSTALGIA DE DIOS", en el que narra la historia de su vida, y del que he extraído los textos que figuran en el presente artículo.

Según parece la fe de los creyentes procedentes de una conversión suele ser más sólida que la de algunos creyentes "de los de toda la vida" que jamás se han preocupado de cultivar su fe, y que tras sufrir alguna desgracia familiar, comienzan a culpabilizar y a insultar a Dios, como acto previo a declararse ateos.

Dios nos libre de vernos en semejante tesitura, pero si en alguna ocasión debemos de tragar ese cáliz, pidámosle al Padre que nos dé la misma fortaleza que le dio a Pieter van der Meer, aquel poeta que buscaba a Dios en las estrellas, sin darse cuenta que siempre había estado a su lado.

miércoles, 15 de julio de 2015

DIOS TE AMA A TI, TE HA CREADO


Dios te ama a ti, te ha creado
porque Dios quiere amar a otros, te ha creado a ti, tal como eres, para que tú les lleves su amor 


Por: P. Juan Carlos Ortega Rodriguez | Fuente: Catholic.net 




Vino a Roma una amiga de la familia. Este beso es de parte de tus padres. Y me han dicho que si necesitas algo me lo digas para comprártelo. El amor no se detiene a causa de las distancias y cuando tiene una oportunidad trata de manifestarlo de algún modo, incluso con emisarios. Mientras contemplaba y escuchaba a mi paisana, entendí perfectamente que mis papás me decían: te queremos mucho y nos preocupamos de ti.

Algo parecido ocurre con Dios y el amor que Él tiene por los hombres. No sé si lo habías pensado alguna vez. Por eso te lo digo: tú y tu vida, es un esfuerzo de amor por parte de Dios. El Señor quiere amar y por eso te ha creado a ti. Pero, ¡atentos! En ti, el amor de Dios se expresa en un doble sentido. Porque Dios te ama a ti, te ha creado. Pero a la vez, porque Dios quiere amar a otros, te ha creado a ti, tal como eres, para que tú les lleves el amor que Él les tiene.

Esto es lo que San Juan Pablo II decía: "Movido por el principio de haber sido creado a imagen de Dios, hombre y mujer, el creyente puede reconocer el misterio del rostro trinitario de Dios, que lo crea poniendo en él el sello de su realidad de amor y comunión" (31 de mayo 2001). Vamos a explicar estas palabras del Papa.

¿Cómo es Dios? Dios es "amor y comunión". Para que se pueda amar es necesario que exista algo que sea amado, algo diverso del que ama.

¿Correcto? Pero, a la vez, el amor crea unión entre el amante y el amado. Es decir, para amar se requiere ser diverso de otro y, al mismo tiempo, el amor busca la unión. En realidad esto es lo que llamamos el misterio de la Santísima Trinidad: siendo tres personas son, por el amor, una sola realidad.

La siguiente pregunta que se debe responder es ¿cómo eres tú? Si tú has sido creado para expresar el amor de Dios, y para amar es necesario ser diverso de lo que se ama, resulta que tú has sido creado diverso, diverso de todos. Pero la principal diversidad es ser "hombre y mujer". Es cierto que tú, si eres varón, eres diverso también de cualquier otro hombre, pero sobre todo eres diferente de cualquier mujer. Lo mismo se aplica a la mujer: cada una de ellas, aunque diversas entre sí, son más diferentes respecto de cualquier hombre.

Todavía está en boga una cierta tendencia a la igualdad entre hombres y mujeres. Es cierto que la igualdad es un valor que se debe defender, pero la verdadera riqueza humana consiste en ser diversos.

Si todos fuéramos iguales, ¿qué podría yo dar al otro y que podría recibir de él? En cambio con la riqueza de las diferencias siempre tengo algo que dar y algo que recibir. Por lo mismo es la diversidad lo que ofrece una dignidad y un valor a cada persona: ¿de qué serviría yo si no tengo nada que dar al otro? y ¿qué valor tendrían los demás si no tienen nada que darme? Por ello, nos decía el Papa "cuando se pierde de vista el principio de la creación del hombre como varón y mujer, se ofusca la singular dignidad de la persona humana y se abre el camino a una amenazadora cultura de la muerte". Si el otro no tiene nada que ofrecerme ¿para qué le voy a mantener en vida?

Decíamos que tú eres un esfuerzo de amor por parte de Dios. Por ello te ha creado diverso de los demás, y es en "la experiencia del amor rectamente entendido (entre hombre y mujer) que cada ser humano está llamado a tomar conciencia de los factores constitutivos de la propia humanidad: razón, cariño, libertad". ¿Qué quiere decir el Papa con estas palabras?

Él vuelve a afirmar que sólo en el matrimonio entre un hombre y una mujer se puede realizar la dignidad plena del ser humano. En efecto, la unión matrimonial no es simplemente una unión pasional. Se contrae matrimonio después de una recto conocimiento de las diferencias del uno y del otro. No es la pasión sino la razón quien descubre lo que uno puede dar y puede recibir del otro. No es la pasión lo que mueve a hacer el amor, sino el amor lo que busca el cariño y el afecto tal como el otro lo necesita y a recibirlo tal como el otro sabe darlo. La duración del amor no depende de la pasión y del egoísmo, sino de la libertad que ha optado por la persona amada por encima de cualquier otra persona y circunstancia.

Recuérdalo muy bien: tú eres un esfuerzo de amor por parte de Dios. Y donde primero lo tienes que vivir es en tu vida personal, matrimonial, familiar. Ama a los demás como Dios los ama.

sábado, 11 de julio de 2015

LA DULZURA DE DIOS


LA DULZURA DE DIOS



Un cierto día, la profesora, queriendo saber si todos habían estudiado la lección solicitada, preguntó a los niños quién sabría explicar quién es Dios.

Uno de los niños levantó el brazo y dijo: Dios es nuestro Padre, Él hizo la tierra, el mar y todo lo que está en ella; nos hizo como hijos de Él. La profesora queriendo buscar más respuestas fue más lejos. ¿Cómo saben que Dios existe si nunca lo han visto?

La sala quedó toda en silencio. Pedro, un niño muy tímido, alzó la mano y dijo: Mi madre me dijo que Dios es como el azúcar en mi leche que ella hace todas las mañanas. Yo no veo el azúcar que está dentro de la taza de leche, pero si ella no pone el azúcar, la leche queda sin sabor. Dios existe y está siempre en medio de nosotros, sólo que no lo vemos. Pero si Él no está, nuestra vida queda sin sabor. La profesora sonrió y dijo: Muy bien Pedro, yo os he enseñado muchas cosas, pero tú, Pedro, me has enseñado algo más profundo 
que todo lo que yo ya sabía. Ahora sé que Dios es nuestra azúcar y que está todos los días endulzando nuestras vidas. 

Le dio un beso y salió sorprendida con la respuesta de aquel niño.

La sabiduría no está en el conocimiento, pues teorías existen muchas, pero dulzura como la de Dios no existe todavía ni en los mejores azúcares.

lunes, 6 de julio de 2015

NO LE TENGAS MIEDO A DIOS


No le tengas miedo a Dios
Nos asegura que nuestra vida es preciosa y que ni un pelo de nuestra cabeza se nos caerá sin su permiso. ¿De qué tener miedo?


Por: P. José Luis Richard | Fuente: Catholic.net 




Cristo aparece en el Evangelio como el gran exorcista del miedo. Se hace hombre para librarnos de él. Nos enseña con el ejemplo de su vida, luminosa y sin angustias. Nos asegura que nuestra vida es preciosa a los ojos del Padre y que ni un pelo de nuestra cabeza se nos caerá sin su permiso. ¿De qué tener miedo, entonces? ¿Del mundo? El lo ha vencido (Jn 16, 23). ¿A quiénes temer? ¿A los que matan, hieren, injurian o roban? Tranquilos: no tienen poder para más; al alma ningún daño le hacen (Mt 10, 28). ¿Al demonio? Cristo nos ha hecho fuertes para resistirle (1 Pe 5, 8) ¿Quizás al lujurioso o al déspota latente en cada uno de nosotros? Contamos con la fuerza de la gracia de Cristo, directamente proporcional a nuestra miseria (2 Cor 12, 10).

En el pasaje en el que camina sobre agua, Cristo avanza un paso más: tampoco debemos tenerle miedo a Dios.

Jesús se acercó caminando sobre las aguas a la barca de los discípulos. ¿Para darles un susto o con la intención de asombrarles? No. Se proponía solamente manifestarles su poder, la fuerza sobrenatural del Maestro al que estaban siguiendo.

Pero su milagro, en vez de suscitar una confianza ciega en el poderoso amigo, provoca los gritos de los aterrados apóstoles. Es un fantasma -decían temblando y corriendo seguramente al extremo de la barca-.

San Pedro es el único que domina su papel. Escucha la voz de Cristo: Soy yo, no temáis, comprende y aprovecha para proponerle un reto inaudito: caminar él también sobre las aguas. Y de lejos, traída por el fuerte viento, le llega claramente la inesperada respuesta: Ven.

Muy similar a aquella que todos los cristianos escuchamos en algunos momentos de nuestra vida. Después de haber conocido un poco a Cristo -aun entre brumas-, comenzamos a seguirle y, de repente, recibimos boquiabiertos la invitación de Cristo: Ven.

Ven: sé consecuente, sé fiel a esa fe que profesas.
Ven: el mundo está esperando tu testimonio de profesional cristiano.
Ven: tu hermano necesita tu ayuda, tu tiempo... tu dinero.
Ven: tus conocidos desean, aunque no te lo pidan, que les des razón de tu fe, de tu alegría.

Y la petición de Cristo sobrepasa, como en el caso de Pedro, nuestra capacidad. No vemos claramente la figura de Cristo. O dirigimos la mirada hacia otro sitio. El viento sopla. Las dificultades se agigantan... y estamos a punto de hundirnos o de regresar a la barca. Sentimos miedo de Cristo.

¡Miedo de Cristo! Sin atrevernos a confesarlo abiertamente, ¿cuántas veces no lo hemos sentido?
¡Miedo de Cristo! Esa sensación de quererse entregar pero sin abandonarse por temor al futuro...
¡Miedo de Cristo! Ese temor a afrontar con generosidad mi pequeña cruz de cada día.
¡Miedo de Cristo! Esa fuente de desazón y de intranquilidad porque, claro, el tiempo pasa, y ni realizo los planes de Dios ni llevo a cabo los míos.

¿Cómo se explica ese miedo de Dios? ¿Dónde puede estar nuestra vida y nuestro futuro más seguros que en sus manos? ¿Es que la Bondad anda maquinándonos el mal cuando nos pide algo? ¿Es que Él no es un Padre? ¿Por qué, entonces, le tememos? ¿De dónde proviene ese miedo?

Sólo hay una respuesta: de nosotros mismos. El miedo no es a Dios. Es a perdernos, a morir en el surco. Amamos mucho la piel como para desgarrarla toda en el seguimiento completo de Cristo.

Y Cristo no es fácil. Duro para los amigos de la vida cómoda y para quienes no entienden las duras paradojas del Evangelio: morir para vivir, perder la vida para ganarla, salir de sí mismo para encontrarse.

No todos lo entienden. Se requiere sencillez, apertura de espíritu y, como Pedro, pedir ayuda a Cristo.

Quiero confiar en Ti, Señor, para estar seguro de que en Ti encontraré la plenitud y felicidad que tanto anhelo. Deseo esperar en Ti, estar cierto de que en Ti hallaré la fuerza para llegar hasta el final del camino, a pesar de todas las dificultades. Aumenta mi confianza para que esté convencido de que Tú nunca me dejarás si yo no me aparto de Ti.

miércoles, 1 de julio de 2015

UN NUEVO DÍA QUE ME REGALAS, SEÑOR


Un nuevo día que me regalas, Señor
Un día luminoso de gracia y de trabajo. Sé que podría ser mi último día.
Por: Guillermo Urbizu | Fuente: Caholic.net 




Un día más, Señor.
Un día que me regalas para intentar ser mejor, para parecerme un poco más a Ti.
¡Pero cuesta tanto! No hace falta que Te lo diga, de sobras me conoces, pues soy hijo Tuyo.

Las dificultades son muchas, la cruz -por pequeña que sea- me pesa horrores. Sin Ti no puedo con ella, no hay manera. Me lastran los egoísmos, las mentiras, los desplantes. Y no paro de quejarme, o de intentar mirar hacia otra parte. Como si la cosa no fuera conmigo. Como si la cosa no fuera Contigo.

Pero las peores dificultades son las mías propias, las que nacen de mi corazón mezquino. Me hago el sordo a Tu voz, renuncio infinidad de veces a la felicidad de Tu presencia. Y me paso horas sin hablarte, incluso días, ensimismado en mis caprichos, en lo cómodo de una actitud mediocre.

Aunque sé que estás ahí, a mi lado, mientras trabajo, escribo o barro la cocina. Y ya ves, no tengo tiempo para Ti. No tengo tiempo para Ti, que eres el que me das el tiempo y me ofreces la eternidad.

Mira, he aquí un nuevo día. Un día luminoso de gracia, y de trabajo. Sé que podría ser mi último día. Enséñame a distinguir lo importante de lo superfluo, la verdadera alegría de la carcajada vacía. Te ofrezco hasta mi desdén, si lo hubiera, o mi torpe silencio. Para que Tú lo transformes en diálogo amoroso. Contigo y con los demás. Y así las horas de este día estén cuajadas de plusvalía divina.

Que Tu Corazón sea el mío. Alúmbrame con la claridad de Tu Amor. A pesar de las contrariedades y de la sequedad, de la enfermedad o de la incomprensión.

Úneme a Ti a lo largo de la jornada. Uno Contigo, con mi familia, con mis amigos. Unidad de ternura infinita. Porque esta luz de la mañana -estallido de Tu gloria- me indica que lo único sensato en esta vida es querer ser Tú, a pesar mío.

Señor, me siento urgido a mirarte más de cerca. Me siento urgido a derramar por las calles y las grandes avenidas Tu bendición y Tu sonrisa. Me siento urgido a convocar a todos los poetas del mundo para que canten Tu misterio. Me siento urgido, en definitiva, a ser mejor hijo, a entregarme del todo. Mudo de asombro. Con la constancia del amor.

¿Para qué quiero mi inteligencia si no es para conocerte? ¿Para qué quiero mi corazón si no es para amarte? Sé que Te sirves de mi propia debilidad para fortalecerme.

Ayúdame más, ayúdame a profundizar en el abismo de Tu misericordia mientras voy en el autobús o leo el periódico o juego con mis hijos. Ayúdame a mirarte en todas las cosas a lo largo del día.

Siempre de la mano de María, que es Madre Tuya y es Madre mía.

sábado, 27 de junio de 2015

CUANDO YA LO HEMOS INTENTADO TODO


Cuando ya lo hemos intentado todo…



El problema sigue allí. Buscamos la solución de mil maneras. Hicimos tantos esfuerzos. Afrontamos la situación una y otra vez. Pero el problema parece vencernos. No dominamos los fenómenos atmosféricos. No podemos impedir los movimientos de la tierra. No tenemos poder absoluto sobre los virus. Sobre todo, estamos casi desarmados ante el gran misterio de la libertad humana, de la malicia de personas sin escrúpulos.

La técnica, es cierto, abre la posibilidad de construir casas más seguras. Mejora el rendimiento de la tierra. Crea pantanos y presas para conservar el agua. Almacena y conserva alimentos. Pero la fragilidad de nuestro cuerpo y la volubilidad de nuestro corazón siguen al acecho.

Lo hemos intentado casi todo, y la familia sigue peleada, y el dinero no llega para pagar las deudas pendientes, y la comida falta para la mesa.

Son momentos en los que el desaliento parece triunfar. Son momentos, sin embargo, para reaccionar y aprender que en el mundo terreno nada es fijo, nada es inmutable, nada es perfecto.

Son momentos para mirar al cielo y reconocer que tenemos un Padre que no nos abandona: porque somos hijos, porque somos débiles, porque estamos enfermos, porque necesitamos mucho consuelo.

Descubrimos, entonces, la necesidad de orar, desde lo más profundo, desde lo más íntimo, desde las necesidades más radicales. Sentimos que más allá de los montes tenemos un auxilio que "viene de Yahveh, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 121,2).

"Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme -cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar-, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo” (Benedicto XVI, encíclica "Spe salvi” n. 32).

Cuando creemos haberlo intentado todo... quizá nos ha faltado lo más importante, lo decisivo: ponernos en manos de Dios. Es Padre, y nos dará aquello que nos conviene.

Si lo que pedíamos no corresponde a sus planes (es decir, si no era lo mejor para nosotros), no lo recibiremos. Nos dará, lo sabemos, algo mucho mejor, como enseñaba Charles de Foucauld.

Ha llegado entonces el momento para decirle, desde el corazón, con la confianza de un hijo: "Hágase, oh Padre, tu Voluntad”.


© P. Fernando Pascual LC

miércoles, 24 de junio de 2015

LOS ANTEOJOS DE DIOS



Los anteojos de Dios



El cuento trata de un difunto. Ánima bendita camino del cielo donde esperaba encontrarse con Tata Dios para el juicio sin trampas y a verdad desnuda. Y no era para menos, porque en la conciencia a más de llevar muchas cosas negras, tenía muy pocas positivas que hacer valer. Buscaba ansiosamente aquellos recuerdos de buenas acciones que había hecho en sus largos años de usurero. Había encontrado en los bolsillos del alma unos pocos recibos "Que Dios se lo pague", medio arrugados y amarillentos por lo viejo. Fuera de eso, bien poco más. Pertenecía a los ladrones de levita y galera, de quienes comentó un poeta: "No dijo malas palabras, ni realizó cosas buenas".

Parece que en el cielo las primeras se perdonan y las segundas se exigen. Todo esto ahora lo veía clarito. Pero ya era tarde. La cercanía del juicio de Tata Dios lo tenía a muy mal traer.

Se acercó despacito a la entrada principal, y se extrañó mucho al ver que allí no había que hacer cola. O bien no había demasiados clientes o quizá los trámites se realizaban sin complicaciones.

Quedó realmente desconcertado cuando se percató no sólo de que no se hacía cola sino que las puertas estaban abiertas de par en par, y además no había nadie para vigilarlas. Golpeó las manos y gritó el Ave María Purísima. Pero nadie le respondió. Miró hacia adentro, y quedó maravillado de la cantidad de cosas lindas que se distinguían. Pero no vio a ninguno. Ni ángel, ni santo, ni nada que se le pareciera. Se animó un poco más y la curiosidad lo llevó a cruzar el umbral de las puertas celestiales. Y nada. Se encontró perfectamente dentro del paraíso sin que nadie se lo impidiera.

-¡Caramba — se dijo — parece que aquí deber ser todos gente muy honrada! ¡Mirá que dejar todo abierto y sin guardia que vigile!

Poco a poco fue perdiendo el miedo, y fascinado por lo que veía se fue adentrando por los patios de la Gloria. Realmente una preciosura. Era para pasarse allí una eternidad mirando, porque a cada momento uno descubría realidades asombrosas y bellas.

De patio en patio, de jardín en jardín y de sala en sala se fue internando en las mansiones celestiales, hasta que desembocó en lo que tendría que ser la oficina de Tata Dios. Por supuesto, estaba abierta también ella de par en par. Titubeó un poquito antes de entrar. Pero en el cielo todo termina por inspirar confianza. Así que penetró en la sala ocupada en su centro por el escritorio de Tata Dios. Y sobre el escritorio estaban sus anteojos. Nuestro amigo no pudo resistir la tentación — santa tentación al fin — de echar una miradita hacia la tierra con los anteojos de Tata Dios. Y fue ponérselos y caer en éxtasis. ¡Que maravilla! Se veía todo clarito y patente. Con esos anteojos se lograba ver la realidad profunda de todo y de todos sin la menor dificultad. Pudo mirar profundo de las intenciones de los políticos, las auténticas razones de los economistas, las tentaciones de los hombres de Iglesia, los sufrimientos de las dos terceras partes de la humanidad. Todo estaba patente a los anteojos de Dios, como afirma la Biblia.

Entonces se le ocurrió una idea. Trataría de ubicar a su socio de la financiera para observarlo desde esta situación privilegiada. No le resulto difícil conseguirlo. Pero lo agarró en un mal momento. En ese preciso instante su colega esta estafando a una pobre mujer viuda mediante un crédito bochornoso que terminaría de hundirla en la miseria por sécula seculorum. (En el cielo todavía se entiende latín). Y al ver con meridiana claridad la cochinada que su socio estaba por realizar, le subió al corazón un profundo deseo de justicia. Nunca le había pasado en la tierra. Pero, claro, ahora estaba en el cielo. Fue tan ardiente este deseo de hacer justicia, que sin pensar en otra cosa, buscó a tientas debajo de la mesa del banquito de Tata Dios, y revoleándolo por sobre su cabeza lo lanzó a la tierra con una tremenda puntería. Con semejante teleobjetivo el tiro fue certero. El banquito le pegó un formidable golpe a su socio, tumbándolo allí mismo.

En ese momento se sintió en el cielo una gran algarabía. Era Tata Dios que retornaba con sus angelitos, sus santas vírgenes, confesores y mártires, luego de un día de picnic realizado en los collados eternos. La alegría de todos se expresaba hasta por los poros del alma, haciendo una batahola celestial.

Nuestro amigo se sobresaltó. Como era pura alma, el alma no se le fue a los pies, sino que se trató de esconder detrás del armario de las indulgencias. Pero ustedes comprenderán que la cosa no le sirvió de nada. Porque a los ojos de Dios todo está patente. Así que fue no más entrar y llamarlo a su presencia. Pero Dios no estaba irritado. Gozaba de muy buen humor, como siempre. Simplemente le preguntó qué estaba haciendo.

La pobre alma trató de explicar balbuceando que había entrado a la gloria, porque estando la puerta abierta nadie la había respondido y él quería pedir permiso, pero no sabía a quién.

-No, no — le dijo Tata Dios — no te pregunto eso. Todo está muy bien. Lo que te pregunto es lo que hiciste con mi banquito donde apoyo los pies.

Reconfortado por la misericordiosa manera de ser de Tata Dios, el pobre tipo fue animado y le contó que había entrado en su despacho, había visto el escritorio y encima los anteojos, y que no había resistido la tentación de colocárselos para echarle una miradita al mundo. Que le pedía perdón por el atrevimiento.

-No, no — volvió a decirle Tata Dios — Todo eso está muy bien. No hay nada que perdonar. Mi deseo profundo es que todos los hombres fueran capaces de mirar el mundo como yo lo veo. En eso no hay pecado. Pero hiciste algo más. ¿Qué pasó con mi banquito donde apoyo los pies?

Ahora sí el ánima bendita se encontró animada del todo. Le contó a Tata Dios en forma apasionada que había estado observando a su socio justamente cuando cometía una tremenda injusticia y que le había subido al alma un gran deseo de justicia, y que sin pensar en nada había manoteado el banquito y se lo había arrojado por el lomo.

-¡Ah, no! — volvió a decirle Tata Dios. Ahí te equivocaste. No te diste cuenta de que si bien te había puesto mis anteojos, te faltaba tener mi corazón. Imaginate que si yo cada vez que veo una injusticia en la tierra me decidiera a tirarles un banquito, no alcanzarían los carpinteros de todo el universo para abastecerme de proyectiles. No m’hijo. No. Hay que tener mucho cuidado con ponerse mis anteojos, si no se está bien seguro de tener también mi corazón. Sólo tiene derecho a juzgar, el que tiene el poder de salvar.

-Volvete ahora a la tierra. Y en penitencia, durante cinco años rezá todo los días esta jaculatoria: "Jesús, manso y humilde de corazón dame un corazón semejante al tuyo".

Y el hombre se despertó todo transpirado, observando por la ventana entreabierta que el sol ya había salido y que afuera cantaban los pajaritos.

Hay historias que parecen sueños. Y sueños que podrían cambiar la historia.


© Fray Mamerto Menapacce

viernes, 19 de junio de 2015

¿Y DÓNDE ESTABA DIOS?


¿Y donde estaba Dios...?
En quienes se levantan por encima del mal que les ha sucedido y muestran que son más grandes que los males que vivieron


Por: Fr. Nelson Medina, OP | Fuente: fraynelson.com




Quien le escribe es un joven de 18 años que sabe muchas cosas traumáticas de la vida y está conociendo acerca del amor de Dios, sólo que en su caminar le nace una interrogante: ¿Dónde esta Dios cuando ocurre una violación o un asesinato? ¿Dónde esta Dios cuando se clama auxilio? ¿Por qué no manda angeles a detener a los abusadores de inocentes? ¿Acaso si se viola a un niño se lo está castigndo por algo que ha hecho?

Perdone la crudeza de la pregunta pero creo que las dudas se resuelven cuando están candentes, le pido por favor me responda y me ayude. Gracias.
Empecemos por la parte más sencilla, de en medio de este conjunto de preguntas tan complicadas: cuando el inocente sufre no sufre "por algo que haya hecho".

La pregunta supone que Dios debería evitar que se cometieran injusticias. Lo que uno puede decir es: ¿en dónde empiezan las injusticias en las que Dios debería intervenir? Si sucede la violación de un niño, o incluso antes de eso: ¡un aborto!, lo que uno piensa es: "Ahí Dios debería haber intervenido" Pero si un empresario paga salarios de hambre a miles de obreros, ¿no debería intervenir Dios también ahí? Si un país invade injustamente a otro país, ¿no sería otro caso que Dios debería impedir? ¿Y no sería también motivo suficiente cuando un hombre casado, de veinte años de matrimonio, sale a su primera "aventura," que en realidad es un adulterio, y que en realidad va a arruinar su vida, al de su esposa y al de sus hijos?

Por el camino de las "intervenciones" uno no llega muy lejos. O mejor dicho: uno llega a que Dios tendría que estar todo el tiempo suprimiendo la libertad que dio al hombre. Sería un Dios en perpetua contradicción consigo mismo.

Lo que Dios hace es muy distinto. Él no quita la libertad que dio pero tampoco renuncia a su propia libertad que es siempre sabia, poderosa y compasiva. Ejerciendo su propia libertad, Dios conduce la historia humana sin negar la obra de nuestra libertad. ¿Cómo? A partir de las consecuencias que puedan tener los actos perversos. Es decir: no todas las personas manejan del mismo modo el "después" de las cosas malas que les suceden. Hay personas, sin duda guiadas por Dios, que aprovechan los traumas de su niñez para hacer respetar los derechos de los niños. Hay personas que han conocido los horrores de la droga y hoy son los mejores terapistas y acompañantes de quienes quieren abandonar ese infierno. Hay personas que, siguiendo el ejemplo de Cristo, y sostenidos, sin duda, por el amor de Cristo, se levantan por encima del mal que les ha sucedido y muestran que son más grandes que las desgracias que los visitaron. ¡Ahí está Dios!

miércoles, 17 de junio de 2015

EL CORAZÓN DE DIOS SE ESTREMECE ANTE EL SUFRIMIENTO


El Corazón de Dios se estremece ante el sufrimiento
Demos cabida a Dios en nuestra vida para que él nos consuele, nos ayude, nos de paciencia.
Por: P Juan J. Ferrán | Fuente: Catholic.net



Contemplamos a Cristo siempre en acción, haciendo el bien, de ciudad en ciudad. Un día se dirige a una ciudad llamada Naín, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. De repente en la puerta de la ciudad se cruza con un cortejo fúnebre. Se llevaba a enterrar a un muerto, hijo único de una madre viuda, tal vez muy conocida en la ciudad, porque la acompañaba mucha gente. Jesús, al ver aquella escena, se conmueve y dijo a la madre: "No llores". Luego se dirigió al féretro, lo tocó, y dijo: "Joven, a ti te digo: Levántate". El milagro fue espectacular: el joven se incorporó y se puso a hablar. Y Jesús, dice curiosamente el Evangelio, "Se lo dio a su madre". Aquel milagro provocó un gran temor y admiración y frases como "Dios ha visitado a su pueblo" empezaron a ir de boca en boca. Aquel hecho traspasó los límites del pueblo y se extendió por toda la comarca.

En la vida de la mujer, madre, esposa, soltera, viuda, joven o mayor siempre se termina dando una realidad estremecedora que es la aparición del dolor y del sufrimiento. Es una forma de participación en la cruz de Cristo. El dolor por los hijos en sus múltiples formas, el abandono de un marido, la ansiedad por un futuro no resuelto, el rechazo a la propia realidad, en anhelo de tantas cosas bellas no conseguidas, las expectativas no realizadas, la soledad que machaca a corazones generosos en afectos, la impotencia ante el mal constituyen formas innumerables de sufrimiento. Y ante el sufrimiento y el dolor siempre se experimenta la impotencia y la incapacidad. Nunca se está tan solo como ante el dolor.

El mal, el sufrimiento, el dolor han entrado al mundo por el pecado. Dios no ha querido el mal ni quiere el mal para nadie. Es una triste consecuencia, entre otras muchas, de ese pecado que desbarató el plan original de Dios sobre el hombre y la humanidad. Por ello, no echemos la culpa a Dios del sufrimiento, sino combatamos el mal que hay en el ser humano y que es la raíz de tanto dolor en el mundo. Demos cabida a Dios en nuestra vida para que él nos consuele, nos ayude, nos de paciencia. Saquemos del dolor y del sufrimiento la lección que Cristo nos ha dado en la cruz: el dolor es fuente de salvación y de mérito.

No tratemos de racionalizar el sufrimiento y el dolor. Es ya parte de una realidad que es nuestra condición humana. La razón se estrella contra el dolor. Por ello, hay que buscar otros caminos. En lugar de tratar de explicarlo, démosle sentido; en lugar de querer comprenderlo, hágamoslo meritorio; en lugar de exigirle a Dios respuestas, aceptémoslo con humildad. No llena el corazón el conocer por qué una madre ha perdido un hijo o una esposa ha sido abandonada por su marido o una mujer no encuentra quien la quiera. El dolor no se soluciona conociendo las respuestas. El dolor se asume dándole sentido. Eso es lo que el Señor nos enseña desde la Cruz.

Abramos también el corazón a la pedagogía del dolor y del sufrimiento. El dolor es liberador: enseña el desprendimiento de las cosas, educa en el deseo del cielo, proclama la cercanía de Dios, demuestra el sentido de la vida humana, proclama la caducidad de nuestras ilusiones. Además el dolor es universal: sea el físico o el moral, se hace presente en la vida de todos los seres humanos: niños y jóvenes, adultos o ancianos. Nadie se libra de su presencia. No nos engañemos ante las apariencias, si bien hay sufrimientos más desgarradores y visibles que otros. Y el dolor es salvador: el sufrimiento vivido con amor salva, acerca a Dios, hace comprender que sólo en Dios se pude encontrar consuelo.

Jesús es Perfecto Dios y Hombre Perfecto. Por eso, ante aquella visión de una mujer viuda que acompaña al cementerio a su joven hijo muerto, "tuvo compasión de ella ", como dice el Evangelio. Dios sabe en la Humanidad de Cristo lo que es sufrir. Y, por ello, cualquier sufrimiento, el sufrimiento más grande y pequeño de uno de sus hijos, le duele a Él. Dios no es insensible ante el sufrimiento humano. No es aquél que se carcajea desde las alturas cuando ve a sus hijos retorcerse de dolor y de angustia.

"Sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda". En pocas frases no se puede concentrar tanto dolor y sufrimiento: -muerto, hijo único-, -madre viuda-. Parece que el mal se ha cebado en aquella familia. Una mujer que fue esposa y ahora es viuda, y una mujer que fue madre y ahora se encuentra sola. ¿Qué más podría haber pasado en aquella mujer? ¿Iba a llenar aquel vacío la presencia de aquella multitud que la acompañaba al cementerio? Después, al volver a casa, se encontraría la soledad y esa soledad la carcomería día tras día. No hay consuelo para tanto dolor.

"Al verla, el Señor tuvo compasión de ella". El Corazón de Dios se estremece ante el sufrimiento, ese sufrimiento que él no ha querido y que ha tenido que terminar aceptando, fruto del pecado querido por el hombre. Y esta historia se repite: en cualquier lugar en donde alguien sufre, allí está Dios doliéndose, consolando, animando. No podemos menos que sentirnos vistos por Dios y amados tiernamente cuando nuestro corazón rezuma cualquier tipo de dolor. Por medio de la humanidad de Cristo, el Corazón de Dios se ha metido en el corazón humano. Nada nuestro le es ajeno. Enseguida por el Corazón de Cristo pasó todo el dolor de aquella madre, lo hizo suyo e hizo lo que pudo para evitarlo.

"Joven, a ti te digo: Levántate". Dios siempre consuela y llena el corazón de paz a pesar del sufrimiento y del dolor. No siempre hace este tipo de milagros que es erradicar el hecho que lo produce. ¿Dónde están, sin embargo, los verdaderos milagros? ¿En quién se cura de una enfermedad o en quien la vive con alegría y paciencia? ¿En quien sale de un problema económico o en quien a través de dicho problema entiende mejor el sentido de la vida? ¿En quien nunca es calumniado o en quien sale robustecido en su humildad? ¿En quien nunca llora o en quien ha convertido sus lágrimas en fuente de fecundidad? Es difícil entender a Dios, ya lo hemos dicho muchas veces. Si recibimos los bienes de las manos de Dios, ¿por qué no recibimos también los males?

Tarde o temprano el sufrimiento llamará a nuestra puerta. Para algunos el dolor y el sufrimiento serán acogidos como algo irremediable, ante lo cual sólo quedará la resignación, y ni siquiera cristiana. Para nosotros, el sufrimiento y el dolor tienen que ser presencia de Cristo Crucificado. Si en mi cruz no está Cristo, todo será inútil y tal vez termine en la desesperación. El sufrimiento para el cristiano tiene que ser escuela, fuente de méritos y camino de salvación.

El sufrimiento en nuestra vida se tiene que convertir en una escuela de vida. Si me asomo al sufrimiento con ojos de fe y humildad empezaré a entender que el sufrimiento me enseña muchas cosas: me enseña a vivir desapegado de las cosas materiales, me enseña a valorar más la otra vida, me enseña a cogerme de Dios que es lo único que no falla, me enseña a aceptar una realidad normal y natural de mi existencia terrestre, me enseña a pensar más en el cielo, me enseña lo caduco de todas las cosas. El sufrimiento es una escuela de vida verdadera. Y va en contra de todas esas propuestas de una vida fácil, cómoda, placentera que la sociedad hoy nos propone.

El sufrimiento se convierte para el cristiano en fuente de méritos. Cada sufrimiento vivido con paciencia, con fe, con amor se transforma en un caudal de bienes espirituales para el alma. El ser humano se acerca a Dios y a las promesas divinas a través de los méritos por sus obras. El sufrimiento y el dolor, vividos con Cristo y por Cristo, adquieren casi un valor infinito. Si Dios llama a tu puerta con el dolor, ve en él una oportunidad de grandes méritos, permitida por un Padre que te ama y que te quiere.

El sufrimiento es camino de salvación. La cruz de Cristo es el árbol de nuestra salvación. El dolor con Cristo tiene ante el Padre un valor casi infinito que nos sirve para purificar nuestra vida en esa gran deuda que tenemos con Dios como consecuencia de las penas debidas por nuestros pecados. Pero además desde el dolor podemos cooperar con Cristo a salvar al mundo, ofreciendo siempre nuestros sufrimientos, nuestras penas, nuestras angustias, nuestras tristezas por la salvación de este mundo o por la salvación de alguna persona en particular. Cuando sufrimos con fe y humildad estamos colaborando a mejorar este mundo y esta sociedad.

Ante la Cruz de Cristo, en la que sufre y se entrega el Hijo de Dios, no hay mejor actitud que la contemplación y el silencio. Ante esa realidad se intuyen muchas cosas que uno tal vez no sepa explicar. Para nosotros la Cruz de Cristo es el lenguaje más fuerte del amor de Dios a cada uno de nosotros.

Para Dios nuestro sufrimiento, sobre todo la muerte, debería ser el gesto más hermoso de nuestra entrega a él, a su Voluntad. Dios quiera que nunca el sufrimiento y el dolor nos descorazonen, nos aparten de él, susciten en nosotros rebeldía, nos hundan en la tristeza, nos hagan odiar la vida. Al revés, que el sufrimiento y el dolor sirvan para hacer más luminoso nuestro corazón y para ayudarnos a comprender más a todos aquellos que sufren.

miércoles, 10 de junio de 2015

DIOS ESTÁ PRESENTE EN TU VIDA

Dios está presente en la historia de tu vida
Al volver la vista atrás en la propia vida podemos descubrir la presencia de Dios que nos acompaña y cuida con mano de Padre.
Por: Catholic.net | Fuente: Catholic.net




¡Sí! La historia nos habla de la presencia y del amor de Dios para la humanidad y para cada hombre personalmente. Desde el inicio de la creación, cuando Dios creó al hombre a su imagen y el hombre rechazó esta amistad por su desconfianza y desobediencia, la historia nos muestra el esfuerzo del hombre para volver a encontrar la felicidad que tenía al principio pero había perdido.

También nos habla de la presencia continua de Dios que ayuda el hombre a descubrir que su verdadera felicidad sólo se encuentra en Él. Podemos ver todo esto en concreto en el Antiguo Testamento, que es nada más que la historia del Pueblo Escogido de Israel y nos habla, como la historia de tantos otros pueblos, de reyes, de guerras, de héroes y de traidores, pero, también, de manera explícita, de la presencia perenne y de la acción favorable de Dios hacía “su” Pueblo.

Pero el instante definitivo de la historia ha llegado hace más de 2000 años cuando Dios se ha hecho hombre, en la Persona de Jesucristo, y ha querido vivir y compartir la vida humana en todas sus realidades cotidianas de la familia, del trabajo, del amor y del sufrimiento. La vida de Jesucristo no sólo ha marcado al mundo durante unos años, sino que su influencia ha venido perpetuándose hasta hoy. Además, varias de las páginas más importantes y más bellas de la historia, después de Cristo, han sido escritas por discípulos suyos, tal como San Francisco de Asís y Santo Teresa del Niño Jesús, o más cercano, por San Juan Pablo II.

Desde que Dios quiso entrar en el tiempo no sólo la historia de un Pueblo está acompañada por la presencia de Dios, sino toda la humanidad, así como cada persona. Al volver la vista atrás en la propia vida y en la propia historia personal, muchos pueden descubrir también esta presencia divina que les acompaña y les cuida con mano de Padre.

El Pueblo de Israel supo descubrir la especial intervención de Dios en su historia, y cómo la bendición que Dios dio a los judíos era un bien para toda la humanidad. Con Cristo se hizo realidad la promesa: Dios entró en la historia y quiso rescatar a los que vivíamos en las tinieblas del pecado y del error (Ef 5,8; Col 1,13-14). Por eso la historia tiene un sentido sagrado: cada momento puede quedar redimido por Cristo, o puede seguir manifestando las tinieblas del pecado.

A pesar de que alguno tenga motivos para pensar que hay más pecado que santidad y que el cristianismo ha fracasado después de más 2000 años de historia, lo cierto es que el perdón de Dios sigue disponible para todos los que lo acojan. Pablo de Tarso se convirtió cuando perseguía a los cristianos.

También hoy cada hombre o mujer puede cambiar su vida cuando llegue a esta certeza: Cristo "me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2,20).

martes, 9 de junio de 2015

LOS TIEMPOS DE DIOS


Los tiempos de Dios
Dios ha desarrollado su plan de manera perfecta para cada uno. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¡Solo El lo sabe!.
Por: Oscar Schmidt 




Tres tiempos ha pensado Dios para el desarrollo de la historia de la humanidad, dentro del gran misterio que representa Su Plan para nosotros.

Los primeros tiempos fueron los de la Creación, los tiempos del Padre que con Su Pensamiento y Su Voluntad creó todo lo que nos rodea. Y fueron también los tiempos de la Fe: Fe en la existencia de un Dios único, omnipotente, lleno de amor por sus criaturas. Pero, fue el propio hombre el que corrompió la perfección de esa creación, haciendo uso de su voluntad, del libre albedrío que Dios le dio. Y fue utilizando mal ese libre albedrío que el hombre volvió a caer, una vez más, olvidándose en forma creciente del Dios Creador.

Dios Padre abrió entonces la puerta a los segundos tiempos: los de la Redención, los tiempos de la Salvación, tiempos del Hijo. Y sin dudas que estos tiempos fueron los de la Esperanza, ya que el Mesías nos trajo el anuncio del Reino, la promesa de un futuro de felicidad. La llegada de Cristo abrió las puertas del Cielo y también abrió nuestros corazones al Arca en que Dios quiso resguardarnos de los males del mundo: María. ¿Acaso podía el Padre elegir un modo imperfecto en el acto de dar Su naturaleza Humana al Hombre Dios, a Su Hijo?. Los tiempos de la redención no pueden entenderse, entonces, sin unir a Madre e Hijo, Redentor y Corredentora, en la Pasión, Muerte y Resurrección que nos conducen a la esperanza de una vida de plenitud.

Y fue el mismo Jesús quien anunció la llegada del tercer tiempo en la historia de la humanidad, al anticipar la venida del Espíritu Santo, Espíritu de Santificación. Estos son, entonces, los tiempos de la Santificación. Y son también los tiempos de la caridad, ya que el Espíritu Santo es Espíritu de Amor, como Jesús nos lo enseñó con su nuevo y principal mandamiento. De este modo, el Espíritu de Dios se derrama sobre el mundo, buscando los corazones que le den acogida, que lo dejen actuar. Somos los hombres los que debemos reconocer y facilitar su accionar, por el camino de la humildad y el amor. En estos tiempos es el Espíritu Santo el que habla a través de quienes Evangelizan y llevan el mensaje renovado (¡una vez más!) por obra del Soplo Divino. Llevar a las almas a Dios es la caridad perfecta, es el amor que difunde el mensaje de Salvación.

De este modo hemos visto una humanidad que ha recorrido distintas etapas a lo largo de su historia:

Los tiempos del Padre, de la Creación, del Pensamiento Divino que todo lo hizo. Fueron tiempos de Fe.

Los tiempos del Hijo, de la Redención, del amor del Padre expresado en el Hombre Dios, nacido de la Nueva Eva, la Mujer Perfecta. Son los tiempos de la Esperanza.

Y finalmente los tiempos del Espíritu Santo, de la Santificación, del amor derramado sobre el mundo. Tiempos de Caridad.

Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Creación, Redención y Santificación.
Fe, Esperanza y Caridad.

Dios ha desarrollado su Plan de manera perfecta, dejando que en cada tiempo se manifieste un aspecto nuevo y maravilloso de Su Divinidad. Es un camino con un destino cierto, un destino de plenitud. Cuando se haya alcanzado esa plenitud, cuando el plan esté completo, estaremos en condiciones de presenciar el gran final que el Señor nos tiene preparados. ¿Cuándo?. ¿Cómo? ¡Solo El lo sabe!

viernes, 5 de junio de 2015

HÁBLAME DE DIOS


Háblame de Dios 


Dije al almendro: háblame de Dios
y el almendro floreció,
Dije al pobre: háblame de Dios,
y el pobre me ofreció su capa.
Dije al sueño: háblame de Dios
y el sueño se hizo realidad.
Dije a un campesino: háblame de Dios
y el campesino me enseñó a labrar.
Dije a la naturaleza: háblame de Dios
y la naturaleza se cubrió de hermosura
Dije a un amigo: háblame de Dios
y el amigo me enseñó a amar.
Dije a un pequeño: háblame de Dios
y el pequeño sonrió.
Dije a un ruiseñor: háblame de Dios
y el ruiseñor se puso a cantar.
Dije a la fuente: háblame de Dios
y el agua brotó.
Dije a mi madre: háblame de Dios
y mi madre me dio un beso en la frente.
Dije a la gente: habladme de Dios
y la gente se amaba.
Dije a la voz: háblame de Dios
y la voz no encontró palabras.
Dije al dolor: háblame de Dios
y el dolor se transformó en agradecimiento.
Dije a la Biblia: háblame de Dios
y la Biblia no paró de hablar
Dije a Jesús: háblame de Dios
y Jesús rezó el Padrenuestro.
Dije temeroso al sol poniente: háblame de Dios
y el sol se ocultó sin decirme nada.
Pero al día siguiente al amanecer,
cuando abría la ventana, ya me volvió a sonreír.


Nikos Kazantzakis

miércoles, 3 de junio de 2015

¿DÓNDE ESTÁS, MI SEÑOR?


¿Dónde estás, mi Señor?
¿Está Él presente en lo que hacemos o vivimos?
Por: . | Fuente: ReinaDelCielo.org




¿Cuántas veces nos hacemos ésta pregunta?. Vivimos en un mundo tan confuso, donde el mal y la falta de amor son tan abundantes que cuesta encontrar el camino de la luz. Nos esforzamos en discernir si esto que nos plantean o aquello que nos ocurre es agradable a Dios, o si El está presente en lo que hacemos o vivimos, si Su Voluntad es la que guía el pequeño mundo que nos rodea. ¡Que difícil es!. Sin embargo, hay una brújula que nos puso Dios a disposición, que no podemos dejar de tener en nuestro corazón en todo momento: ¡El Espíritu Santo!.

¿Pero, cómo nos aseguramos de estar siguiendo el rumbo que nos marca el amor de Dios hecho persona?. Bien sabemos que debemos vaciarnos de nosotros mismos para dejar entrar al Espíritu Santo, ya que si Él no encuentra espacio en nuestro interior, no hay modo de obrar en la Luz de Dios. Cuando el Espíritu Divino ingresa a nosotros, es porque han sido expulsadas de nuestro corazón las pasiones y los intereses por las cosas del mundo.

¿Y cómo sabemos que El está actuando?.

¡Pues esto es muy fácil!. Baste con ver amor, sincero y desinteresado amor, para saber que allí está obrando Dios, porque el Espíritu Santo es Espíritu de Amor.

Y los frutos del amor son tan evidentes y palpables: ante todo el amor irradia paz, paz que es paciencia, tolerancia, humildad. El amor escucha, sonríe, perdona, acepta, ayuda. El verdadero amor también une, une alrededor de intenciones auténticas, que respetan al otro, que no lo amedrentan ni tratan de dominar. Cuando en los corazones entra el amor, todo es posible, porque allí habrá ingresado el Espíritu de Dios, que nos guiará por un sendero seguro hacia la fuente de Luz, nuestro Señor Jesucristo.

Señor, vacíame de mi yo, y haz que mi interior sea cálido, para que Tu Espíritu pueda anidar en mi corazón. Ayúdame a negarme a mi mismo, hazme nada, para que pueda encontrarte a Ti. ¡Porque sólo Tú eres!
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