martes, 26 de abril de 2011

FACILIDADES MARIANAS

Facilidades Marianas
Juan Antonio Reig Pla, Obispo


Me viene a la memoria un vendedor de lotería de hace bastantes años que, en cada tren que pasaba por la estación, se asomaba a la puerta del vagón, enseñaba su ristra de papeles y voceaba simplemente: “¿y si tocara...?”. Por si sí, o por si no, mucha gente compraba un papelito de la tal lotería.

La vida eterna que Dios nos promete, y Jesucristo nos alcanza con su Muerte y Resurrección, no es ninguna lotería. Pero muchos que presumen de agnósticos o de no practicantes, podrían plantearse esa misma pregunta: “¿y si fuera cierto...?”; porque quizá entonces enfocarían su vida de otra manera: aprovechando mejor las múltiples oportunidades que Dios nos ofrece para hacer el bien y evitar el mal.

No obstante, este fin de semana, en que la ciudad de Castellón celebra a su Patrona la Virgen del Lledó, yo plantearía la cuestión en torno a la mediación maternal de María para acercarnos a Cristo.

No es fácil hacerse rico pero “si nos tocara la lotería…”, piensan muchos. Bueno, pues Dios ha puesto a disposición de todos sus hijos una “lotería” que nos facilita extraordinariamente esa riqueza espiritual, que tanto se echa en falta en muchos cristianos. Una “lotería”, además, que no es azarosa o impredecible: “siempre toca”, como pregonan los feriantes más avispados.

Esa lotería divina es la devoción filial a nuestra Madre y Señora la Virgen Santísima. Resulta el medio más fácil para enriquecer el alma con los dones de Dios. Y, a la vez, el camino más seguro para re-encontrar la misericordia divina, cada vez que nuestros pecados nos apartan del Señor.

Algunos reprochan a la devoción mariana un exceso de sentimentalismo, porque ciertamente el sentimiento está presente en cualquier relación materno-filial, sea humana o trascendente. Pero esto no quiere decir –si se entiende bien– que las multiformes devociones a la Virgen no encierren el alto grado de fe, esperanza y caridad, que caracteriza la oración cristiana profunda.

Toda oración es "el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre" (cf. Catec.Iglesia, 2560; citando a S.Agustín). Y los católicos sabemos bien que son falsas las acusaciones protestantes acerca de un supuesto culto excesivo a la Virgen. María siempre nos conduce a Jesús. Ella nunca es término, sino camino hacia Dios. Pero es un camino más fácil, más “maternal”, que la pura y escueta accesis del espíritu.

Muchas imágenes marianas nos ofrecen a Jesús en su regazo. Otras no lo manifiestan así; pero todas focalizan nuestra vida hacia Cristo. “Haced lo que El os diga” (Jn 2, 5- 6), manifestó María a los criados de las bodas de Caná; y lo mismo nos dice a nosotros. Pero tal cumplimiento de la voluntad de Dios puede, a veces, no ser fácil. Por eso Jesús le encargó: “Mujer, he ahí a tu hijo” (Jn 19, 26-27); para que Ella –que aceptó en todo momento la voluntad del Padre– nos facilite a nosotros aceptarla igualmente.

Con mi bendición y afecto.

"Señor acepta mi oración en medio de mis prisas"

"Señor acepta mi oración en medio de mis prisas"

 
Estoy viviendo muy de prisa, Señor, no me detengo en nada, las circunstancias me van viviendo y no vivo yo las circunstancias.

Paso de una actividad a otra.

Dicen que esto es el mal del siglo, pero no me gusta, Señor, ir tan de prisa.
Los días y las noches pasan presurosas y creo que dejo de hacer cosas muy bellas.

Mi vida se desliza vertiginosa; quiero detenerme y ver una puesta de sol que tiñe de rojo el agua de la laguna, o las nubes sobre las montañas, quiero encontrar tiempo para visitar a un enfermo; dame tiempo para leer.
Pero sigo repitiendo; “no tengo tiempo”.

Cuando veo el reloj y son ya las once de la noche, analizo: corrí, corrí como todos los mortales.

Dejo de disfrutar, de saborear las miradas tiernas de los niños, de observar los pétalos finos de una rosa.

No tengo tiempo de detenerme a ver los parques, la belleza de las flores, el ruido de las fuentes y el trino de los pájaros, junto con los niños que corretean, hacen todo un poema.

Dame fuerza, Señor, para detener mi carrera.

Quiero sentir la paz para darla a mis hermanos de peregrinar, que, como yo, corren.

Dejamos lo trascendental por lo transitorio.

En todos los rostros se observa un duro rictus de velocidad que lo va desfigurando.

Dame, Señor, serenidad para vivir, calma para detenerme y poder amar a todos.
Sin prisas, sin velocidad, sin atropellamiento.

Te ofrezco mi jornada de hoy, Señor, llénala tu de tu amor, para poder darlo a los demás.

Amén

PERDER A CRISTO


Autor: P. José Luis Richard | Fuente: Catholic.net
Perder a Cristo
Quien se sienta triste porque le parece encontrarse lejos de Cristo, tenga esperanza, nadie pierde a Cristo "sin querer".



Le han matado a su Señor y ella no pudo socorrerle. Sus gritos en medio de la multitud no sirvieron de nada y en seguida los sofocaron con golpes y empujones. ¡No había podido hacer nada por Jesús! Seguirle en silencio y acompañarle de pie junto a la cruz. Y nada más.

Lloraba recordando, en cambio, lo bueno que había sido Jesús con ella aquel día en la casa de Simón, la paz que le había inundado siempre al lado del Maestro, su mirada bondadosa y limpia, aquella seguridad... Pero ya todo había acabado. Sus enemigos habían vencido y se habían desecho de Él y ahora ni siquiera le permitían a ella ungir como era debido el cuerpo del Señor.

Ella había creído que ya nunca podría llorar más. Que, después de la muerte de Jesús, quedaría insensible a cualquier otro dolor. Pero sí, aquello era demasiado. ¡Ya no tenía a Cristo! ¡Ni siquiera su cuerpo! Se lo habían quitado. Sintió rabia, amargura, odio, nostalgia. Todo a la vez.

Se le aparecen de pronto unos ángeles, pero ella ni se inmuta. ¿Qué le importa todo si ha perdido a Cristo? Jesús en persona se le acerca. No le oye llegar. Él se insinúa. Nada: está tan inmersa en su desesperación que no distingue la voz de Cristo hasta que Él mismo se le revela.

Ella se arroja sin dudarlo un instante a los pies de Cristo, los abraza llorando de alegría y en un instante cree entender todo lo que había pasado. Nosotros, mientras tanto, observémosla.

Ahí está María, de la que Jesús había expulsado siete demonios. Cristo le había perdonado sus muchos pecados porque ella había amado mucho. Y porque Jesús le había perdonado demasiado pensó que, en adelante, jamás podría decir que ella le amaba ya bastante.

Es una mujer y le ama como ella es: con sencillez, con naturalidad, con esos pequeños detalles que dejan la impronta de una alma delicada. No se le habían presentado oportunidades especiales, pero tampoco había perdido ninguna ocasión para demostrar a Jesús su cariño y su eterno agradecimiento por haberla salvado.

Con fina intuición esta mujer había experimentado que nada era comparable con la posesión de Cristo, con su amistad, con la paz que Él irradia. Y que, por ello, no existe peor tragedia que perderle o disgustarle.

Sólo se había equivocado en un detalle: creía que había perdido a Cristo, que se lo habían quitado. Y nadie pierde a Cristo "sin querer", como extraviamos un llavero o un reloj. María, en realidad lo llevaba muy, pero que muy vivo en su alma. Por eso se había levantado de madrugada. Por eso lloraba.

Quien se sienta triste porque le parece encontrarse lejos de Cristo, tenga esperanza. Si estuviese tan lejos como el demonio le sugiere, ninguna pena le daría. Una de dos: o ya tiene a Cristo o lo está tocando ya. Bastará, como hizo María, darse la vuelta, actuar como si ya lo hubiese hallado y descubrir la presencia de Cristo que le dice: "No me buscarías, si no me hubieses encontrado ya".


Señor, permíteme encontrarte en mi búsqueda de cada día

lunes, 25 de abril de 2011

LA DEVOCIÓN A LA DIVINA MISERICORDIA

LA DEVOCIÓN A LA DIVINA MISERICORDIA

Una devoción especial se comenzó a esparcir por el mundo entero a partir del diario de una joven monja polaca en 1930. El mensaje no es nada nuevo, pero nos recuerda lo que la Iglesia siempre ha enseñado por medio de las Sagradas Escrituras y la tradición: que Dios es misericordioso y que perdona y que nosotros también debemos ser misericordiosos y debemos perdonar. Pero en la devoción a la Divina Misericordia este mensaje toma un enfoque poderoso que llama a las personas a un entendimiento más profundo sobre el Amor ilimitado de Dios y la disponibilidad de este Amor a todos – especialmente a los más pecadores.El mensaje y la devoción a Jesús como la Divina Misericordia esta basada en los escritos de la Santa María Faustina Kowalska, una monja polaca sin educación básica que, en obediencia a su director espiritual, escribió un diario de alrededor de 600 páginas que relatan las revelaciones que ella recibió sobre la Misericordia de Dios. Aún antes de su muerte en 1938 se comenzó a esparcir la devoción a la Divina Misericordia.

El mensaje de Misericordia es que Dios nos Ama – a todos- no importa cuan grande sean nuestras faltas. Él quiere que reconozcamos que Su Misericordia es más grande que nuestros pecados, para que nos acerquemos a Él con confianza, para que recibamos su Misericordia y la dejemos derramar sobre otros. De tal manera de que todos participemos de Su Gozo. Es un mensaje que podemos recordar tan fácilmente como un ABC.A — Pide su Misericordia. Dios quiere que nos acerquemos a Él por medio de la oración constante, arrepentidos de nuestros pecados y pidiéndole que derrame Su Misericordia sobre nosotros y sobre el mundo enteroB — Sé misericordioso – Dios quiere que recibamos Su Misericordia y que por medio de nosotros se derrame sobre los demásC — Confía completamente en Jesús – Dios nos deja saber que las gracias de su Misericordia dependen de nuestra confianza. Mientras más confiemos en Jesús, más recibiremos.

ORDENADOR ELECTRÓNICO

"Ordenador Electrónico"
Autor: Padre José Luis Hernando
Paz y bien para todos.


Aunque no se lo crean, ya hace muchos siglos el ser humano inventó eso de los ordenadores electrónicos. Cada cual tiene su propia computadora metida en la misma entraña de su persona. Funciona inmediata y automáticamente en relación con el trato de los demás.

Antes de que nos hable quien se acerque a nosotros.
Antes de que el nuevo vecino se mude al barrio.
Antes de que el nuevo jefe o compañero de trabajo nos dé los buenos días.

Ya los tenemos catalogados, encasillados y clasificados. Los datos que alimentan nuestro ordenador son de lo más variados. Simpático, pesado, agradable, dulce, amoroso, orgulloso, chusma, amargado, ligero, coqueta, fresco, atrevida, metiche, independiente, antiamericano, anticubano, cavernícola, liberal, liberada, sofisticada, ni pincha ni corta, por no decir otra cosa, hablador, callado, mosca muerta, educado, muy católico; y como la lista es infinita, pues dejo al buen lector experimentado en estos ordenadores para que siga añadiendo nuevos datos y elementos con los que trabaja el computador humano y precisamente el tuyo propio, que es distinto al de los demás.

Datos sacados de la imaginación, del afán de criticonería, de la envidia o de los prejuicios sociales o de la amargura que llevamos por dentro y que no podemos desahogar con el que nos amarga y la proyectamos a veces con el más infeliz. Comenzando por la Iglesia y siguiendo por Dios. Cuántos errores, equivocaciones, fracasos y descalabros por culpa de la persona humana cuando se convierte en máquina, en sabiondo, sin usar la razón, ni el amor y menos la paciencia. Sólo el tiempo y la esperanza pueden hacer callar tales computadoras para dejar que se enciendan las luces del razonamiento y de la madurez. Que serenen el apasionamiento, el sentimentalismo, la soberbia de saberlo todo y de hablarlo todo, la ligereza en el pensar, en el juzgar, en el amar.¿Cuántos son los amargados?

Una famosa pregunta que sería como objeto de grandes investigaciones y de grandes trabajos. ¿Cuántos son los amargados? Yo creo que entre todos los datos que aportamos a la larga lista, el de pesado es frecuente, pero tal vez el de amargado es el que le gana siempre. Y si juntamos ambos, pocos serán los que se vean libres de la luz acusadora del computador. Hay tanta gente amargada y amargante. Tanta gente desconfiada, asustada, agitada y sin paz con nada ni con nadie ni con ellos mismos.

 Si tienes paciencia, mi amigo lector, y un poco de humor, te quiero enumerar algunas circunstancias o maneras de amargarse. Casi siempre es problema mental. Nuestra mente no para de pensar, de imaginar, de calcular hasta que cae en la amargura y el fracaso, que sin existir aún, se da ya por hecho.Amargado es quien se olvida de las cosas buenas que hay en su vida, las personas que le quieren, los éxitos que ha logrado, las ilusiones que motivan la existencia, concentrándose sólo en lo negativo.

Este tal personaje es mejor que cambie de espejuelos mentales, más claros, menos oscuros, más positivos, menos negros, aunque la calle esté dura y oscura. Fuente de amarguras es el excesivo valor e importancia que damos al dinero. Nunca tendremos todo lo que queremos, y cuando tenemos lo que necesitamos, queremos más y al no tenerlo nos amargamos. Lo siento, pero la culpa es tuya. Disfruta de lo que tienes, sobre todo de la vida que es el mayor tesoro y el mejor regalo. Envidia a los que teniendo poco son capaces de disfrutar mucho, porque viven contentos sin amarguras tontas. La alegría no se compra ni se vende, se conquista con amor y con buenas compañías.

Y la gran felicidad no está en lograr todo lo que anhelamos, sino en disfrutar ya de lo mucho que tenemos.Por favor, no se haga la víctima antes de tiempo, ya llegará el momento en que será víctima de verdad ante el dolor inevitable o el problema inesperado. Mientras tanto, no se destruya haciéndose víctima con susceptibilidades, inseguridades y malos entendidos. No se deje desconcertar por tantos conflictos y luchas que surgen todos los días. Tampoco se pase el tiempo añorando otro lugar, otro trabajo, otro país u otra cosa donde nada ni nadie puede disturbar su paz. Sólo hay un lugar donde no hay problemas. ¿Saben cuál es? El cementerio. Si vives amargado, donde quiera que vayas llevarás contigo tu amargura. Caerás en la amargura también, si piensas que eres indispensable, con cualidades suficientes para ser promocionado, para tener otro trabajo, para ser mejor aceptado entre tus amistades o familiares.

 Precisamente si estas convencido de que vales, demuéstralo dándote a valer con tu madurez y con tu seguridad en ti mismo. Por supuesto que quien se crea superior, diferente y excepcional a todos los demás, se gana de gratis la amargura. Pensará que todo el mundo la tiene tomada con él, que nadie le comprende y es por eso, por ser un caso diferente y excepcional.No hay economía capaz de mantener a un médico y a un enfermo, crónicos, victimados y amargados. Por eso, por favor, no te tengas lástima. En vez de ser tu médico, trata de ser tu mejor amigo; alegre, natural, comprensivo, con sentido del humor, paciente. Siéntete hijo de Dios, él te mira con amor, no con lastima.

 Aunque, cuántas veces Dios tendrá que decir al vernos amargados, que pena y que lástima. Si ellos me conocieran más no se amargarían tanto.

Tengan mucha paz y mucho bien

domingo, 24 de abril de 2011

¡TODO EMPIEZA DE NUEVO, CRISTO HA RESUCITADO!



Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
¡Todo empieza de nuevo, Cristo ha resucitado!
¡Alegría de Cristo resucitado! ¡Alégrese toda la tierra! ¡Alégrate tú, Cristo te ha salvado!


Vamos a hacer de esta reflexión una contemplación de la experiencia que Pedro tiene sobre la resurrección de Cristo. Dice el Evangelio: “Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Nathanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos”.

Recordemos que Cristo ha resucitado. Todos han sido testigos: ha estado con ellos, les ha hablado y les ha prometido que dejaba al Espíritu Santo, han visto el milagro de Tomás; sin embargo, la soledad vuelve a rodearles.
“Simón Pedro les dice: ‘Voy a pescar’. Le contestan ellos: ‘También nosotros vamos contigo’. Fueron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada”. Los apóstoles estaban solos respecto a Cristo, solos respecto a su oficio de pescadores. ¡Y de pronto sucede algo que ellos no esperaban!

Una de las características de las apariciones de Cristo es la gratuidad. Cristo no se aparece para dar gusto a nadie. Cristo mantiene en sus apariciones una gratuidad. “Me aparezco cuando quiero, porque yo quiero”. Con lo que Él nos vuelve a manifestar que Él es el verdadero Señor de la existencia.

“Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era él. Díeles Jesús: Muchachos, ¿no tenéis pescado?” ¡Imagínense cómo le contestarían..., después de toda la noche trabajando se habían acercado a la orilla, y un señor imprudente les pregunta si no tienen pescado! Y Él les dice: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. Echan la red y resulta que ya no la pueden arrastrar por la abundancia de peces. ¿Qué sentirían?

“El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: Es el Señor”. De nuevo se repiten las mismísimas situaciones al primer encuentro con Jesús: Un día, después de pescar infructuosamente, todos en la barca regresan. Los experimentados han fracasado, y un novato les dice que echen ahí las redes, que ahí hay peces. La echan y efectivamente la red se llena.

¡Cuántas cosas semejantes al primer amor! Juan no lo narra, lo narran los otros evangelistas, pero sabe al primer encuentro. Y Juan, que ama y es amado, dice: “Es el Señor”. Reconoce los detalles del inicio de la vocación. Es como si Cristo buscase dar marcha atrás al tiempo para decir: “Todo empieza de nuevo, sois verdaderamente hombres nuevos”, como en el primer momento, como en el primer instante. Como que el primer amor vuelve a surgir desde el fondo de nosotros mismos para recordarnos que somos llamados por Cristo.

Juan, en la fe y en el amor, reconoce al Señor, y Pedro sin pensar dos veces, se lanza de nuevo hacia Él. Ya no es el Pedro del principio de este Evangelio: amargado, triste, enojado. Es un Pedro que ha oído: “Es el Señor”; y se lanza al agua. Y después viene toda esa hermosísima escena de la comida con Cristo, en la que el Señor produce de nuevo la posibilidad de comunión con Él, en amistad, en cercanía y en abundancia. “Siendo tantos los peces, no se rompió la red”.

Todo esto va preparando la experiencia de Pedro con Cristo. Hay ciertos temas que Pedro no ha tocado aún, hay ciertas situaciones que Pedro no se ha atrevido a señalar. Hay un aspecto que Pedro, aun estando con Cristo resucitado, no ha resuelto todavía: la noche del Jueves Santo; la negación de Pedro. Es un tema que Pedro tiene encerrado en un closet con siete llaves. Tan es así, que Pedro se lanza al aguan como diciendo: “aquí no ha pasado nada, yo vuelvo a ser el primero”. Y Cristo dice: “traed los peces”. Y Pedro es el primero en ir a buscarlos. Como si a base de estos gestos uno quisiese tapar aquellas cosas que no nos gustan que los demás vean.

Y continúa el Evangelio diciendo: “Después de haber comido, dice Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan ¿me amas?”. Cristo vuelve a preguntar por el amor. “[...] Apacienta a mis ovejas.” Cristo confirma a Pedro su misión.

Y este amor que Cristo nos propone, es un amor nuevo. No es el amor de antes, no es el amor de aquella jornada junto al lago en la que Cristo les pregunta: “¿Quién soy yo para vosotros?”, y Pedro responde: “eres el Hijo de Dios.” No es el amor de la sinagoga de Cafarnaúm cuando Cristo les dice: “¿También vosotros queréis marcharos?”, y responde Pedro: "Señor, ¿a dónde iremos?" No es el amor del jueves por la tarde, cuando Cristo le dice: “Uno de vosotros me va a entregar”, y Pedro salta. Cristo le dice: ¿Sabes qué? Tú me vas a negar tres veces. Y Pedro, explotando, dice: Yo antes daré mi vida que negarte a ti.

No es ese amor, no es el amor antiguo, el amor que nace de la propia decisión, el amor que nace, como un río, del propio corazón. Es el amor que, como lluvia, Cristo deposita sobre el desierto del alma de Pedro. Es el amor que se derrama sobre el alma, un amor que ya no procede de mi certeza, de mi convicción, de mi inteligencia, de mis pruebas, de mi tecnicismo; es el amor que nace sólo del apoyo que Cristo da a mi vida. Y ese amor es el amor que me va a hacer superar la debilidad para ponerme de nuevo en el seguimiento del Señor. No es el amor que nace de mí, sino el amor que viene de Él.

“En verdad, en verdad te digo, cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas a donde querías; pero cuando llegues a viejo extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras.” Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: Sígueme.

Y Pedro ve a Juan y le dice a Jesús; “Señor, y éste ¿qué?” Y Jesús le responde: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme”. Con esto Jesús le está diciendo: Olvídate de tu alrededor, deja de lado todos los otros apoyos que hasta ahora has tenido; tú, sígueme.

La resurrección, por sí misma, no es una garantía de nuestra proyección y lanzamiento con corazones resucitados. Habiendo sido testigos, nuestra vida puede continuar igual, sin transformaciones reales. Y esto lo vemos cada uno de nosotros en nuestra vida constantemente. Somos testigos de tantas cosas, y a lo mejor nuestra vida sigue igual.

La resurrección, el hecho de que veamos a Cristo, de que experimentemos a Cristo resucitado, la alegría de Cristo resucitado, a lo mejor, lo único que hace es dejar nuestra vida un poco más tranquila, pero no renovada. Sobre nuestra vida puede proyectarse la sombra del pasado o la incertidumbre del futuro. Nuestra vida puede seguir aferrada a antiguas certezas, a los criterios que nos han servido de brújula durante mucho tiempo.

Es bonito que Cristo haya resucitado, pero repasemos nuestra vida para ver cuántas veces pensamos que no nos sirve de mucho y que en el fondo hasta es mejor que las cosas sigan como están. Pedro no parece tener todavía una conciencia plena de lo que significa la resurrección de Jesucristo: lo vemos apegado a sus antiguos hábitos. Pedro sigue siendo el mismo, nada más que ahora se siente más solo, porque casi lo único que ha sacado en claro es la debilidad de su amor. Después de tres años, para Pedro lo único que prácticamente hay claro es que su amor es sumamente débil. Pedro se ha dado cuenta de que puede fallar mucho y de que no sabe ser roca para los demás. Junto a todas las cosas de que ha sido testigo tras la resurrección de Cristo, en el corazón de Pedro hay algo que pesa: la pena, el fracaso para con quien él más ama.

Esto es como una herida tremenda en el corazón de Pedro, que ni el Domingo de Resurrección, ni las otras apariciones han sido capaces de curar, de limpiar, de purificar. A pasar de todos sus esfuerzo —cuando le dice María Magdalena: “ahí está el Señor”, y corre; le dice Juan: “es el Señor”, y se lanza al agua—, el corazón de Pedro tiene una experiencia de profunda tristeza. Él sabe que es muy débil, más aún, nada le garantiza que no lo volvería a hacer, y casi prefiere ni pensar.

Quizá nosotros, después de esta Cuaresma en la que hemos ido recogiendo, como un odre, todas las gracias, todos los propósitos de transformación, todas las necesidades de cambio, todas las ilusiones de proyección, todavía podríamos tener un peso en nuestra alma: el saber que somos débiles, que nada nos garantiza que no volveríamos al estado anterior. Y, la verdad, se está muy a gusto pensando en la resurrección, mejor que pensar en esto.

La resurrección por sí misma no es garantía; pero, si queremos dar un paso adelante, nos daremos cuenta de que Cristo a Pedro lo renueva en el amor y en la misión. El diálogo en la playa entre Cristo y Pedro es un diálogo de renovación en el amor. Pedro amaba a Cristo, y desde el primer momento en que Cristo le pregunta: “Simón, hijo de Juan”,( ya no le dice Pedro) me amas más que éstos?” Le dice él: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Esa certeza, el amor a Cristo, Pedro la tiene clavadísima en su alma.
Pedro, después de tres veces de preguntarle Cristo sobre el amor de su alma, se da cuenta de que, muy posiblemente, ese triple amor está curando una triple negación. Pedro constata que su amor se había quedado enredado en las tres veces que dijo: “No conozco a este hombre”.

Cuando lo negó por tres veces, sus palabras, sus miedos encadenaron el amor vigoroso de Pedro. Y cuando Cristo sale al patio y lo mira, esa mirada hizo que Pedro se diera cuenta de las cadenas que él había echado.

Y Cristo como que quiere retomar la escena. Y así como retoma la escena de la vocación de ese primer momento, Cristo retoma la escena de la negación, como si Cristo le dijera a Pedro: “¿dónde estás?, ¿dónde te quedaste?, ¿te quedaste en el Jueves Santo?; vamos a volver ahí.

Y Cristo renueva el diálogo con Pedro donde se había quedado, y Cristo renueva su amor a Pedro y el amor de Pedro hacia Él, donde se había quedado atorado, en el jueves por la noche.

Cristo nos enseña que amarle en libertad significa ser capaces de mirar de frente nuestras debilidades, de volver a recorrer con Él los caminos que por miedo no nos atrevemos a cruzar.

Quizá, cada uno de nosotros tenga un jueves por la noche; quizá, cada uno de nosotros tenga una criada, una hoguera, unos soldados y un gallo que canta. Y Cristo, con amor, nos enseña a mirar de frente esa negación para que ya no nos atoremos ahí: “Si un día me dijiste no, camina ahora conmigo”.

El día que Pedro negó a Jesucristo, a lo que Pedro le tuvo miedo fue a morir por Cristo, a morir con Cristo. Pedro sabía que si decía que era discípulo del Señor, le podían echar mano y llevarlo al calabozo. Pero el amor de Cristo retoma a Pedro y se lo lleva, purificándolo hasta anunciarle que él también un día va a morir por Él. “Cuando eras joven te ceñías tú mismo, cuando seas viejo extenderás los brazos, otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras”. Y luego añadió: “Sígueme”.

Cristo nos renueva con su amor para que atravesemos ese tramo de nuestra vida en el que el miedo a morir con Él, el miedo a entregarnos a Él nos dejó atorados. Ese tramo de nuestra vida en el que todavía nosotros no hemos atrevido a poner nuestros pies porque sabemos que significa extender las manos y ser crucificados.

Cristo no le pregunta a Pedro: “¿me vas a volver a negar?” Sino que le pregunta: “¿me amas?”. A Cristo le interesa el amor. Sólo el amor construye, porque sólo el amor repara, une, sana y da vida. El amor renovado, el amor resucitado es el lazo que Cristo vuelve a lanzar a Pedro. El amor capaz de pasar a través de la propia experiencia, ese amor que es capaz de pasar por lo que uno una vez hizo y preferiría no haber hecho, y guarda su conciencia; ese amor que es capaz de pasar por el propio pasado, por la imagen que yo hubiera podido forjarme de mí mismo. Ese amor es el inicio que reconstruye un corazón cansado, porque este amor ya no se apoya en nosotros, sino en Cristo.

«Sígueme», no te sigas a ti mismo, no sigas tus convicciones, tus gustos, tus ideas. Este amor ya no se apoya en ti; es el amor que proviene de Cristo, el amor que nace de Dios. Dirá San Juan: “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama, no ha conocido a Dios porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene, en que Dios envió al mundo a su Hijo Único, para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo como propiciación para nuestros pecados. Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros nos debemos amarnos unos a otros”.

La experiencia de Pedro es la experiencia de un amor renovado. Pero al mismo tiempo, la experiencia que Pedro tiene de Cristo resucitado, es un amor que no se puede quedar encerrado, es un amor que se hace misión. Es un amor que renueva la misión de apóstoles que nos ha sido dada; es un amor que, en nuestro caso, renueva el vínculo con la misión evangelizadora de la Iglesia, renueva el compromiso cristiano a que fuimos llamados al ser bautizados. No es un amor que se queda en un cofre guardado, es un amor que se invierte, es un amor que se reditúa, es un amor que se expande. Y este amor es un amor que no teme; no teme a la cruz que significa la misma misión, porque va acompañado de Cristo que me dice: “Sígueme”.

viernes, 22 de abril de 2011

MARÍA AL PIE DE LA CRUZ

MARÍA AL PIE DE LA CRUZ


En medio de la tiniebla hay un consuelo. Al pie de la cruz está su Madre, alentando y consolando al Hijo como sólo ella puede hacerlo. Es una luz en aquel momento terrible. No sabemos cómo consigue que le dejen acercarse a su Hijo; posiblemente sea a causa de la compasión del centurión. Al principio, llueven también sobre ella los insultos dirigidos a su Hijo; pero no retrocede. La acompaña Juan, el primer discípulo, el apóstol amado, el más fiel, el que más ha sabido rezar y comprender al Maestro.

Tener a Juan es un consuelo para María. Juntos han seguido a la triste comitiva por el camino del Gólgota. Juan guía a María, aunque es él quien se apoya en la firmísima decisión de ella para apoyar en lo que esté en su mano a Jesús en su Sacrificio. En la oscura soledad de la Pasión, María ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de comprensión, de afecto y de fe.

María agradece a Juan su presencia en aquellos momentos y permanecen unidos en ese trance de dolor y de oración. La conversión de uno de los ladrones es un destello de consuelo, y también para María y Juan.

Entonces el Señor dirige su tercera palabra a estos testigos silenciosos, María y Juan, que le observan con dolorosa atención. Jesús mira a la Madre, y dice entrecortadamente: "Mujer, he aquí a tu hijo"(Jn). No la llama Madre, como si fuese el grito de dolor de un hijo, sino que la llama: "Mujer". Jesús piensa en la primera mujer a través de la cual entró el pecado y la muerte en el mundo. María será la mujer nueva portadora de la promesa divina de la victoria en la lucha terrible contra el mal. Jesús le encomienda la nueva misión de extender su maternidad a todos los hombres representados por Juan.

En el momento oportuno, cuando Jesús llega a su máxima entrega, María está a la altura del Amor de su Hijo y se entrega plenamente a la bondadosa voluntad de Dios sobre los hombres, y por eso se le encarga la maternidad de todos los hombres: Esta nueva maternidad de María, engendrada por la fe, es fruto del nuevo amor que maduró en ella definitivamente al pie de la cruz, por medio de su participación en el amor redentor de su Hijo.

Este es el gran legado que Cristo concede desde la Cruz a la humanidad. Es como una segunda Anunciación para María. Hace treinta y tres años un ángel la invitó a entrar en los planes salvadores de Dios. Ahora, no ya un ángel, sino su propio Hijo, le anuncia una tarea nueva: recibir como hijos de su alma a los causantes del asesinato de su primogénito.

Y Ella aceptó, desde el principio, todo lo que Dios quisiese; su entrega era total desde el comienzo. La primera mujer fue infiel a Dios, porque prefirió su juicio a la sabiduría de Dios. Ahora se le va a pedir a María que venza una prueba enorme: se le pide que no se rebele contra el Padre por llamar a la muerte y al sacrificio al Hijo, que también es Hijo suyo. Se le pide que vaya más allá del amor natural y sobrenatural del Hijo para querer como el Padre y el Hijo están queriendo en aquellos momentos. Y, para eso, hace falta mucha fe en Dios y un amor que esté purificado plenamente. María vuelve a estar a la altura del momento.

Entonces se escuchó la palabra dirigida por Jesús a Juan: "He aquí a tu madre"(Jn). Jesús mira al único que ha sabido ser fiel. Es un hijo y se lo entrega a su Madre. Bien sabe el Señor los cuidados que necesita un recién nacido para madurar, y Juan era un primer fruto de la Cruz redentora.

Juan la tomó como suya(Jn), la acogió como madre, se dejó cuidar como hijo. La pena que Juan sentía se alivió algo sabiendo que podía cumplir un deseo del Maestro.

Juan fue elegido porque estaba allí. Jesús no podía ni llamar a nadie, ni señalar a nadie: sólo mirar a quién tenía delante y, mirando, vio al que siempre estaba donde debía; le pidió un favor, algo que tiene mucha más fuerza que un mandato cuando hay amor por medio. Juan acepta el deseo que es un mandato.

María es la Mujer por excelencia, ya que -en ella- la naturaleza humana no ha sido deformada por el pecado. Pero también es la Madre por excelencia.

María Madre de Dios,"Madre de Cristo, Madre de los hombres. Sólo Jesús sabe lo que hay en el corazón de su madre, por eso la llama mujer, no María o mamá. Jesús sabe que comienza una nueva época para la humanidad, pero sabe que el pecado entró por una mujer en el mundo, la madre de los vivientes. Ahora María será la nueva Mujer, la nueva Eva que traerá desde su maternidad la nueva vida al mundo. Su nueva maternidad le agranda el corazón hasta límites insospechados. Jesús entrega a su Madre como Madre de todos los vivientes, especialmente de los que serán hijos de Dios por la gracia.

LA FLAGELACIÓN: CÓMO, CUÁNDO Y POR QUÉ


Autor: P. Constancio Cabezón o.f.m. (Cardiólogo) | Fuente: christusrex.org
La flagelación: cómo, cuándo y por qué
El caso de Jesús fue raro. Su flagelación no fue la legal que precedía a toda ejecución sino que constituyó un castigo especial


La flagelación: cómo, cuándo y por qué
La flagelación en sí no fue un castigo exclusivo para Jesús. Lo mandaba la ley. La flagelación era un preámbulo legal a toda ejecución. Había una excepción: los ciudadanos romanos condenados a decapitación no eran flagelados, sino fustigados con la fusta. Esto se hacía, según Tito Livio, en el mismo lugar del suplicio, inmediatamente antes de la decapitación.

Los condenados a crucifixión eran flagelados habitualmente durante el trayecto que había entre el lugar donde se dictaba la sentencia y el del suplicio. Muy raro, como en el caso de Jesús, que se llevara a cabo en las dependencias del tribunal. Esto sólo se hacía en los casos en que la flagelación era sustitutiva de la pena capital. El caso de Jesús fue raro. Su flagelación no fue la legal que precedía a toda ejecución y que se daba en el trayecto, camino del suplicio, sino que constituyó un castigo especial, como veremos. Esto exige dos explicaciones: cuándo le flagelaron y el porqué.

Mateo y Marcos no nos dicen ni cuándo ni el porqué, sólo constatan el hecho: "Y habiendo hecho flagelar a Jesús, lo entregó (Pilato) para que lo crucificaran".

Lucas es más explícito, y cuando está explicando los esfuerzos de Pilato para salvar a Jesús, al final nos cita una frase del Prefecto: "Le castigaré y luego le soltaré". Ya vislumbramos algo. Juan nos afirma que Jesús fue flagelado durante los juicios de Pilato.Ya tenemos el cuándo. Veamos ahora el porqué:

Pilato juzga que la primera acusación hecha a Jesús ("Se ha hecho Hijo de Dios y según nuestra ley debe morir" no caía bajo la ley romana. Era cuestión religiosa y la Justicia romana no actuaba en estos casos para dirimirla. Por lo que consideró a Jesús inocente: "No encuentro en él, causa alguna de condenación".

Tras una deliberación de los judíos, éstos hacen una segunda acusación que sí entraba dentro de la Lex Julia: (Había permitido ser aclamado Hijo de David que según ellos iba a ser su rey). Quería hacerse rey y esto iba contra el Emperador. Pilato tiene obligación de atender esta acusación. Pilato pregunta a Jesús sobre su realeza y, no sacando nada en claro, lo considera de nuevo inocente.

Enterado de la estancia de Herodes en Jerusalén y siendo Jesús su súbdito, Pilato se lo envía a ver si le resuelve el problema. No es así y Pilato en el tercer juicio dice a los judíos: "Ni Herodes ni yo encontramos en él causa alguna de muerte".

Después de los fracasos anteriores, Pilato equipara a Jesús con un criminal y ladrón, con Barrabás. La propuesta era, a quién de los dos querían que les soltase. La plebe prefiere a Barrabás, a la vez que grita que Jesús sea crucificado.

Ante las decepciones anteriores, Pilato decidió dar a Jesús un sustitutivo de la pena capital, para acallar al pueblo: "Le castigaré y luego le soltare". Después de este episodio, es cuando Jesús es flagelado y viene el hecho del ECCE HOMO.

Y tenemos pues, el cuándo y el porqué.

Una vez la orden de castigo, Jesús fue atado con cuerdas gruesas y resistentes.Las manos por encima de la cabeza, quedando así, casi suspendido de la parte alta de la columna o del techo. De esta manera quedaba inutilizado, para que no pudiera defender algunas partes del cuerpo con los brazos, y para que en el caso de shock, no cayera al suelo.

El instrumento utilizado para la flagelación, fue el flagrum taxillatum, que se componía de un mango corto de madera, al que estaban fijos tres correas de cuero de unos 50 cms., en cuyas puntas tenían dos bolas de plomo alargadas, unidas por una estrechez entre ellas; otras veces eran los talli o astrágalos de carnero. El más usado era el de bolas de plomo.

El número de latigazos, según la ley hebrea, era de 40, pero ellos por escrúpulos de sobrepasarse, daban siempre 39. Pero Jesús fue flagelado por los romanos, en dependencia militar romana, por tanto more romano, es decir, según la costumbre romana, cuya ley no limitaba el número. Sólo estaban obligados a dejar a Jesús con vida, por dos razones: una, para poder mostrarle al público para que éste se compadeciera (era la intención de Pilato), y la otra, para que en caso de condena a muerte, llegara vivo al lugar de suplicio y crucificarlo vivo: era le ley.

Cuando los clásicos latinos nos hablan de esta flagelación more romano, nos dicen que el reo quedaba irreconocible en su aspecto y sangrando por todo el cuerpo. Así quedó Jesús. Por eso a la pregunta: ¿cuántos latigazos dieron a Jesús? la respuesta es, hasta que le dejaron irreconocible; hasta que se cansaron. La ley romana no limitaba el número. Todas las partes del cuerpo de Jesús fueron objeto de latigazos. Eso sí, respetaron la cabeza y la parte del corazón, porque hubiera podido morir, como les había sucedido con otros. Y en este caso tenían una consigna: no matarlo. Así lo había mandado Pilato: "Le castigaré y luego le soltaré"..

Las correas de cuero del flagrun taxillatum, cortaron en mayor o menor grado la piel de Jesús en todo su cuerpo: en la espalda, el tórax, los brazos, el vientre, los muslos, las piernas. Las bolas de plomo, caídas con fuerza sobre el cuerpo de Jesús, hicieron toda clase de heridas: contusiones, irritaciones cutáneas, escoriaciones, equímosis y llagas. Además, los golpes fuertes y repetidos sobre la espalda y el tórax, provocaron, sin duda, lesiones pleurales e incluso pericarditis, (como demostraremos en otra ocasión), con consecuencias muy graves para la respiración, la marcha del corazón y el dolor.

Pero si en la parte externa Jesús quedó irreconocible por las heridas y por la sangre, en el interior de su organismo sufrieron también lesiones muy graves órganos vitales, como el hígado y el riñón. Los golpes fuertes sobre la zona renal, instauraron sin duda, una disfunción en los riñones. Lo mismo podemos decir sobre el hígado, donde provocaron también una disfunción del mismo. A esta disfunción o insuficiencia hepato-renal, junto a mayor pérdida de sangre, fueron acompañadas de cambios electrolíticos y de otros parámetros biológicos con todas las consecuencias gravísimas para la supervivencia.

La disminución de la volemia por la nueva y abundante pérdida de sangre, aumentaron más gravemente la disnea o dificultad respiratoria, comenzada en Getsemaní. Esta disnea se aumentó todavía más, si cabía, por los golpes en la espalda y en el pecho que afectaron a órganos respiratorios y que además la hicieron dolorosa. Una hipercadmia muy seria estaba instaurada. Jesús tenía graves síntomas de asfixia. La hipotensión arterial comenzada en Getsemaní y aumentada con la desnutrición y la nueva pérdida de líquido corporal y de sangre, le dejaron materialmente sin fuerzas. Jesús no se tenía. Sin duda cayó, al desatarle las cuerdas, sobre el charco de sangre que había salido de su cuerpo. No olvidemos, que todo esto recayó sobre una dermis y epidermis sumamente sensible al dolor después de la hemathidrosis.

En las circunstancias de Jesús es imposible explicar médicamente el dolor que sentiría cada vez que recibía un correazo con las bolas de plomo. Podríamos decir que en estos momentos Jesús era SÓLO DOLOR.

DE RODILLAS FRENTE A LA CRUZ

Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
Ponte de rodillas delante de Cristo crucificado
Viernes Santo. Cristo abraza el dolor redentor en la cruz para salvarnos a nosotros.


Reflexionemos en Cristo en la cruz, en el crucifijo en el cual nosotros acabamos aprendiendo a Cristo, acabamos reconociendo a Cristo. ¿Qué es lo que vemos cuando miramos el crucifijo? La cruz de Cristo en el Calvario es el testimonio de la fuerza del mal contra el mismo Hijo de Dios; es el poder del mal que en estos momentos parece no tener freno. Incluso Aquél que había vencido al mal, en sus diversos medios de presentarse en la historia del hombre, en el pecado, en el dolor, en la muerte, ahora se ve totalmente a disposición del mal.

La cruz que se levanta sobre la tierra, la cruz que se eleva sobre todos los hombres, que le hace ser Redentor, es al mismo tiempo la más clara manifestación del poder del mal sobre Cristo, es la más clara muestra de que Cristo está dejado por Dios para que todo el mal que sufre el hombre se clave en Él. Sin embargo, Cristo es inocente.

Él es el único, entre los hombres de toda la historia, libre de pecado, incluso de la desobediencia de Adán y del pecado original.
Es en Cristo, —en quien no conocía el pecado—, donde el pecado se hace, al menos aparentemente, señor de su vida. Es la obediencia de Cristo hasta la muerte, y muerte de cruz, la que va a hacer posible que las cadenas del pecado sean vencidas a partir de este momento por todo hombre que se una a la cruz del Salvador.

Sin embargo, si miramos en el corazón de Cristo, ¡con cuánto dolor sufriría el verse hecho pecado!, ¡cuánta repugnancia moral sentiría al verse reducido, no sólo a la condición de pecador, sino de maldito por la ley! “Maldito el hombre que cuelga de un madero”, decía la ley de Moisés.

¡Con cuánto amor habrá tenido que arder el corazón del Señor para ser capaz de vencer la repugnancia del pecado! Es esto lo que vemos: vemos a Jesús crucificado, vemos a Jesús insultado, vemos a Jesús que grita en la cruz: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Los esbirros se acercan a la cruz, toman las palabras de Cristo como una burla. Unos le dicen que llaman a Elías, otros le empapan una esponja en vinagre y le dan de beber, y algunos, en el último chiste macabro, le dicen: “Deja, vamos a ver si viene Elías a salvarlo”.

“Pero Jesús, dando un fuerte grito, exhaló el espíritu. En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos”. Acababa de cumplirse en Cristo hasta la última de las profecías, y por eso, el velo del Santuario que impedía que los fieles viesen al Santo de los Santos, ya no tenía ningún sentido, no tenía ningún porqué, y se rasga en dos.

¿Qué es lo que hace que Cristo llegue hasta ahí? Si hemos visto su alma en Getsemaní y hemos visto su alma antes de salir al Calvario, ¿cuál es esta última de las profecías, cuál es esta última de las obediencias que Cristo tiene que sufrir? "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?", el salmo que recitaría nuestro Señor como última oración en el Calvario y que podría ser para nosotros un momento de especial encuentro en el alma de Cristo; que se va identificando con todos estos sentimientos, que mira a sí misma y ve los ultrajes recibidos y, por otra parte, mira a Dios y ve que Él es su Creador, su Señor, en su alma humana, en su naturaleza humana. Al mismo tiempo, Cristo se ve a sí mismo y se da cuenta de que no puede desconfiar de Dios y, sin embargo, está sufriendo la más tremenda de las obscuridades, la más tremenda de las noches del alma, cuando Dios mismo se aparta del alma de Cristo en un misterio insondable, en un misterio irreconocible, en un misterio ante el cual nosotros solamente podemos caer de rodillas y decir: “Creo, Señor, te adoro y te pido perdón, porque todo esa obscuridad, esa noche, la has querido pasar por mí.”

Y como quien no quisiera tocar la herida dolorosa de su Señor, pongámonos simplemente de rodillas delante de Cristo crucificado y pidámosle perdón, porque por nosotros, Él tuvo que llegar a sufrir incluso el despojo absoluto de su Padre.

Si nosotros llegásemos hasta ese encuentro, veríamos cómo Cristo nuestro Señor tiene que sufrir en su alma el sentimiento de la más tremenda de las injusticias: la ignominia de la muerte, que es la suma debilidad del ser humano al ver cómo su cuerpo se deshace por medio de la muerte. ¡Qué duro es ver morir a un ser querido, qué duro debe ser esa impotencia de Cristo, sin otro camino que el de la aceptación! Sólo cuando el hombre ha hecho de la cruz la presencia de Dios en su vida, como Cristo, su mente y su corazón es capaz de ver en la muerte un inclinarse profundo de Dios hacia cada uno de los hombres en los momentos más difíciles y dolorosos.

Cada vez que besamos una cruz, no besamos simplemente un instrumento de tortura en el que han muerto miles y miles de hombres a lo largo de toda la historia de la humanidad, besamos el signo que nuestro Señor hizo bendito con su muerte. En la cruz de Cristo, sobre la que viene la muerte en un torrente de impotencia y de amor, nosotros vemos el toque del amor eterno de Dios sobre las heridas del pecado, que son las que de verdad causan el dolor de la experiencia terrena del hombre. El alma de Cristo, imponente ante la muerte que ve venir, sabe que es el toque de amor eterno de Dios sobre la obscuridad de su debilidad como hombre, y de nuestras debilidades.

Pongámonos nosotros a los pies de la cruz, y dentro de nuestro corazón recitemos ese canto del siervo de Yahvé: “Despreciado y deshecho de hombre, varón de dolores, sabedor de dolencias como ante quien se oculta el rostro despreciable y no le tuvimos en cuenta. Eran nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que Él soportaba. Nosotros le vimos, nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, herido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados”.

En Cristo, Varón de Dolores, se encierra el dolor de la cruz; un dolor que abraza el dolor de todos los hombres de la historia. Son nuestras dolencias las que son llevadas; son nuestros dolores los que son soportados; son nuestras rebeldías las que abren su carne; son nuestras culpas las que muelen su cuerpo; son nuestros castigos, que Él soporta, los que nos traen la paz.

Cristo se convierte así en el depositario de toda la culpa de la humanidad. Cristo es el depositario de toda tu culpa y de toda mi culpa, de toda tu vida y de toda mi vida. Veamos a Cristo cargado con nuestros pecados, atrevámonos a decirle: “¿Te acuerdas de este pecado mío? Es tuyo. ¿Te acuerdas de esta otra infidelidad, te acuerdas de esta otra ingratitud? Te la llevas en tus hombros. Todos nosotros, como ovejas, erramos; cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre Él la culpa de todos nosotros
Cristo abraza el dolor redentor en la cruz. Entre malhechores, entre insultos, entre esbirros que se burlan, va cumpliendo, una detrás de otra, las profecías que lo presentan como un cordero llevado al degüello, como oveja que, ante los que la trasquilan, está muda. Tampoco Él abrió la boca. Es el dolor redentor que pasa por la opresión, por la humillación, por el ser lavado, por el silencio...

“Tras arresto y juicio fue arrebatado de sus contemporáneos; quien se preocupa fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo fue herido.” Personalicemos esto y démonos cuenta de que no es un juego que se repite toda la Semana Santa para que el pueblo cristiano tenga algo de que dolerse y algo de que arrepentirse; es una vida humana la que cargó sobre sí todos mis pecados. Una vida que fue considerada impía, maldita, alejada de Dios aun en su muerte. Pero Él era inocente. Su fecundidad proviene precisamente de su don.

Si nosotros nos atrevemos a ver esto así, atrevámonos también a hacer con Cristo un acto de oblación personal, a ofrecernos junto con Cristo en el misterio de la cruz, a ofrecernos junto con Cristo como el único sentido que tiene nuestra vida cristiana.

¿Cómo se puede ser feliz? ¿Cómo se puede perseverar y ser auténtico cuando mira uno a Cristo en la cruz? Solamente hay un camino: siendo corredentor con Cristo en la cruz, estando siempre clavados en esa cruz. Y, cuando vengan los problemas, piensen que ustedes quisieron ser de Cristo, crucificados con Cristo, salvadores de los hombres. Siempre que busquemos otra cosa en nuestra vida, vamos por un camino equivocado, vamos fuera del plan de Dios.

“En la vida de un cristiano, la luz tiene que estar presente y tiene que doblegarnos bajo su peso. No penséis nunca en una vida fácil, lejos del sufrimiento y del sacrificio. La vida terrena es para luchar, para caer en el polvo mil veces y levantarse otras mil veces, es una vida para ser humillados por amor a Cristo. No soñéis con vidas sin cruces. Porque la cruz es un instrumento connatural a la vida del hombre y en especial para aquellos que, por vocación hemos aceptado seguir a Cristo por los caminos del Calvario.

Ahora bien, llevad esa cruz con alegría, con el amor con que se ama a Cristo. Llevad esa cruz con optimismo, con el optimismo del cristiano, que por la fe conoce la trascendencia de su vida de frente a la eternidad. Llevad esa cruz y ayudar a otros a llevarla como buenos samaritanos”.

La muerte de Cristo en la cruz se convierte para nosotros en redención. Y si es un momento de profundo dolor, de negra pena, es al mismo tiempo, un momento de profunda liberación. Mi alma ante ese Cristo crucificado tiene que echarse hacia atrás, mi alma tiene que empujar, tiene que tomar su condición de apóstol, consciente de que a partir de ahora, el Señor crucificado vive en mí, que a partir de ahora el Señor redentor redime con mis palabras, redime con mi corazón, redime con mi celo apostólico, redime con mi ilusión de traer almas para Cristo, redime con mi obediencia, redime por vivir con delicadeza mi vocación.

Así es como Cristo muere este Viernes Santo en la cruz. No es repitiendo de nuevo su sacrificio que nosotros simplemente vamos a conmemorar. Es, sobre todo, haciendo que nosotros nos abracemos con más claridad y con más fuerza a este sacrificio redentor, hecho garantía, hecho amor, hecho corazón dispuesto a servir a los hombres.

miércoles, 20 de abril de 2011

EUCARISTÍA, MILAGRO DE AMOR


Eucaristía, amor de Cristo hasta el extremo
Autor: Padre Mariano de Blas, L.C.

Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo. Los suyos entonces eran los que le veían: Juan y Pedro y los demás compañeros. Hoy los suyos somos tú y yo, todos nosotros; por lo tanto: “Habiendo amado a los suyos, es decir, a los que hoy están en el mundo, los ama hasta el extremo.

Esto es la Eucaristía: el amor de Cristo hasta el extremo para ti, para mí, durante toda la vida. Porque la Eucaristía es poner a tu disposición toda la omnipotencia, bondad, amor y misericordia de Dios, todos los días y todas las horas de tu vida. En cada sagrario del mundo Cristo está para ti todos los días de tu vida. Según sus mismas palabras: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Al decir con vosotros, es decir contigo, conmigo.

El sol no te alumbra o calienta menos a ti cuando alumbra o calienta a muchos. Si tú solo disfrutas del sol, o hay millones de gentes bajo sus rayos, el sol te calienta lo mismo... te calienta con toda su fuerza.

Así, Cristo se ha quedado solo para ti en la Eucaristía, como si tú solo lo visitaras, tú solo comulgaras, tú solo asistieras a la misa. Allí esta, pues, Cristo, medicina de tus males; pero pide como el leproso: “Señor, si quieres, puedes curarme”. Pide como Bartimeo: ”Hijo de David, ten compasión de mí”. Pide como el ladrón: “ Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino”. Allí esta a todas horas, solo para ti, el único bien verdadero, el único bien perdurable, el único amigo sincero, el único amigo fiel; el único que nos tiende la mano y nos ayuda y nos ama en la juventud, en la edad madura, en la la vejez, en la tumba y en la eternidad. Cada uno tiene sus problemas, fallos, miedos, soberbia... tráelos aquí; verás cómo se solucionan. Cristo tiene soluciones.

¿Quieres, necesitas consuelo, fortaleza, santidad, alguna gracia en especial? Sólo pídela con fe, y no tengas miedo de pedir milagros, porque todo es posible para el que cree.
Jesús ha querido quedarse en el Sagrario para darnos una ayuda permanente.

ORACIONES EUCARÍSTICAS..

JUEVES SANTO: CAER DE RODILLAS ANTE JESÚS


Caigamos de rodillas y pidámosle que nos alimente con su Eucaristía mientras recorremos el camino de la vida.
Autor: Ma Esther De Ariño | Fuente: Catholic.net


Hoy Jueves Santo sentimos una necesidad imperiosa de recordar y más que recordar llegar con nuestra imaginación y nuestro sentir hasta el Cenáculo, lugar que tuvo que quedar perfumado con las palabras eucarísticas que pronunció allí Jesús la misma noche en que sería entregado a la muerte.

En aquel sagrado recinto vemos a Cristo rodeado de sus apóstoles junto a una mesa y le vemos tomar el pan y el cáliz en sus manos sacerdotales para convertirlos en su Cuerpo y en su Sangre divinos.

Jesucristo se nos presenta con todo el poder de que es verdadero Dios, por su milagro, por el dominio de su pena interna, por el infinito amor con que corresponde a la soledad de los sagrarios de todo el mundo y de todos los tiempos, a los sacrilegios y perversiones de los corazones de los hombres, al desamor, y a la tibieza de los malos cristianos que lo reciben con gran indiferencia.

San Pablo nos dice: Porque yo aprendí del Señor lo que también os tengo enseñado; y es que el Señor Jesús, la noche misma en que había de ser entregado, tomó el pan y dando gracias lo partió y dijo a sus discípulos: "Tomad y comed. Esto es mi cuerpo que por vosotros será entregado a la muerte. Haced esto en memoria mía". Y de la misma manera el cáliz, después de haber cenado, diciendo: "Este cáliz es el Nuevo Testamento en mi sangre. Haced esto cuantas veces lo bebiereis en memoria mía, pues todas las veces que comierais este pan o bebierais este cáliz, anunciareis la muerte del Señor hasta que venga.

Así es que, cualquiera que comiera este pan o bebiera el cáliz del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Porque quién lo come o bebe indignamente, se traga y bebe su propia condenación". (Cor, ll,2O-32).


Las palabras del Señor en esa noche son una promesa de amor de que jamás estaremos solos sin El, de que podremos alimentar nuestra alma y cuerpo con el mismo Dios nuestro Creador que se quedó en el Sagrario pero también palabras fuertes de una advertencia grave para que no tomemos a la ligera al acercarnos a recibirle sin que antes reconciliemos nuestro corazón, si le hemos ofendido gravemente, con el acto humilde de reconocer nuestros pecados en el Sacramento de la Penitencia.

Y de nuevo ante esta inconmensurable escena de amor en el noche del Jueves Santo podemos ver su rostro trasfigurado y sus ojos llenos de pesadumbre, su corazón dolorido y sus palabras misteriosas para quedarse por siempre, hasta la consumación de los siglos, entre los hombres

Caigamos de rodillas y pidámosle que nos alimente con su Eucaristía mientras recorremos el camino de la vida, que nos consuele en nuestras penas, que participe de nuestras alegría y que nos ayude a no perder la gracia para poderlo recibir frecuentemente y de una manera digna.

martes, 19 de abril de 2011

TRÁTAME CON PUREZA

Trátame con pureza

No me catalogues,
no soy un objeto.

No me etiquetes,
no soy mercadería.

No me juzgues,
no soy tu reo.

No me acuses,
no eres mi fiscal.

No me condenes,
no eres mi juez.

No me enmarques,
no soy espejo ni cuadro.

No me definas,
soy un misterio.

No me minimices,
soy más complejo de lo que crees.

No me divulgues,
no soy un producto o una cosa.

No me vulgarices,
soy alguien muy especial.

No me apuntes,
no soy un blanco de tiro.

No me idolatres,
no soy un ídolo.

No me calumnies,
tengo el derecho a la verdad de los hechos.

No me difames,
tengo el derecho de ser quien soy.

No me esquematices,
soy mas libre de lo que te imaginas.

No creas demasiado en mi,
soy falible.

No dudes siempre de mí,
soy mas verdad que error.

Recuerda siempre que:

Soy gente como tú.

Soy humano como tú.

Soy limitado como tú.

Soy hijo de Dios como lo eres tú.

Trátame como gente
y como hermano y serás para mí
aquello que no lograste ver en mi persona:
¡Un amigo de verdad!

AVE MARÌA PURÌSIMA!

¿Por qué el Padre elige este camino?


Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
¿Por qué el Padre elige este camino?
Martes Santo. Padre, aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú.


Getsemaní es el momento de la obscuridad de la voluntad de Dios; momentos en los cuales el mismo Cristo pide que se le aparte el cáliz: “¡Abba, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú.”

San Marcos refleja la obscuridad que se presenta dentro del alma de Cristo. Los comentaristas de la Escritura siempre han visto aquí un momento en el cual como que Cristo viene a preguntarse: Todo lo que yo voy a hacer, ¿merecerá la pena?

No hay que olvidar el tremendo realismo que supone para Cristo la encarnación, y Él no ha querido, en cierto sentido, ahorrarse ni siquiera esas obscuridades interiores de saber si verdaderamente merecería la pena todo el esfuerzo que Él iba a hacer.

Pero junto con esta obscuridad, hay también otra obscuridad en el camino de Cristo, en el alma de Cristo: ¿Por qué el Padre elige ese camino? ¿Por qué no eligió otro? La elección del camino por parte del Padre es una elección que entra dentro del misterio eterno. ¿Por qué razón la cruz, por qué tanto sufrimiento, por qué tanto dolor? Y si es tremenda la obscuridad ante el camino particularmente duro que se le muestra a Cristo, creo que hay un aspecto muy preocupante y difícil, que es el hecho de que Dios Padre busca en Él el abandono total sin condiciones.

Cristo se sabe Hijo, se sabe, por lo tanto, amado por el Padre, a pesar del dolor que puede embargar el corazón, a pesar de la sangre que pueda brotar de la herida que le produce la renuncia de sí mismo. Sabe que el Padre le exige un abandono total, sin condiciones.

“Si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Cristo es consciente de que su amor por el Padre no puede tener otra opción sino la renuncia de sí mismo. ¿Qué amor sería el que desconfiara de su fuerza sobre el odio, sobre el dolor, sobre la renuncia total? Cristo se sabe amado por toda la eternidad, desde toda la eternidad, pero eso no le ahorra ni un momento de obscuridad.

El relato evangélico es suficientemente claro respecto a esta obscuridad y soledad que nuestro Señor siente ante la voluntad del Padre. Entremos en la obscuridad en el alma de Cristo.

Cristo ha querido tocar todo el dolor humano, y por eso, también Cristo ha querido, como tantas almas humanas, pasar por la obscuridad, de manera que también el alma de Cristo asuma sobre sí la obscuridad y la redima por medio de la oblación libre, del ofrecimiento libre al Padre.

Cristo sabe que el amor no quita del alma la presencia de la soledad purificadora, que reclama un desprendimiento absoluto de todo lo que podría haberle servido de soporte; la soledad del que tiene que lanzarse a la obscuridad, al dolor, a la angustia; la soledad del que sabe que su camino entra al desfiladero de la muerte, del despojo absoluto de toda seguridad humana; la soledad del que siente en su alma el mordisco implacable de la tristeza y de la amargura. Esa soledad que nadie puede evitar al hombre cuando quiere vivir sin pactos fáciles todas las exigencias de su identidad; una profunda soledad interior que reclama una verdadera convicción, para dar hacia adelante el siguiente paso, para darlo con decisión, con energía, porque sabe que su soledad no es excusa para no entregarse al Padre.

Cristo quiere tocar la soledad de todos los hombres, de los hombres que se sienten retados por la obscuridad del alma ante la misión que se les confía. Y el alma de Cristo es consciente de que esa soledad que Él revive por su libre oblación es posible superarla a través de la oración. Y Cristo busca la oración, busca el contacto con el Padre. Cristo busca el encuentro con su Padre para fortalecerse, quizá no para superar la obscuridad. Porque no hay que olvidar que muchas veces la obscuridad no se supera sino que simplemente se soporta. Muchas veces la obscuridad no se puede quitar, no se puede arrancar del alma por mucho que se quiera.

En el alma de Cristo está presente la obscuridad que proviene del dolor interior, que proviene del peso de los pecados ajenos, y Cristo se abraza a este cáliz del Señor. Cristo quiere ser capaz de corresponder a su Padre abrazándose al cáliz que se le ofrece. Cada uno de nosotros debemos preguntarnos también por todas nuestras obscuridades. No es difícil ser fiel cuando todo es claro, cuando todo es amable. La fidelidad es difícil, más difícil todavía, cuando se realiza en la obscuridad, cuando sólo sabes que tienes que ser fiel, cuando sólo te queda la convicción de que tienes que seguir adelante. Y así es la fidelidad de Cristo en Getsemaní. “Si es posible que pase, pero no lo que yo quiera sino lo que quieras tú”. Como dirá la carta a los Hebreos: “Aprendió con gritos y con lágrimas la obediencia, y así se constituyó en causa de salvación para todos los que le obedecen.”

¿Qué hago yo con mis noches en la obscuridad cuando no entiendo qué quieren de mí? ¿Qué hago cuando soy tomado por Dios en caminos que yo no habría escogido para mí, cuando la misión es difícil, cuando el reclamo de la misión supone dar más todavía, cuando yo pensaba que ya estaba en el borde y más no se podía dar?

No tenemos que olvidar que la firmeza interior está en el homenaje de la libertad, en la ofrenda de mi libertad que se vuelve a ofrecer a Dios en medio de la obscuridad. Esa es la fidelidad interior, esa es la firmeza de mi alma. Cristo me da el ejemplo, y Cristo es fiel a sí mismo, fiel a su identidad, fiel a su Padre y fiel a mí, aunque lo único que ve es la obscuridad de una muerte ignominiosa. Fiel, aunque sabe que lo único que lo espera es la noche, el tiempo de las tinieblas, la hora en que el poder, la fuerza, es misteriosamente entregada a los enemigos del Dios fiel que nunca abandona a sus hijos. Cristo es fiel para mí, aunque yo no vea nada, aunque no entienda, aunque a mis ojos el panorama sea sólo la obscuridad, porque la fidelidad en la obscuridad es otro nombre del amor.
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