domingo, 3 de mayo de 2015

EL EVANGELIO DE HOY: DOMINGO 3 DE MAYO DEL 2015


La vid y los sarmientos
La vid y los sarmientos

Juan 15, 1-8 5o. Domingo Pascua B. Si queremos tener vida en nosotros y llevar frutos de vida eterna, tenemos que permanecer siempre unidos a Cristo. 


Por: P. Sergio A. Córdova LC | Fuente: Catholic.net



Del santo Evangelio según san Juan 15, 1-8
«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos.

Oración introductoria
Señor, Tú eres la vid que me sostiene, el dueño y guía de toda mi existencia. Sin Ti no puedo dar fruto. Poda todo aquello que estorbe mi crecimiento. Que esta oración me descubra lo que necesito purificar, mejorar y/o enmendar, para dar el fruto abundante que, con tu gracia, puedo dar.

Petición
Jesús, no permitas que me separe de Ti y me seque, porque entonces mi vida, no tendrá ningún sentido.

Meditación del Papa Francisco
Hoy la Palabra de Dios presenta la imagen de la viña como símbolo del pueblo que el Señor ha elegido. Como una viña, el pueblo requiere mucho cuidado, requiere un amor paciente y fiel. Así hace Dios con nosotros, y así somos llamados a hacer nosotros, Pastores. También cuidar de la familia es una forma de trabajar en la viña del Señor, para que produzca los frutos del Reino de Dios.
Pero para que la familia pueda caminar bien, con confianza y esperanza, es necesaria que esté nutrida por la Palabra de Dios. […] ¡Una Biblia en cada familia! ¡Una Biblia en cada familia! 'Pero padre, nosotros tenemos dos, tenemos tres'. 'Pero, ¿dónde las tenéis escondidas?' La Biblia no es para ponerla en una estantería, sino para tenerla a mano, para leerla a menudo, cada día, ya sea de forma individual o juntos, marido y mujer, padres e hijos, quizá en la noche, especialmente el domingo. Así la familia crece, camina, con la luz y la fuerza de la Palabra de Dios.  » (S.S. Francisco, Ángelus, 5 de octubre de 2014).
Reflexión
Parece increíble que el Señor, en el Evangelio, con tan pocas palabras y con tanta sencillez, nos revele misterios tan profundos y tan sublimes. En este domingo nos habla, con una bella imagen de la vida campestre, de una de las realidades más hondas de nuestra vida cristiana: el misterio de nuestra inserción a Él por la gracia.

"Yo soy la Vid y vosotros los sarmientos". Nuestro Señor expuso esta alegoría a sus apóstoles la noche de la Ultima Cena, y con ella nos introduce a todos los cristianos en el seno de su intimidad divina. Nos está diciendo que estamos unidos a Él con un vínculo tan profundo y tan vital como los sarmientos están unidos a la vid. El sarmiento es una parte de la vid, una especie de -emanación- de la misma. Y por ambos corre la misma savia. Los sarmientos y la vid no son la misma e idéntica realidad -como no lo son la raíz y el tallo, aunque forman un único árbol-; son, más bien, la prolongación de la vid. De esta manera, nuestra unión con Cristo es un bello reflejo -pero muy lejano- de la misma vida trinitaria. Dios nos ha amado tanto que quiso hacernos partícipes de su naturaleza divina, como nos dice san Pedro en su segunda carta (II Pe 1,4) y nos creó para gozar de la comunión de vida con Él (Gaudium et Spes, 19).

¡No podía ser más íntima nuestra inserción a la persona de Cristo! Diría yo que es todavía más profunda y vital que la unión que existe entre la madre y el bebé que lleva en su seno. La criatura recibe todo de la madre: sangre, alimento, calor, respiración, pero el niño tiene que separarse de la madre en un momento dado para seguir viviendo y poder crecer y desarrollarse. Más aún, moriría si permaneciera en el vientre más tiempo del estrictamente necesario. En cambio con los sarmientos no sucede así, sino al revés: tienen que estar siempre unidos a la vid para seguir viviendo y para poder dar fruto. ¡Así de total y definitiva es nuestra unión y dependencia de Cristo!

Pero, por supuesto que no se trata de una unión física, sino espiritual y mística –que no significa por ello menos real, como si sólo fuera real lo que se ve o se toca–. La unión del amor que nos une a nuestro Señor Jesucristo es infinitamente más fuerte y poderosa que la cadena más gruesa e irrompible del universo. ¡Tan fuertes son las cadenas del amor! Pero todo ha sido por mérito y benevolencia de Cristo hacia nosotros. Ha sido su amor gratuito y misericordioso el que nos ha comprado y redimido, a través de su sangre preciosa -como nos recuerda también el apóstol Pedro (I Pe 1, 18-20)- y nos ha unido indisolublemente a su persona y a su misma vida. ¡Qué regalo tan incomparable!

Pero esta unión se puede llegar a romper por culpa nuestra, por negligencia, por ingratitud, por soberbia o por los caprichos de nuestro egoísmo y sensualidad. Sí. Y en esto consiste el pecado: en rechazar la amistad de Dios y la unión con Cristo a la que hemos sido llamados por amor, por vocación, desde toda la eternidad, desde el día de nuestra creación y del propio bautismo. Y es que nuestro Señor no obliga a nadie a permanecer unido a Él. Respeta nuestra libertad y capacidad de elección, también porque nos ama. Un amor por coacción no es amor. Nadie, ni siquiera el mismo Dios, puede obligarnos a amar a alguien contra nuestra voluntad. Ni siquiera a Él. Nos deja en libertad para optar por Él o para darle la espalda e ir contra Él, si queremos. ¡Qué misterio!

¡Ah! Pero eso sí: si queremos tener vida en nosotros y llevar frutos de vida eterna, necesariamente tenemos que permanecer siempre unidos a Cristo: "Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí". Las palabras de Cristo son clarísimas. Y con la imagen agrícola que emplea el Señor adquieren aún más fuerza plástica. Es imposible que un sarmiento apartado de la vid dé uvas, como tampoco puede dar manzanas una rama seca, separada del árbol. Un sarmiento así no sirve ya para nada, más que para tirarlo fuera y para hacer una hoguera. Le pasa lo mismo que a la sal que pierde su sabor (Mt 5,13); y la higuera estéril, sin frutos, es cortada y echada al fuego para que arda (Lc 13,7).

"Yo soy la Vid -nos dice nuestro Señor-. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada". Nada. ¡Cuánta necesidad tenemos de Él para poder vivir! Mucha más de la que el bebé tiene de su propia madre. Sólo si permanecemos unidos a Cristo, podemos hacer algo de provecho para los demás y para nosotros.

Y, ¿cómo podemos permanecer unidos a Cristo? Por el amor a Él y por la vida de gracia santificante: evitando el pecado, frecuentando los sacramentos, intensificando nuestra vida de oración, procurando cumplir la santísima voluntad de Dios en cada jornada y practicando el precepto de la caridad.

Propósito
Ofrecer un sacrificio para que alguien que persiga a la Iglesia, tenga la experiencia de su amor.
Preguntas o comentarios al autor   P. Sergio Cordova LC

LAS LÁGRIMAS DEL PROFETA


Las lágrimas del profeta
Los corazones necesitan un baño de dulzura para comprender que en mis mandatos hay vida y plenitud


Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net




El profeta acababa de huir de la ciudad. Después de 3 meses de predicación, las cosas se habían puesto muy difíciles. Críticas, insultos, denuncias, y un proceso judicial que algunos pidieron para condenar a aquel personaje tan incómodo.

El profeta llegó a un bosque de robles. Cansado, bajo un árbol más tupido, se sentó. Empezó a recordar su predicación, y elevó su lista de protestas al Dios que lo había enviado.

“¿Por qué, Señor? ¿Por qué la persecución, la calumnia, los insultos? ¿Por qué un mundo tan extraño, tan revuelto?

Cuando inicié a hablar de la conversión, me criticaron como fanático y violador de las conciencias. Cuando dije que hay que vivir en castidad, fui sentenciado como psicópata. Cuando hablé de la fidelidad conyugal, me preguntaron si sabía en qué siglo vivimos. Cuando condené la maldad del aborto, me dijeron que era intolerante, de ultraderecha y fundamentalista. Cuando dije que la verdad está en la Iglesia, me expulsaron de una mesa redonda porque era incapaz de un diálogo objetivo. Cuando defendí a los embriones, declararon que yo era enemigo de la ciencia y que quería la muerte y el dolor de los enfermos.

Hablé día y noche de la misericordia, y no me comprendieron pues ya nadie cree en el pecado. Dije que hay que perdonar a los delincuentes, y me insultaron por defender la dignidad de los asesinos. Expliqué lo grave que es consumir drogas y abusar de bebidas alcohólicas, y me dijeron que era un “talibán” enemigo del pluralismo ético.

Al final, algunos me acusaron de usurero y ladrón, de embaucador y mentiroso. Censuraron mis artículos en la prensa y me dijeron que era un irresponsable por declarar inmoral el uso de preservativos. Presentaron una denuncia ante los jueces y... Y ya no pude más, Señor.

Escapé, como Jonás, y envidié a Jeremías: en aquellos tiempos al menos mataban a los profetas. Ahora, en cambio, te dejan sin honra, medio vivo o medio muerto, insultado y despreciado como enemigo de lo humano...”

Las lágrimas del profeta llegaron al suelo. Un petirrojo giraba por acá y por allá, sin entender los motivos de la tristeza de aquel hombre extraño, herido en su corazón, perdido en el bosque como un ratón de ciudad que no sabe dónde se encuentra ahora.

Un suave viento fue la señal de que se acercaba el Señor. El ruido de las hojas del árbol se hizo más intenso y vivo. El profeta se levantó en señal de respeto, sin dejar de mostrar su confusión y su pena. El Señor le tocó en el hombro y le dijo:

“He escuchado tus quejas y comprendo tus angustias. El mundo no ha cambiado mucho desde que persiguieron a mis enviados, incluso a mi Hijo. Quizá te ilusionaste demasiado pronto, soñaste en conversiones fáciles y en cambios repentinos. El camino de los corazones no es fácil, y dejar hábitos de pecado (ni siquiera saben lo que es pecado) no se consigue tras una predicación sencilla y clara como las tuyas.

Pero la siembra deja siempre algo. No lo has visto, pero un esposo ha dejado de pegar a su mujer y a sus hijos. Un niño ha empezado a leer la Biblia y buscar rastros de Dios en las estrellas. Una chica ha renunciado a un aborto fácil, porque escuchó aquel discurso tuyo (el último que te permitieron en la radio, antes de que mil cartas de protesta te cerrasen también ese pequeño espacio que te habían permitido). Una señora mayor ha empezado a ofrecer ayuda a un emigrante al que antes temía como a un enemigo y ahora empieza a ver como a un hermano.

Sé que el mundo no es fácil. Los corazones necesitan un baño de dulzura para comprender que en mis mandatos hay vida y plenitud. Ahora sólo temen perder conquistas de vientos que les llenan con un instante de placer y les hacen olvidar que son eternos, con vocación de hijos y de santos.

No te pido que vuelvas a la ciudad, quizá sea inútil por ahora. Piensa sólo en que vale la pena todo si llega un poco de amor a alguno de mis hijos, si la esperanza se enciende en una familia rota, si el perdón nace en una vida herida por la desgracia y hundida por los odios.

No te pido que vuelvas, pero me gustaría pedírtelo. También tú eres libre como ellos. No te quito tu libertad. Piensa sólo en lo hermoso que es encender un poco de mi fuego en alguna vida. Luego, confía. Yo estoy contigo. Hasta el final, a pesar de la calumnia, los fracasos y, tal vez, una cárcel sin honra y sin justicia...”
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