¿Quién es mi prójimo?
La parábola no se comprende si no se tiene en cuenta la pregunta a la que, con aquella, Jesús intentaba responder: «¿Quién es mi prójimo?». A este interrogante de un doctor de la ley, Jesús responde narrando una parábola… ¡La parábola del buen samaritano!
En el ambiente judaico de aquel tiempo se discutía sobre quién debía ser considerado, para un israelita, el propio prójimo. Se llegaba en general a comprender, en la categoría de prójimo, a todos los compatriotas y a los prosélitos, esto es, a los gentiles que se habían adherido al judaísmo. Con la elección de los personajes (¡un samaritano que socorre a un judío!) Jesús viene a decir que la categoría de prójimo es universal, no particular. Tiene como horizonte el hombre, no el círculo familiar, étnico o religioso. ¡Prójimo es también el enemigo! Se sabe que de hecho los judíos «no tenían buenas relaciones con los samaritanos» (cfr. Jn 4, 9).
La parábola enseña que el amor al prójimo debe ser no sólo universal, sino también concreto y activo. ¿Cómo se comporta el samaritano de la parábola? Si el samaritano se hubiera contentado con acercarse y decir a ese desdichado que yacía en su propia sangre: «¡Pobrecito! ¡Cuánto lo siento! ¿Qué ha pasado? ¡Ánimo!», o palabras así, y después se hubiera marchado, ¿no habría sido todo ello una ironía y un insulto? Hizo otra cosa: «Acercándosele, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. A día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: “Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva”».
Pero lo verdaderamente nuevo, en la parábola del buen samaritano, no es que en ella Jesús exija un amor universal y concreto. La auténtica novedad, está en otro punto. Después de narrar la parábola, Jesús pregunta al doctor de la ley que le había interrogado: «¿Quién de estos tres [el levita, el sacerdote, el samaritano] te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?».
Jesús opera una inversión inesperada respecto al concepto tradicional de prójimo. Prójimo es el samaritano, no el herido, como nos habríamos esperado. Esto significa que no hay que esperar pasivamente a que el prójimo se cruce en nuestro camino, tal vez con luces de emergencia y alarmas. Nos toca a nosotros estar dispuestos a percibir quién es, a descubrirle. ¡Prójimo es aquello a lo que cada uno de nosotros está llamado a convertirse! El problema del doctor de la ley aparece derribado; de problema abstracto y académico, se hace problema concreto y operativo. La cuestión que hay que plantearse no es: «¿Quién es mi prójimo?», sino: «¿De quién me puedo hacer prójimo, ahora, aquí?».
Desearía apuntar otra posible actualización de la parábola. Estoy convencido de que si Jesús viviera hoy en Israel, y un doctor de la ley le preguntara de nuevo: «¿Quién es mi prójimo?», cambiaría ligeramente la parábola, ¡y en el lugar de un samaritano pondría a un palestino! Si después le interrogara un palestino, ¡en el lugar del samaritano encontraríamos a un judío!
Pero es muy cómodo limitar el tema a África o a Oriente Medio. Si fuéramos uno de nosotros el que le preguntara a Jesús: «¿quién es mi prójimo?», ¿qué respondería? Nos recordaría ciertamente que nuestro prójimo no es sólo el compatriota, sino también el extranjero; no sólo el cristiano, sino también el musulmán; no sólo el católico, sino también el protestante. Pero añadiría enseguida que no es esto lo más importante; lo más importante no es saber quién es mi prójimo, sino ver de quién me puedo hacer yo prójimo, ahora, aquí; para quién puedo ser yo el buen samaritano.
* P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
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Evangelio Comentado por:
José Antonio Pagola
Lc 10,25-37
HAZ TÚ LO MISMO
Para no salir malparado de una conversación con Jesús, un maestro de la ley termina preguntándole: «Y ¿quién es mi prójimo?». Es la pregunta de quien solo se preocupa de cumplir la ley. Le interesa saber a quién debe amar y a quién puede excluir de su amor. No piensa en los sufrimientos de la gente.
Jesús, que vive aliviando el sufrimiento de quienes encuentra en su camino, rompiendo si hace falta la ley del sábado o las normas de pureza, le responde con un relato que denuncia de manera provocativa todo legalismo religioso que ignore el amor al necesitado.
En el camino que baja de Jerusalén a Jericó, un hombre ha sido asaltado por unos bandidos. Agredido y despojado de todo, queda en la cuneta medio muerto, abandonado a su suerte. No sabemos quién es, solo que es un «hombre». Podría ser cualquiera de nosotros. Cualquier ser humano abatido por la violencia, la enfermedad, la desgracia o la desesperanza.
«Por casualidad» aparece por el camino un sacerdote. El texto indica que es por azar, como si nada tuviera que ver allí un hombre dedicado al culto. Lo suyo no es bajar hasta los heridos que están en las cunetas. Su lugar es el templo. Su ocupación, las celebraciones sagradas. Cuando llega a la altura del herido, «lo ve, da un rodeo y pasa de largo».
Su falta de compasión no es solo una reacción personal, pues también un levita del templo que pasa junto al herido «hace lo mismo». Es más bien una actitud y un peligro que acecha a quienes se dedican al mundo de lo sagrado: vivir lejos del mundo real donde la gente lucha, trabaja y sufre.
Cuando la religión no está centrada en un Dios, Amigo de la vida y Padre de los que sufren, el culto sagrado puede convertirse en una experiencia que distancia de la vida profana, preserva del contacto directo con el sufrimiento de las gentes y nos hace caminar sin reaccionar ante los heridos que vemos en las cunetas. Según Jesús, no son los hombres del culto los que mejor nos pueden indicar cómo hemos de tratar a los que sufren, sino las personas que tienen corazón.
Por el camino llega un samaritano. No viene del templo. No pertenece siquiera al pueblo elegido de Israel. Vive dedicado a algo tan poco sagrado como su pequeño negocio de comerciante. Pero, cuando ve al herido, no se pregunta si es prójimo o no. Se conmueve y hace por él todo lo que puede. Es a este a quien hemos de imitar. Así dice Jesús al legista: «Vete y haz tú lo mismo». ¿A quién imitaremos al encontrarnos en nuestro camino con las víctimas más golpeadas por la crisis económica de nuestros días?
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Evangelio Comentado por:
José Antonio Pagola
Lc 10,25-37
HAZ TÚ LO MISMO
Para no salir malparado de una conversación con Jesús, un maestro de la ley termina preguntándole: «Y ¿quién es mi prójimo?». Es la pregunta de quien solo se preocupa de cumplir la ley. Le interesa saber a quién debe amar y a quién puede excluir de su amor. No piensa en los sufrimientos de la gente.
Jesús, que vive aliviando el sufrimiento de quienes encuentra en su camino, rompiendo si hace falta la ley del sábado o las normas de pureza, le responde con un relato que denuncia de manera provocativa todo legalismo religioso que ignore el amor al necesitado.
En el camino que baja de Jerusalén a Jericó, un hombre ha sido asaltado por unos bandidos. Agredido y despojado de todo, queda en la cuneta medio muerto, abandonado a su suerte. No sabemos quién es, solo que es un «hombre». Podría ser cualquiera de nosotros. Cualquier ser humano abatido por la violencia, la enfermedad, la desgracia o la desesperanza.
«Por casualidad» aparece por el camino un sacerdote. El texto indica que es por azar, como si nada tuviera que ver allí un hombre dedicado al culto. Lo suyo no es bajar hasta los heridos que están en las cunetas. Su lugar es el templo. Su ocupación, las celebraciones sagradas. Cuando llega a la altura del herido, «lo ve, da un rodeo y pasa de largo».
Su falta de compasión no es solo una reacción personal, pues también un levita del templo que pasa junto al herido «hace lo mismo». Es más bien una actitud y un peligro que acecha a quienes se dedican al mundo de lo sagrado: vivir lejos del mundo real donde la gente lucha, trabaja y sufre.
Cuando la religión no está centrada en un Dios, Amigo de la vida y Padre de los que sufren, el culto sagrado puede convertirse en una experiencia que distancia de la vida profana, preserva del contacto directo con el sufrimiento de las gentes y nos hace caminar sin reaccionar ante los heridos que vemos en las cunetas. Según Jesús, no son los hombres del culto los que mejor nos pueden indicar cómo hemos de tratar a los que sufren, sino las personas que tienen corazón.
Por el camino llega un samaritano. No viene del templo. No pertenece siquiera al pueblo elegido de Israel. Vive dedicado a algo tan poco sagrado como su pequeño negocio de comerciante. Pero, cuando ve al herido, no se pregunta si es prójimo o no. Se conmueve y hace por él todo lo que puede. Es a este a quien hemos de imitar. Así dice Jesús al legista: «Vete y haz tú lo mismo». ¿A quién imitaremos al encontrarnos en nuestro camino con las víctimas más golpeadas por la crisis económica de nuestros días?