domingo, 2 de febrero de 2025

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO SOBRE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR 2025



Homilía del Papa Francisco en las Vísperas por la Fiesta de la Presentación del Señor 2025

1 de febrero de 2025



El Papa Francisco presidió el rezo de las Vísperas en la Basílica de San Pedro por la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, reflexionando sobre la luz de la pobreza, castidad y obediencia, como llamadas a vivir el amor de Dios en el mundo.

A continuación, la homilía completa del Papa Francisco en el rezo de las Vísperas que presidió este 1 de febrero con motivo de la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano:


En la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, el Papa Francisco reflexionó sobre la misión de los consagrados como portadores de luz en el mundo actual. A través de los votos de pobreza, castidad y obediencia, destacó su papel en la renovación espiritual y en la construcción de relaciones auténticas basadas en el amor y la entrega a Dios.

«Aquí estoy, yo vengo [...] para hacer, Dios, tu voluntad» (Hb 10,7). Con estas palabras, el autor de la Carta a los Hebreos manifiesta la perfecta adhesión de Jesús al plan del Padre. 

Y las leemos hoy, en la fiesta de la Presentación del Señor, Jornada mundial de la Vida Consagrada, durante el Jubileo de la Esperanza, en un contexto litúrgico caracterizado por el símbolo de la luz. Y todos ustedes, hermanas y hermanos, que escogieron el camino de los consejos evangélicos, se han consagrado, como «Esposa ante el Esposo [...] envuelta por su luz» (S. Juan Pablo II, Exhort. ap. Vita consecrata, 15), a ese mismo plan luminoso del Padre que se remonta a los orígenes del mundo.

Este plan tendrá su total cumplimiento al final de los tiempos, pero se hace visible, ya desde ahora, a través de «las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas» (ibíd., 20). Reflexionemos, entonces, en el modo en que, por medio de los votos de pobreza, castidad y obediencia que profesaron, ustedes también pueden ser portadores de luz para las mujeres y los hombres de nuestro tiempo.

El primer aspecto es la luz de la pobreza. Esta tiene sus raíces en la vida misma de Dios, eterno y total don recíproco del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (cf. ibíd., 21). 

En el ejercicio de la pobreza, la persona consagrada, con un uso libre y generoso de todas las cosas, se hace para estas mismas, portadora de bendición; porque manifiesta la bondad de ellas en el orden del amor, rechaza todo lo que puede ofuscar su belleza ―el egoísmo, la codicia, la dependencia, el uso violento y con objetivos de muerte― mientras abraza, en cambio, todo lo que la puede enaltecer: la sobriedad, la generosidad, el compartir, la solidaridad. 

Como dice San Pablo: «Todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios» (1 Co 3,22-23).

El segundo aspecto es la luz de la castidad. También esta tiene origen en la Trinidad y manifiesta un «reflejo del amor infinito que une a las tres Personas divinas» (Vita consecrata, 21). 

Su profesión, en la renuncia al amor conyugal y en el camino de la continencia, reafirma el primado absoluto, para el ser humano, del amor de Dios, acogido con corazón indiviso y nupcial (cf. 1 Co 7,32-36), y lo indica como fuente y modelo de cualquier otro amor. Vivimos en un mundo frecuentemente marcado por formas distorsionadas de afectividad, en el que el principio de “lo que a mí me gusta” impulsa a buscar en el otro más la satisfacción de las propias necesidades que la alegría de un encuentro fecundo. 

En las relaciones, esto genera actitudes de superficialidad y precariedad, egocentrismo y hedonismo, inmadurez e irresponsabilidad moral, por lo que el esposo y la esposa de toda la vida se sustituyen con el compañero o compañera del momento; los hijos, en vez de ser acogidos como un don, se pretenden como un “derecho”, o se eliminan como un “estorbo”.

En un contexto de este tipo, frente a «una creciente necesidad de transparencia interior en las relaciones humanas» (Vita consecrata, 88) y de humanización de los vínculos entre los individuos y las comunidades, la castidad consagrada muestra al hombre y a la mujer del siglo veintiuno un camino de sanación del mal del aislamiento, en el ejercicio de una manera de amar libre y liberadora, que acoge y respeta a todos y no obliga ni rechaza a ninguno. 

¡Qué medicina para el alma es encontrar religiosas y religiosos que sean capaces de relacionarse así, con madurez y alegría! Son un reflejo del amor divino (cf. Lc 2,30-32). 

Pero para ello, es importante que en nuestras comunidades nos preocupemos por el crecimiento espiritual y afectivo de las personas, tanto en la formación inicial como en la permanente, para que la castidad revele verdaderamente la belleza del amor que se da, y no ganen terreno fenómenos destructivos como el avinagramiento del corazón o la ambigüedad de las elecciones, fuente de tristeza e insatisfacción que provoca, a veces, en los sujetos más frágiles, el desarrollo de verdaderas “dobles vidas”.

Y llegamos al tercer aspecto, que es la luz de la obediencia. También de ella nos habla el texto que hemos escuchado, presentándonos, en la relación entre Jesús y el Padre, la «belleza liberadora de una dependencia filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la confianza recíproca» (Vita consecrata, 21). 

Es la luz de la Palabra que se hace don y respuesta de amor, signo profético para nuestra sociedad, que tiene la tendencia de hablar mucho y escuchar poco, en la familia, en el trabajo y especialmente en las redes sociales, donde nos podemos intercambiar cantidad de palabras y de imágenes, sin llegar nunca a conocernos realmente, porque no nos interesamos los unos por los otros. 

La obediencia consagrada es un antídoto a tal individualismo solitario, promoviendo, en su lugar, un modelo relación basado en la escucha efectiva, en la que al “decir” y al “oír” sigue la concretización del “actuar”, aun a costa de renunciar a los propios gustos, programas y preferencias.

En efecto, sólo de esta manera la persona puede experimentar al máximo la alegría del don, derrotando a la soledad y descubriendo el sentido de la propia existencia en el gran plan de Dios.

Quisiera terminar recordando otro punto: el “regreso a los orígenes”, del que actualmente se habla tanto en la vida consagrada. A este respecto, la Palabra de Dios que hemos escuchado nos recuerda que el primer y más importante “regreso a los orígenes” de toda consagración, para todos nosotros, es el regreso a Cristo y a su “sí” al Padre. 

Nos recuerda que la renovación, antes que con las reuniones y las “mesas redondas” –―aunque sean muy útiles―, se realiza ante el Sagrario, en adoración, redescubriendo a las propias fundadoras y a los propios fundadores principalmente como mujeres y hombres de fe, y repitiendo con ellos, en la oración y en la entrega de sí: «Aquí estoy, yo vengo [...] para hacer, Dios, tu voluntad» (Hb 10,7). 



NADIE ESTÁ SOLO - PRESENTACIÓN DEL SEÑOR - 2 DE FEBRERO



 NADIE ESTÁ SOLO

Todavía hoy se da entre los cristianos un cierto «elitismo religioso» que es indigno de un Dios que es amor infinito. Hay quienes piensan que Dios es un Padre extraño que, aunque tiene millones y millones de hijos e hijas que van naciendo generación tras generación, en realidad solo se preocupa de verdad de sus «preferidos». Dios siempre actúa así: escoge un «pueblo elegido», sea el pueblo de Israel o la Iglesia, y se vuelca totalmente en él, dejando a los demás pueblos y religiones en un cierto abandono.


Más aún. Se ha afirmado con toda tranquilidad que «fuera de la Iglesia no hay salvación», citando frases como la tan conocida de san Cipriano, que, sacada de su contexto, resulta escalofriante: «No puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por Madre».


Es cierto que el Concilio Vaticano II ha superado esta visión indigna de Dios afirmando que «él no está lejos de quienes buscan, entre sombras e imágenes, al Dios desconocido, puesto que todos reciben de él la vida, la inspiración y todas las cosas, y el Salvador quiere que todos los hombres se salven» (Lumen gentium 16), pero una cosa son estas afirmaciones conciliares y otra los hábitos mentales que siguen dominando la conciencia de no pocos cristianos.


Hay que decirlo con toda claridad. Dios, que crea a todos por amor, vive volcado sobre todas y cada una de sus criaturas. A todos llama y atrae hacia la felicidad eterna en comunión con él. No ha habido nunca un hombre o una mujer que haya vivido sin que Dios lo haya acompañado desde el fondo de su mismo ser. Allí donde hay un ser humano, cualquiera que sea su religión o su agnosticismo, allí está Dios suscitando su salvación. Su amor no abandona ni discrimina a nadie. Como dice san Pablo: «En Dios no hay acepción de personas» (Romanos 2,11).


Rechazado en su propio pueblo de Nazaret, Jesús recuerda la historia de la viuda de Sarepta y la de Naamán el sirio, ambos extranjeros y paganos, para hacer ver con toda claridad que Dios se preocupa de sus hijos, aunque no pertenezcan al pueblo elegido de Israel. Dios no se ajusta a nuestros esquemas y discriminaciones. Todos son sus hijos e hijas, los que viven en la Iglesia y los que la han dejado. Dios no abandona a nadie.

SERÁ COMO UNA BANDERA DISCUTIDA - FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR - 2 DE FEBRERO



«Será como una bandera discutida»


Simeón es un personaje entrañable. Lo imaginamos casi siempre como un sacerdote anciano del Templo, pero nada de esto se nos dice en el texto. Simeón es un hombre bueno del pueblo que guarda en su corazón la esperanza de ver un día «el consuelo» que tanto necesitan. «Impulsado por el Espíritu de Dios», sube al templo en el momento en que están entrando María, José y su niño Jesús.

 

El encuentro es conmovedor. Simeón reconoce en el niño que trae consigo aquella pareja pobre de judíos piadosos al Salvador que lleva tantos años esperando. El hombre se siente feliz. En un gesto atrevido y maternal, «toma al niño en sus brazos» con amor y cariño grande. Bendice a Dios y bendice a los padres. Sin duda, el evangelista lo presenta como modelo. Así hemos de acoger al Salvador.

 

Pero, de pronto, se dirige a María y su rostro cambia. Sus palabras no presagian nada tranquilizador: «Una espada te traspasara el alma». Este niño que tiene en sus brazos será una «bandera discutida»: fuente de conflictos y enfrentamientos. Jesús hará que «unos caigan y otros se levanten». Unos lo acogerán y su vida adquirirá una dignidad nueva: su existencia se llenará de luz y de esperanza. Otros lo rechazarán y su vida se echará a perder. El rechazo a Jesús será su ruina.

 

Al tomar postura ante Jesús, «quedará clara la actitud de muchos corazones». El pondrá al descubierto lo que hay en lo más profundo de las personas. La acogida de este niño pide un cambio profundo. Jesús no viene a traer tranquilidad, sino a generar un proceso doloroso y conflictivo de conversión radical.

 

Siempre es así. También hoy. Una Iglesia que tome en serio su conversión a Jesucristo, no será nunca un espacio de tranquilidad sino de conflicto. No es posible

una relación más vital con Jesús sin dar pasos hacia mayores niveles de verdad. Y esto es siempre doloroso para todos.

 

Cuanto más nos acerquemos a Jesús, mejor veremos nuestras incoherencias y desviaciones; lo que hay de verdad o de mentira en nuestro cristianismo; lo que hay de pecado en nuestros corazones y nuestras estructuras, en nuestras vidas y nuestras teologías.

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P. José Antonio Pagola  

EL EVANGELIO DE HOY DOMINGO 2 DE FEBRERO DE 2025 - LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR



 2 de febrero: La Presentación del Señor

Domingo 2 de febrero de 2025




1ª Lectura (Mal 3,1-4): Así dice el Señor: «Mirad, yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis. Miradlo entrar —dice el Señor de los ejércitos. ¿Quién podrá resistir el día de su venida?, ¿quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará como un fundidor que refina la plata, como a plata y a oro refinará a los hijos de Leví, y presentarán al Señor la ofrenda como es debido. Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos».



Salmo responsorial: 23

R/. El Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria.

¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria.


¿Quién es ese Rey de la gloria? El Señor, héroe valeroso; el Señor, héroe de la guerra.


¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria.


¿Quién es ese Rey de la gloria? El Señor, Dios de los ejércitos. Él es el Rey de la gloria.

2ª Lectura (Heb 2,14-18): Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús; así, muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos. Notad que tiende una mano a los hijos de Abrahán, no a los ángeles. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella.

Versículo antes del Evangelio (Lc 2,32): Aleluya. Tú eres, Señor, la luz que alumbra a las naciones y la gloria de tu pueblo, Israel. Aleluya.

Texto del Evangelio (Lc 2,22-40): Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor» y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor.


Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él.


Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».


Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre Él.




«Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación»

Rev. D. Lluís RAVENTÓS i Artés

(Tarragona, España)




Hoy, aguantando el frío del invierno, Simeón aguarda la llegada del Mesías. Hace quinientos años, cuando se comenzaba a levantar el Templo, hubo una penuria tan grande que los constructores se desanimaron. Fue entonces cuando Ageo profetizó: «La gloria de este templo será más grande que la del anterior, dice el Señor del universo, y en este lugar yo daré la paz» (Ag 2,9); y añadió que «los tesoros más preciados de todas las naciones vendrán aquí» (Ag 2,7). Frase que admite diversos significados: «el más preciado», dirán algunos, «el deseado de todas las naciones», afirmará san Jerónimo.


A Simeón «le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor» (Lc 2,26), y hoy, «movido por el Espíritu», ha subido al Templo. Él no es levita, ni escriba, ni doctor de la Ley, tan sólo es un hombre «justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel» (Lc 2,25). Pero el Espíritu sopla allí donde quiere (cf. Jn 3,8).


Ahora comprueba con extrañeza que no se ha hecho ningún preparativo, no se ven banderas, ni guirnaldas, ni escudos en ningún sitio. José y María cruzan la explanada llevando el Niño en brazos. «¡Puertas, levantad vuestros dinteles, alzaos, portones antiguos, para que entre el rey de la gloria!» (Sal 24,7), clama el salmista.


Simeón se avanza a saludar a la Madre con los brazos extendidos, recibe al Niño y bendice a Dios, diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,29-32).


Después dice a María: «¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,35). ¡Madre!, —le digo— cuando llegue el momento de ir a la casa del Padre, llévame en brazos como a Jesús, que también yo soy hijo tuyo y niño.

FELIZ DOMINGO!!!! PRESENTACIÓN DEL SEÑOR - 2 DE FEBRERO





 

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