Meditaciones de Adviento
Vendrá vuestro Médico, dice el Profeta, a sanar los enfermos, y vendrá veloz como ave que vuela, y cual sol que al asomar en el horizonte envía al momento su luz al otro polo.
Pero he aquí que ya ha venido. Consolémonos, pues, y démosle gracias, dice san Agustín, porque ha bajado hasta el lecho del enfermo, quiere decir, hasta tomar nuestras carne; puesto que nuestros cuerpos son los lechos de nuestras almas enfermas.
Los otros médicos, por mucho que amen a los enfermos, solo ponen todo su cuidado por curarlos; pero ¿quién por sanarlos toma para sí la enfermedad? Jesucristo solo, ha sido aquel médico que se ha cargado con nuestros males, a fin de sanarlos. No ha querido mandar a otro, sino venir Él mismo a practicar este piadoso oficio, para ganarse nuestros corazones. Ha querido con su misma sangre curar nuestras llagas, y con su muerte librarnos de la muerte eterna, de que éramos deudores. En suma, ha querido tomar la amarga medicina de una vida continuada de penas, y de una muerte cruel, para alcanzarnos la vida y labrarnos de todos nuestros males. El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo tengo de beber? Decía el Salvador a Pedro. Fue, pues, necesario, que Jesucristo abrazase tantas ignominias para sanar nuestra soberbia: abrazase una vida pobre para curar nuestra codicia: abrazase un mar de penas, hasta morir de puro dolor, para sanar nuestro deseo de placeres sensuales.
(San Alfonso María de Ligorio)
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