La trampa de la confusión
Cuando leemos el evangelio, sobre todos los que se las dan de antirreligiosos y modernos, pensaremos y pensarán que pone a la Iglesia en su justo lugar.
Pero, en cambio, ni los políticos son dioses para hacer un mundo a su antojo ni, la iglesia misma, pretende ordenarlo todo desde ella misma. En la sana distancia, ciertamente, puede estar el respeto. Pero no siempre, el callar ante todo, es sinónimo de respeto sino –tal vez– de cobardía.
Dar a Dios, lo que es de Dios, es ofrecerle nuestra adoración y nuestra entrega. Aquello que espontáneamente y sinceramente brota desde lo más hondo desde nosotros mismos. Luego, esa misma fe, hará que nos comprometamos allá donde sea necesario para que el mundo sea poco a poco un pedazo de ese cielo que Dios, a través de nosotros, intenta llevar a cabo.
Mal servicio haríamos a la Palabra del Señor, si la entendiésemos con tan excesiva literalidad que nos inhibiésemos de toda conflictividad social, económica o cultural que nos rodea y nos urge. A veces, el dar a Dios lo que es de Dios, conlleva no dejar al capricho de ciertos legisladores y de la coyuntura dominante aquello que consideramos que es inmutable, valioso y decisivo para un justo orden o para una humanidad mejor.
Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios es vivir atentamente los signos de los tiempos. Es valorar, en su justo término, el respeto de los unos con los otros. Es, no imponer, pero si proponer otros modos de entender la vida del hombre, sus relaciones, su trabajo, su dignidad evitando que caiga todo ello bajo el mazazo del absolutismo relativista.
Han cambiado los tiempos. La iglesia no busca ni puede erigirse como la única institución para moldear toda la trama social desde los postulados que conserva, predica y sostiene en su afán evangelizador. Pero, la iglesia, tampoco puede sustraerse y replegarse sobre sí misma para que algunos actúen a su propio antojo, sin tener en cuenta otras voces que nos alertan o nos iluminan por dónde podemos ir mejor o peor.
¿Quién es el César? ¿Acaso las fuerzas poderosas que manejan la sociedad con sus propios hilos y con variados intereses? ¿Los sistemas políticos que fracasan a la vuelta de la esquina? ¿Las ideas dominantes que fragmentan la paz social?
La iglesia puede jugar ese papel fundamental de recuperar un espacio que tal vez algunos le niegan. Y nosotros, como católicos, somos sabedores que de Dios venimos, que de Dios es todo y que pasan modas y costumbres, personas e instituciones, césares y poderosos y que El, por el contrario, permanece inmutable, firme y vivo.
Muchas tentaciones podemos tener los agentes de pastoral en este momento. Una de ellas es el, por no complicarnos la vida, hablar con un lenguaje tan divino que nos alejemos de todo lo humano. Ello, ciertamente, nos traerá un camino más dulce en la tierra, pero una cuesta más empinada para alcanzar el cielo.
Qué bien lo reflejaba el Papa Juan Pablo II en el siguiente texto: “Vivid vosotros e infundid en las realidades temporales la savia de la fe de Cristo, conscientes de que esa fe no destruye nada auténticamente humano, sino que lo refuerza, lo purifica, lo eleva”.(Nou Camp Barcelona 82)
(Padre Javier Leoz)
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