sábado, 27 de junio de 2020

LA FE DEL CENTURIÓN


La fe del centurión
Para creer, son de gran importancia la humildad y la sencillez del corazón


Por: F.L. Mateo Seco | Fuente: Opusdei.es




Cuenta san Lucas que, terminado el sermón de la montaña, Nuestro Señor entró en Cafarnaún. “Había allí un centurión que tenía un siervo enfermo, a punto de morir, a quien quería mucho. Habiendo oído hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su siervo"[1]. La escena es encantadora: en el comienzo de la vida pública del Señor, durante el ministerio en Galilea, he aquí que le llega una embajada solicitándole un milagro. La envía un centurión –una persona importante en la ciudad–, que tiene un siervo gravemente enfermo para pedirle su curación.

El envío de esos mensajeros es fruto de un sentimiento de indignidad por parte del centurión: no se consideraba digno de presentarse ante Jesús, ni de que Jesús entrase en su casa, que era la casa de un «gentil». Todo hace pensar que aquel oficial se había formado un alto concepto de la dignidad de Jesús y que conocía las costumbres y leyes del pueblo judío en lo referente al trato con los «gentiles». Por esta razón, cuando sabe que Jesús viene hacia la casa, envía una segunda embajada pidiéndole que no se moleste en llegar hasta ella. Los enviados se lo comunican al Señor con unas palabras que la Iglesia evoca a diario en la liturgia de la Santa Misa: «Domine, non sum dignus ut intres sub tectum meum, sed tantum dic verbo…»[2] Señor, “no soy digno de que entres en mi casa (…). Pero dilo de palabra y mi criado quedará sano"[3]. El Señor alaba esta actitud y exclama ante la multitud que le acompaña: “Os digo que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande"[4]. Cuando los enviados vuelven a la casa, ya está curado el siervo. San Lucas recalca que Jesús se admiró de la humildad y de la fe del centurión. Esta vez ha sido un «gentil», es decir, alguien no perteneciente al pueblo escogido, el que ha dado ejemplo de «fe», llenando de alegría al Señor.


Un obsequio razonable

Jesús ha calificado como fe el comportamiento del centurión que tiene muchas facetas: la confianza absoluta en el poder del Señor, la sencilla manifestación de humildad, la confesión pública de su dignidad. Todo sucede ante la multitud que rodea al Señor, sin que el militar se recate de confesar su «indignidad» y de mostrar su fe. Jesús alaba la decisión del centurión, en la que van unidas la humildad y la confianza en su Persona junto con el reconocimiento de que Él viene de parte de Dios. Estas son las disposiciones que la Iglesia desea suscitar en nosotros al pedir que, inmediatamente antes de acercamos a recibir la Sagrada Comunión, nos dirijamos al Señor con esas palabras, aumentando así nuestras disposiciones de fe, de humildad y de confianza.

El centurión ha oído hablar de Jesús y de su poder de curar; quizás han llegado hasta sus oídos algunas palabras pronunciadas por el Señor en el Sermón del Monte, o quizás también alguien le haya contado algún milagro. En cualquier caso, no ha podido escuchar todavía noticias de muchas cosas, pues nos encontramos en el comienzo de la vida pública. Y sin embargo, lo poco que le ha llegado ha sido suficiente para hacerle creer y confiar en Jesús; algo le ha dado a su corazón motivo suficiente para creer en su poder, incluso para entrever la «dignidad» del Señor.

La fe es un «obsequio razonable» a Dios, pues se apoya en unos motivos que hacen razonable el creer, más aún, que nos dicen que debemos creer, pues, junto con la gracia de Dios, se nos han dado signos suficientes que nos indican que debemos fiarnos de Él. No creemos en el absurdo, sino en algo que está por encima de nuestra inteligencia. Y creemos, porque se nos dan razones suficientes para hacer el paso hacia la fe de manera razonable y honesta. La fe no sería un obsequio que el hombre ofrece a Dios, si no tuviese esas dos características: Dios quiere la adhesión de nuestra inteligencia a su palabra, no la anulación de la razón; quiere su apertura a la verdad, no que se ciegue ante ella adhiriéndose al absurdo. Escribe san Ireneo, «como desde el principio el ser humano fue dotado del libre albedrío, Dios, a cuya imagen fue hecho, siempre le ha dado el consejo de perseverar en el bien, que se perfecciona por la obediencia a Dios. Y no sólo en cuanto a las obras, sino también en cuanto a la fe, el Señor ha respetado la libertad y el libre albedrío del hombre... como se demuestra en las palabras de Jesús al centurión: Vete, que te suceda según tu fe»[5].

La fe es un acto humano que perfecciona al hombre en cuanto tal, y esto no sería así, si le llevase a actuar contra su razón. La fe no es involución de la inteligencia, sino apertura a la verdad por el camino de la confianza en quien nos la propone. Esa confianza es esencial para que la fe sea razonable. En el caso de la fe teologal, se trata de una adhesión que se debe a Dios y sólo a Él. «La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice»[6]: «es razonable tener fe en Él, cimentar la propia seguridad sobre su Palabra»[7].


Un corazón sencillo

La fe es un obsequio razonable a Dios, pero la «racionabilidad» de la fe no justifica lo que podría calificarse como un «corazón desconfiado», «un corazón duro», que necesita demasiados motivos para creer. Lo vemos en la actitud del Señor ante quienes no acababan de aceptar su Resurrección a pesar de los testimonios fiables que les llegaban. Cuenta san Marcos que el Señor “se apareció a los Once cuando estaban a la mesa y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado"[8], es decir, no habían dado crédito al testimonio de quienes vieron al Señor resucitado antes que ellos. El reproche por la incredulidad y dureza de corazón de estos discípulos es buena muestra de la importancia de un corazón abierto a la fe, y es un contrapunto ejemplar que destaca la figura del centurión en su descomplicada apertura a la fe.

Para creer, son de gran importancia la humildad y la sencillez del corazón, porque es en el corazón «donde nos abrimos a la verdad y al amor, y dejamos que nos toquen y nos transformen en lo más hondo»[9]. La fe compromete a la persona entera, pues es, antes que nada, confianza en Dios que se revela y confianza también en Aquel que ha ofrecido el testimonio de su palabra y de su vida, y lo sigue ofreciendo por medio de su Iglesia: Jesucristo. Esta confianza, esencial en la fe, implica no sólo la inteligencia, sino también el corazón, «precisamente porque la fe se abre al amor»[10]. Leemos en la Carta a los Romanos: Porque si confiesas con tu boca «Jesús es el Señor», y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, te salvarás. Porque con el corazón se cree para alcanzar la justicia, y con la boca se confiesa la fe para la salvación[11].

La fe es obsequio a Dios, porque es fiarse de Él. El afán desmesurado de seguridad, que brota de una predisposición interior a la desconfianza, es un grave obstáculo para la fe, que tiene un doble carácter de don. Antes que nada es don de Dios al hombre, es gracia; después, es también respuesta del hombre a Dios, donación de sí mismo en una apertura confiada: «Para dar la respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu, y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad. Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones»[12].



Todo es posible para el que cree

Es una fe llena de confianza la que hace posible los «milagros», especialmente en el apostolado. Ya lo anotó san Josemaría en Camino,: “Omnia possibilia sunt credenti –Todo es posible para el que cree. –Son palabras de Cristo. –¿Qué haces, que no le dices con los apóstoles “adauge nobis fidem!" –¡auméntame la fe!?"[13]. Por este motivo, ante las dificultades,solía repetir: “–Ecce non est abbreviata manus Domini -¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!"[14]. Y en otra ocasión, escribía: “Que eres... nadie. –Que otros han levantado y levantan ahora maravillas de organización, de prensa, de propaganda. –¿Que tienen todos los medios, mientras tú no tienes ninguno?... Bien: acuérdate de Ignacio: Ignorante, entre los doctores de Alcalá. –Pobre, pobrísimo, entre los estudiantes de París. –Perseguido, calumniado... Es el camino: ama, cree y ¡sufre!: tu Amor y tu Fe y tu Cruz son los medios infalibles para poner por obra y para eternizar las ansias de apostolado que llevas en tu corazón"[15].

Son palabras escritas por san Josemaría en los comienzos del Opus Dei, en medio de unas circunstancias a veces humanamente duras, que parecían hacer imposible lo que Dios le pedía. Sus palabras y su ejemplo pueden servirnos el peso de nuestra debilidad se haga especialmente patente, y parezca que lo que Dios pide a cada uno es poco menos que imposible. En esos momentos, es necesario atender a nuestro corazón y pedir al Señor un corazón sencillo, que no exige seguridades humanas, un corazón como el del centurión de Cafarnaún. Un corazón que, por estar abierto a Dios, es capaz de entregarse generosamente a los demás con la certeza que da la fe en el amor de Dios y con la seguridad que da la esperanza.

EL EVANGELIO DE HOY SÁBADO 27 DE JUNIO DE 2020


Lecturas del Evangelio de hoy 27 de junio, 2020.



Lamentaciones 2,2.10-14.18-19.

El Señor destruyó sin compasión todas las moradas de Jacob, con su indignación demolió las plazas fuertes de Judá; derribó por tierra, deshonrados, al rey y a los príncipes. Los ancianos de Sión se sientan en el suelo silenciosos, se echan polvo en la cabeza y se visten de sayal; las doncellas de Jerusalén humillan hasta el suelo la cabeza. Se consumen en lágrimas mis ojos, de amargura mis entrañas; se derrama por tierra mi hiel, por la ruina de la capital de mi pueblo; muchachos y niños de pecho desfallecen por las calles de la ciudad. Preguntaban a sus madres: "¿Dónde hay pan y vino?", mientras desfallecían, como los heridos, por las calles de la ciudad, mientras expiraban en brazos de sus madres ¿Quién se te iguala, quién se te asemeja, ciudad de Jerusalén? ¿A quién te compararé, para consolarte, Sión, la doncella? Inmensa como el mar es tu desgracia: ¿quién podrá curarte? Tus profetas te ofrecían visiones falsas y engañosas; y no te denunciaban tus culpas para cambiar tu suerte, sino que te anunciaban visiones falsas y seductoras. Grita con toda el alma al Señor, laméntate, Sión; derrama torrentes de lágrimas, de día y de noche; no te concedas reposo, no descansen tus ojos. Levántate y grita de noche, al relevo de la guardia; derrama como agua tu corazón en presencia del Señor; levanta hacia él las manos por la vida de tus niños, desfallecidos de hambre en las encrucijadas.



Salmo 74(73):1-7,20-21.

"No olvides a tus pobres sirvientes para siempre." (R).

¿Por qué, oh Dios, nos tienes siempre abandonados, y está ardiendo tu cólera contra las ovejas de tu rebaño? Acuérdate de la comunidad que adquiriste desde antiguo, de la tribu que rescataste para posesión tuya, del monte Sión donde pusiste tu morada. (R).



Dirige tus pasos a estas ruinas sin remedio; el enemigo ha arrasado del todo el santuario. Rugían los agresores en medio de tu asamblea, levantaron sus propios estandartes. (R).

En la entrada superior abatieron a hachazos el entramado; después, con martillos y mazas, destrozaron todas las esculturas. Prendieron fuego a tu santuario, derribaron y profanaron la morada de tu nombre. (R).

Piensa en tu alianza: que los rincones del país están llenos de violencias. Que el humilde no se marche defraudado, que pobres y afligidos alaben tu nombre. (R).


Aclamación del Evangelio de hoy.

"¡Aleluya, aleluya! Nos quitó nuestras enfermedades, y nos llevó nuestras enfermedades. ¡Aleluya!" (Cfr. Mateo 8,17)


Santo Evangelio de hoy - Mateo 8,5-17.
 (Jesús sanaba a todos los enfermos y expulsaba muchos demonios):

 "En aquel tiempo, Cuando Jesús entró en Cafarnaún, se le acercó un centurión, rogándole: "Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente". Jesús le dijo: "Yo mismo iré a curarlo". Pero el centurión respondió: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: "Ve", él va, y a otro: "Ven", él viene; y cuando digo a mi sirviente: "Tienes que hacer esto", él lo hace". Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: "Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe. Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos; en cambio, los herederos del Reino serán arrojados afuera, a las tinieblas, donde habrá llantos y rechinar de dientes". Y Jesús dijo al centurión: "Ve, y que suceda como has creído". Y el sirviente se curó en ese mismo momento. Cuando Jesús llegó a la casa de Pedro, encontró a la suegra de éste en cama con fiebre. Le tocó la mano y se le pasó la fiebre. Ella se levantó y se puso a servirlo. Al atardecer, le llevaron muchos endemoniados, y él, con su palabra, expulsó a los espíritus y curó a todos los que estaban enfermos, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: Él tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades".

 Palabra del Señor


Reflexión del Evangelio de hoy por el Papa Francisco.

[...] El Señor no se queda quieto. Estoy en un viaje para encontrarme con Él, y Él está en un viaje para encontrarse conmigo, y cuando nos encontramos vemos que la gran sorpresa es que Él me estaba buscando antes de que yo empezara a buscarlo.

Es la gran sorpresa del encuentro con el Señor: Él nos buscó primero. Él siempre es el primero. Él hace su viaje para encontrarnos. Eso es lo que pasó con el Centurión como vemos en la lectura del Evangelio de hoy.

El Señor siempre va más allá, va primero. Nosotros damos un paso y Él da diez. Siempre. La abundancia de gracia, de su amor, de su ternura que nunca se cansa de buscarnos. Incluso, a veces, con pequeñas cosas: Pensamos que el encuentro con el Señor sería algo magnífico, como aquel hombre de Siria, Naamán, que era leproso. Y no es simple. Y él también se sorprendió mucho de la forma de actuar de Dios. Y nuestro Dios es el Dios de las sorpresas, el Dios que nos busca, nos espera, y nos pide sólo el pequeño paso de la buena voluntad.

Debemos tener el deseo de encontrarlo. Y entonces Él nos ayuda. El Señor nos acompañará durante nuestra vida. Aunque muchas veces, tal vez, parezcamos estar lejos de Él, Él nos espera como el padre del hijo pródigo.

A menudo, Él ve que queremos acercarnos, y sale a nuestro encuentro. Es el encuentro con el Señor: ¡Esto es lo importante! El encuentro. Siempre me llamó la atención algo que el Papa Benedicto había dicho, "que la fe no es una teoría, una filosofía, una idea; es un encuentro. Un encuentro con Jesús". Si, por el contrario, uno no ha encontrado su misericordia", sería posible incluso recitar el Credo de memoria sin tener necesariamente fe.

Los doctores de la Ley lo sabían todo, todos los dogmas de la época, toda la moral de la época, todo. No tenían fe, porque sus corazones estaban lejos de Dios. Alejándose o teniendo la voluntad de ir al encuentro.

Y esta es la gracia que pedimos hoy: "Oh Dios, Padre nuestro, suscita en nosotros el deseo de encontrar a tu Cristo", con buenas obras. Encontrar a Dios. Y por esto recordamos la gracia que hemos pedido en la oración, con vigilancia en la oración, laboriosidad en la caridad, y exultantes en la alabanza. Y así nos encontraremos con el Señor y tendremos una muy hermosa sorpresa. (Homilía del Evangelio de hoy. Santa Marta, 28 de noviembre de 2016)


Oración para el Evangelio de hoy.

Señor mío y Dios mío, gracias por esa inmensa misericordia que arrojas sobre mí cuando abres tus brazos amorosos para ofrecerme tu perdón. Ayúdame a experimentar esa gracia poderosa para saber corregirme y elegir bien los caminos que solo me llevan a Ti

Como ese centurión que acudió a Ti, sin pedir nada para sí mismo, también quier ofrecerte y entregarte a mis seres queridos. Llénalos con tu poder transformador, sánales las heridas del corazón, cóndúcelos con compasión hacia ese Reino de amor que tienes guardado para los que te aman.

Quiero comprometerme más a la oración, por eso, recurro a tu ayuda. Sé que, si siempre manteno la comunicación contigo, Tú nunca dejarás de regalarme tus maravillosos milagros. Mi oración hacia Ti no es obligación, es una donación de amor que realmente quiero ofrecer y estar en comunión contigo.

Quiero conocer el gran poder de la oración, por eso, recuérdame Señor, el poder, las promesas, la compasión y tu providencia, cada vez que acudo confiado a tener ese encuentro personal Contigo. En Ti me refugio siempre. Amén.


Propósito para hoy.

Todos pasamos días tristes en algunas ocasiones, sobre todo en las crisis. Pidamos a Dios el consuelo y la fuerza para superar esta tristeza. Quiero invitarte a rezar hoy la oración para sanar la tristeza y poner todo las manos de Dios.


Frase de reflexión.

"Sólo quien mira con el corazón ve bien, porque sabe “ver en profundidad”: a la persona más allá de sus errores, al hermano más allá de sus fragilidades, la esperanza en medio de las dificultades; ve a Dios en todo". Papa Francisco

HOY CELEBRAMOS A NUESTRA SEÑORA DEL PERPETUO SOCORRO -27 DE JUNIO









viernes, 26 de junio de 2020

8 RAZONES PARA VENERAR, HONRAR Y AMAR A LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA


8 razones para venerar, honrar y amar a la Santísima Virgen María

La Sagrada Escritura no nos dice directamente que debemos honrar a la Virgen María ¿Por qué los católicos la honramos y la veneramos?


Todos los que nos hacemos llamar seguidores de Jesús, estamos llamados a amar lo que Jesús amó y también a aborrecer lo que Jesús aborreció (el pecado). ¿Sabes a quien Jesús amor mucho? A su Santa Madre. Y estas son las razones por las que debemos venerar, honrar y amar a la Santísima Virgen María, tal como lo hizo su hijo.

La Sagrada Escritura no nos dice directamente que debemos honrar a la Virgen María ¿Por qué los católicos la honramos y la veneramos?

Estamos llamados a imitar a Jesús porque Él es el Camino, la Verdad, y la Vida. María fue la primera imitadora y seguidora de Jesús. También estamos llamados honrar a quienes son dignos de admiración y respeto y han vivido bajo la ley de Dios con amor y entrega plena. Jesús honró a su Madre, de lo contrario habría roto el cuarto mandamiento (honrarás a padre y madre).


El Papa Francisco consagró su papado a la Virgen María, bajo el título de Nuestra Señora de Fátima, y de la misma manera invitó a todo el pueblo católico a consagrarse a su tierno y amoroso cuidado, pues ella es nuestra Madre también, por lo que debe ser natural para nosotros, que María interceda por cada uno de sus hijos.



8 razones para venerar y amar a la Virgen María:
"Del mismo modo que un niño se dirige a su madre buscando consuelo y protección, así también nos dirigimos nosotros a María, con total confianza, pensando que, con seguridad, ella presentará nuestras oraciones al Señor".

1. Jesús honró a María
Honramos a María porque Jesús la honró. Jesús dijo: "Porque Dios dijo: Honra a tu padre y a tu madre", y además: "El que maldiga al padre o a la madre, morirá". (Mateo 15,4)

Sí José y María eran fieles cumplidores de la Ley (Lucas 2,39) y Jesús vivía sujeto a ellos (Lucas 2,51), entonces ¿crees que Jesús rompería algún mandamiento, sobre todo el de "Honrar a Padre y Madre?

2. Bienaventurada por siempre
Según el Evangelio de San Lucas, María dijo: Todas las generaciones me llamarán bienaventurada (Lucas 1,48).

Los católicos estamos cumpliendo con este versículo venerando a la Santísima Virgen, dando gracias a Dios por ser pieza clave en la obra salvadora de Dios

3. María es la nueva Eva
María es la madre de todos los hombres. Jesús la llamó "mujer", que significa "la madre de todos los que tienen la vida en Jesucristo". Eva fue llamada mujer, porque ella era la madre de todos los vivientes.

María, la nueva Eva, se convirtió así, en la madre de todos los que son salvados por Jesús.

4. El "Sí" de María
Honramos a María porque sin aquel "Sí", sin esa entrega absoluta y definitiva de todo su ser a la voluntad de Dios, no tendríamos a Jesús, no hubiésemos tenido al amor de los amores pisando nuestro mundo, aún estuviésemos inmersos en una oscuridad.

El "SÍ" de María es muy profundo. debido a su "sí", se convirtió no sólo en una madre, sino en la madre de Jesús. Una vida ordinaria se hizo sagrada por medio de una invitación que ella afirmó. Su vida se profundizó en su relación con Dios. Como cualquier madre, ella era necesaria para inducir el amor a quien es el Amor. Cuando María dijo "SÍ", acogió a Dios en toda su plenitud.

"Dios, Tú eres mi creador, siempre paciente y esperando lo mejor de mí. Eres mi abundante invitación. Ayúdame a responder a todas las responsabilidades de mi vida con un Sí que has escuchado antes. Ayúdame a hacer eco del Sí que María dio en todfos los aspectos a los que me has llamado a ser y estar. Amén"

5. María nos trajo la Luz
Jesucristo es la luz del mundo. Honramos a María porque ella es la madre de la Luz, una Luz que es el Camino, la Verdad y la Vida. Una Luz única que disipa toda tormenta y oscuridad. Tal como lo dijo Simeón en su cántico de alabanza:

"Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: LUZ para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel". (Lucas 2,29-32)

6. Madre de Dios
Ninguna otra mujer había sido, fue, ni nunca será la madre de Dios, excepto este pequeña Virgen que quedó grabada en la historia de la eternidad. Si decimos menos de María, entonces estaremos diciendo menos de Jesús.

Si no estamos dispuestos a confesar que ella es la madre de Dios, entonces ¿Cómo prodríamos confesar que Jesús es Dios?

"Al aceptar la voluntad de Dios de ser la Madre de Dios, la fe de María marca el comienzo de la nueva y eterna alianza de Dios con el hombre en Jesucristo". (Redemptoris Mater por el Papa Juan Pablo II)

7. María es la Reina del Cielo.
Nuestra Madre, nos vigila desde el Cielo. Está atenta a nuestras peticiones con su dulce amor. Es madre que consuela, cuida y ama. Coronada como la Reina del Cielo se encarga de hacer llegar el amor de Dios a todas las naciones a través de su amor maternal.

"Una gran señal apareció en el cielo, una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas". (Apocalipsis 12,1)

8. María: modelo de escucha de la Palabra.
Cuando el Arcángel Gabriel se apareció a María para decirle que llegaría a ser la madre del Mesías, ella respondió:

"He aquí, yo soy la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra". (Lucas 1,38).

Ella no puso adelante una serie de argumentos racionales contra algo que parecía realmente difícil de creer, Ella simplemente reconoció su lugar como sirviente del Señor. Ella sabe que Dios no puede mentir a través de un mensajero celestial, así que cualquier cosa que promete es digno de confianza, aunque le parezca absolutamente irracional a la mente humana.

María es un modelo oyente de la Palabra de Dios. Ella nos muestra cómo hemos de recibir el mensaje divino. Dios habla, oímos, creemos, confesamos con María:

"Soy un servidor del Señor; hágase en mí según tu palabra".


¿Adoradores de María?
Algunos, nos acusan de ser adoradores de María, que cometemos un pecado grave al honrarla que sólo Dios debe ser adorado y hasta utilizan la Escritura para afirmar falsamente esa acusación:

"No habrá para ti otros dioses fuera de mí" (Éxodo 20,3)

Pero muy lejos de Adorarla, cuando oramos, cantamos, o hablamos de María, no la estamos adorando, o creemos que es una diosa, por el contrario, la honramos según las razones que ya hemos hablado, porque también es nuestra Madre espiritual.

EL DOLOR NO DEFORMA, TRANSFORMA


EL DOLOR NO DEFORMA, TRANSFORMA



Valió la pena, sufrir dolores de parto, cuando al final se sostiene entre las manos una nueva vida que el existir de la Madre ha transformado.

Y el dolor que se experimenta en las pequeñas caídas, cuando se dan los primeros pasos, se convierte en triunfo, al lograr afianzar el caminar, luego poder correr, y quizás hasta en sueños volar.

Un fracaso, asumido con madurez, puede en un principio doler; pero al superarlo, el alma se logra fortalecer; y más valiente se hace el ser humano, ante cualquier reto que se le presente o ante los diferentes momentos que en su vida pueda tener.

Los padres que tienen un hijo especial, desde un primer momento, es tan grande el dolor que pueden llegar a pensar, que se sienten frustrados y no lo podrán superar; pero con el tiempo y asumido desde la fe, ese ser que en un principio causó dolor, se llegará a convertir en el más grande amor, y les enseñará a descubrir lo que realmente en la vida tiene valor.

El perder un ser querido, deja el corazón destruido, hasta que se logra ver la muerte desde los ojos de Dios, y se transforma en esperanza el dolor; esta tristeza que deja el vacío, nos enseña a valorar a quienes a nuestro lado han quedado, y que también son seres amados.

Si careces de algo, valoras más lo que tienes. Si sufres por alguien, llegas a amarlo más, si escoges el camino difícil, te haces más fuerte, si experimentas de cerca la muerte, aprendes a amar más la vida, si caes; adquieres destreza en levantarte. El dolor no deforma, sino que transforma.

El dolor no deforma, transforma, es una gran verdad y eso lo sustentan, quienes al sufrir, sienten que han crecido y se han fortalecido aún más. Todo esto define, esa gran verdad: "El dolor no deforma, transforma".

JESÚS Y LOS ENFERMOS


Jesús y los enfermos
¿Qué decía Jesús a los enfermos? ¿Cómo les daba esperanza? ¿Por qué curaba a algunos?


Por: P. Antonio Rivero, L.C. | Fuente: Libro Jesucristo.




Si uno lee con detención los Santos Evangelios descubre todo un mundo, un océano de dolor que parece rodear a Jesús. Parece un imán que atrae a cuanto enfermo encuentra en su paso por la vida. Él mismo se dijo Médico que vino a sanar a los que estaban enfermos. No puede decir "no" cuando clama el dolor. El amor de Jesús a los hombres es, en su última esencia, amor a los que sufren, a los oprimidos. El prójimo para Él es aquel que yace en la miseria y el sufrimiento (cf. Lc 10, 29 ss). La buena nueva que vino a predicar alcanzaba sobre todo a los enfermos.

El dolor y el sufrimiento no son una maldición, sino que tienen su sentido hondo. El sufrimiento humano suscita compasión, respeto; pero también atemoriza. El sufrimiento físico se da cuando duele el cuerpo, mientras que el sufrimiento moral es dolor del alma. Para poder vislumbrar un poco el sentido del dolor tenemos que asomarnos a la Sagrada Escritura que es un gran libro sobre el sufrimiento.(105) El sufrimiento es un misterio que el hombre no puede comprender a fondo con su inteligencia. Sólo a la luz de Cristo se ilumina este misterio. Desde que Cristo asumió el dolor en todas sus facetas, el sufrimiento tiene valor salvífico y redentor, si se ofrece con amor. Además, todo sufrimiento madura humanamente, expía nuestros pecados y nos une al sacrificio redentor de Cristo.

La enfermedad en tiempos de Jesús.

El estado sanitario del pueblo judío era, en tiempos de Jesús, lamentable. Todas las enfermedades orientales parecían cebarse en su país. Y provenían de tres fuentes principales: la pésima alimentación, el clima y la falta de higiene.

La alimentación era verdaderamente irracional. De ahí el corto promedio de vida de los contemporáneos de Jesús y el que veamos con tanto frecuencia enfermos y muertos jóvenes en la narración evangélica. Pero era el clima el causante de la mayor parte de las dolencias. En el clima de Palestina se dan con frecuencia bruscos cambios de calor y frío. El tiempo fresco del año, con temperaturas relativamente bajas, pasa, sin transición ninguna, en los "días Hamsin" (días del viento sur del desierto), a temperaturas de 40 grados a la sombra. Y, aun en esos mismos días, la noche puede registrar bruscos cambios de temperatura que, en casas húmedas y mal construidas como las de la época, tenían que producir fáciles enfriamientos, y por lo mismo, continuas fiebres. Y con el clima, la falta de higiene.


De todas las enfermedades la más frecuente y dramática era la lepra que se presentaba en sus dos formas: hinchazones en las articulaciones y llagas que se descomponen y supuran. La lepra era una terrible enfermedad, que no sólo afectaba al plano físico y corporal, sino sobre todo al plano psicológico y afectivo. El leproso se siente discriminado, apartado de la sociedad. Ya no cuenta. Vive aislado. Al leproso se le motejaba de impuro. Se creía que Dios estaba detrás con su látigo de justicia, vengando sus pecados o los de sus progenitores. Basta leer el capítulo trece del Levítico para que nos demos cuenta de todo lo que se reglamentaba para el leproso. ¡La lepra iba comiendo sus carnes y la soledad del corazón! Todos se mantenían lejos de los leprosos. E incluso les arrojaban piedras para mantenerlos a distancia.

¿Cuál era la postura de los judíos frente a la enfermedad? Al igual que los demás pueblos del antiguo Oriente, los judíos creían que la enfermedad se debía a la intervención de agentes sobrenaturales. La enfermedad era un pecado que tomaba carne. Es decir, pensaban que era consecuencia de algún pecado cometido contra Dios. El Dios ofendido se vengaba en la carne del ofensor. Por eso, el curar las enfermedades era tarea casi exclusivamente de sacerdotes y magos, a los que se recurría para que, a base de ritos, exorcismos y fórmulas mágicas, oraciones, amuletos y misteriosas recetas, obligaran a los genios maléficos a abandonar el cuerpo de ese enfermo. Para los judíos era Yavé el curador por excelencia (cf. Ex 15, 26).

Más tarde, vino la fe en la medicina (cf. Eclesiástico 38, 1-8). No obstante, la medicina estaba poco difundida y no pasaba de elemental. Por eso, la salud se ponía más en las manos de Dios que en las manos de los médicos.


Jesús ante el dolor, la enfermedad y el enfermo

Y, ¿qué pensaba Jesús de la enfermedad?

Jesús dice muy poco sobre la enfermedad. La cura. Tiene compasión de la persona enferma. La curación del cuerpo estaba unida a la salvación del alma. Jesús participa de la mentalidad de la primera comunidad cristiana (106) que vivió la enfermedad como consecuencia del pecado (cf. Jn 9, 3; Lc 7, 21). Por tanto, Jesús vive esa identificación según la cual su tarea de médico de los cuerpos es parte y símbolo de la función de redentor de almas. La curación física es siempre símbolo de una nueva vida interior.

Jesús ve el dolor con realismo. Sabe que no puede acabar con todo el dolor del mundo. Él no tiene la finalidad de suprimirlo de la faz de la tierra. Sabe que es una herida dolorosa que debe atenderse, desde muchos ángulos: espiritual, médico, afectivo, etc.

¿Y ante el enfermo?

Primero: siente compasión (cf. Mt 7, 26). Jesús admite al necesitado. No lo discrimina. No se centra en los cálculos de las ventajas que puede obtener o de la urgencia de atender a éste o a aquel. Alguien llega y Él lo atiende. Su móvil es aplacar la necesidad. Tiene corazón siempre abierto para cualquier enfermo.

Segundo: ve más hondo. Tras el dolor ve el pecado, el mal, la ausencia de Dios. La enfermedad y el dolor son consecuencias del pecado. Por eso, Jesús, al curar a los enfermos, quiere curar sobre todo la herida profunda del pecado. Sus curaciones traen al enfermo la cercanía de Dios. No son sólo una enseñanza pedagógica; son, más bien, la llegada de la cercanía del Reino de Dios al corazón del enfermo (cf. Lc 4, 18).


Tercero: le cura, si esa es la voluntad de su Padre y si se acerca con humildad y confianza. Y al curarlo, desea el bien integral, físico y espiritual (cf. Lc 7, 14). Por eso no omite su atención, aunque sea sábado y haya una ley que lo malinterprete (cf. Mc 1, 21; Lc 13, 14).

Cuarto: Jesús no se queda al margen del dolor. Él también quiso tomar sobre sí el dolor. Tomó sobre sí nuestros dolores.(107) A los que sufren, Él les da su ejemplo sufriendo con ellos y con un estilo lleno de valores (cf. Mt 11, 28).

Quinto: con los ancianos tiene comprensión de sus dificultades, les alaba su sacrificio y su desprendimiento, su piedad y su amor a Dios, su fe y su esperanza en el cumplimiento de las promesas divinas (cf. Mc 12, 41-45; Lc 2, 22-38).

Juan Pablo II en su exhortación "Salvifici doloris" (108) del 11 de febrero de 1984 dice que Jesucristo proyecta una luz nueva sobre este misterio del dolor y del sufrimiento, pues Él mismo lo asumió. Probó la fatiga, la falta de una casa, la incomprensión. Fue rodeado de un círculo de hostilidad, que le llevó a la pasión y a la muerte en cruz, sufriendo los más atroces dolores. Cristo venció el dolor y la enfermedad, porque los unió al amor, al amor que crea el bien, sacándolo incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento, así como el bien supremo de la redención del mundo ha sido sacado de la cruz de Cristo. La cruz de Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan ríos de agua viva. En ella, en la cruz de Cristo, debemos plantearnos también el interrogante sobre el sentido del sufrimiento, y leer hasta el final la respuesta a tal interrogante.

Al final de la exhortación, el Papa dice: "Y os pedimos a todos los que sufrís, que nos ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal, que nos presenta el mundo contemporáneo, venza vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo" (número 31).



Nosotros ante el dolor y la enfermedad

¿Cuál debería ser nuestra actitud ante el dolor, la enfermedad y ante los enfermos?

Primero, ante el dolor y la enfermedad propios: aceptarlos como venidos de la mano de Dios que quiere probar nuestra fe, nuestra capacidad de paciencia y nuestra confianza en Él. Ofrecerlos con resignación, sin protestar, como medios para crecer en la santidad y en humildad, en la purificación de nuestra vida y como oportunidad maravillosa de colaborar con Cristo en la obra de la redención de los hombres.


Y ante el sufrimiento y el dolor ajenos: acercarnos con respeto y reverencia ante quien sufre, pues estamos delante de un misterio; tratar de consolarlo con palabras suaves y tiernas, rezar juntos, pidiendo a Dios la gracia de la aceptación amorosa de su santísima voluntad.

Además de consolar al que sufre, hay que hacer cuanto esté en nuestras manos para aliviarlo y solucionarlo, y así demostrar nuestra caridad generosa(109) El buen samaritano nos da el ejemplo práctico: no sólo ve la miseria, ni sólo siente compasión, sino que se acerca, se baja de su cabalgadura, saca lo mejor que tiene, lo cura, lo monta sobre su jumento, lo lleva al mesón, paga por él. La caridad no es sólo ojos que ven y corazón que siente; es sobre todo, manos que socorren y ayudan.

Juan Pablo II en su exhortación "Salvifici doloris", sobre el dolor salvífico, dice que el sufrimiento tiene carácter de prueba.(110) Es más, sigue diciendo el Papa: "El sufrimiento debe servir para la conversión, es decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto, que puede reconocer la misericordia divina en esta llamada a la penitencia. La penitencia tiene como finalidad superar el mal, que bajo diversas formas está latente en el hombre, y consolidar el bien tanto en uno mismo como en su relación con los demás y, sobre todo, con Dios" (número 12).


CONCLUSIÓN

Así Jesús pasaba por las calles de Palestina curando hombres, curando almas, sanando enfermedades y predicando al sanarlas. Y las gentes le seguían, en parte porque creían en Él, y, en parte mayor, porque esperaban recoger también ellos alguna migaja de la mesa. Y las gentes le querían, le temían y le odiaban a la vez. Le querían porque le sabían bueno, le temían porque les desbordaba y le odiaban porque no regalaba milagros como un ricachón monedas. Pedía, a cambio, nada menos que un cambio de vida. Algo tiene el sufrimiento de sublime y divino, pues el mismo Dios pasó por el túnel del sufrimiento y del dolor...ni siquiera Jesús privó a María del sufrimiento. La llamamos Virgen Dolorosa. Contemplemos a María y así penetraremos más íntimamente en el misterio de Cristo y de su dolor salvífico.

_______________________________

(105) Recomiendo aquí la lectura de la exhortación del Papa Juan Pablo II "Salvifici doloris", sobre el dolor salvífico.

(106) Cf. 1 Cor 11, 30

(107) Léase el capítulo 53 del profeta Isaías

(108) Desde el número 14 en adelante

(109) San Mateo 25, 31-46 nos da la clave

(110) Cf. Número 11

HOY SE CELEBRA A SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, 26 DE JUNIO


San Josemaría Escrivá de Balaguer
26 de junio 



Un hogar luminoso y alegre

Josemaría Escrivá de Balaguer nace en Barbastro (España), el 9 de enero de 1902, segundo de los seis hijos que tuvieron José Escrivá y María Dolores Albás. Sus padres, fervientes católicos, le llevaron a la pila bautismal el día 13 del mismo mes y año, y le transmitieron —en primer lugar, con su vida ejemplar— los fundamentos de la fe y las virtudes cristianas: el amor a la Confesión y a la Comunión frecuentes, el recurso confiado a la oración, la devoción a la Virgen Santísima, la ayuda a los más necesitados. El Beato Josemaría crece como un niño alegre, despierto y sencillo, travieso, buen estudiante, inteligente y observador. Tenía mucho cariño a su madre y una gran confianza y amistad con su padre, quien le invitaba a que con libertad le abriese el corazón y le contase sus preocupaciones, estando siempre disponible para responder a sus consultas con afecto y prudencia. Muy pronto, el Señor comienza a templar su alma en la forja del dolor: entre 1910 y 1913 mueren sus tres hermanas más pequeñas, y en 1914 la familia experimenta, además, la ruina económica. En 1915, los Escrivá se trasladan a Logroño, donde el padre ha encontrado un empleo que le permitirá sostener modestamente a los suyos.

En el invierno de 1917-18 tiene lugar un hecho que influirá decisivamente en el futuro de Josemaría Escrivá: durante las Navidades, cae una intensa nevada sobre la ciudad, y un día ve en el suelo las huellas heladas de unos pies sobre la nieve; son las pisadas de un religioso carmelita que caminaba descalzo. Entonces, se pregunta: —Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo? De este modo, surge en su alma una inquietud divina: Comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor. Sin saber aún con precisión qué le pide el Señor, decide hacerse sacerdote, porque piensa que de ese modo estará más disponible para cumplir la voluntad divina.


Ordenación Sacerdotal

Terminado el Bachillerato, comienza los estudios eclesiásticos en el Seminario de Logroño y, en 1920, se incorpora al de Zaragoza, en cuya Universidad Pontificia completará su formación previa al sacerdocio. En la capital aragonesa cursa también —por sugerencia de su padre y con permiso de los superiores eclesiásticos— la carrera universitaria de Derecho. Su carácter generoso y alegre, su sencillez y serenidad hacen que sea muy querido entre sus compañeros. Su esmero en la vida de piedad, en la disciplina y en el estudio sirve de ejemplo a todos los seminaristas, y en 1922, cuando sólo tenía veinte años, el Arzobispo de Zaragoza le nombra Inspector del Seminario. Durante aquel periodo transcurre muchas horas rezando ante el Señor Sacramentado —enraizando hondamente su vida interior en la Eucaristía— y acude diariamente a la Basílica del Pilar, para pedir a la Virgen que Dios le muestre qué quiere de él: Desde que sentí aquellos barruntos de amor de Dios —afirmaba el 2 de octubre de 1968—, dentro de mi poquedad busqué realizar lo que El esperaba de este pobre instrumento. (...) Y, entre aquellas ansias, rezaba, rezaba, rezaba en oración continua. No cesaba de repetir: Domine, ut sit!, Domine, ut videam!, como el pobrecito del Evangelio, que clama porque Dios lo puede todo. "¡Señor, que vea! ¡Señor, que sea!". Y también repetía, (...) lleno de confianza hacia mi Madre del Cielo: Domina, ut sit!, Domina, ut videam! La Santísima Virgen siempre me ha ayudado a descubrir los deseos de su Hijo. El 27 de noviembre de 1924 fallece don José Escrivá, víctima de un síncope repentino. El 28 de marzo de 1925, Josemaría es ordenado sacerdote por Mons. Miguel de los Santos Díaz Gómara, en la iglesia del Seminario de San Carlos de Zaragoza, y dos días después celebra su primera Misa solemne en la Santa Capilla de la Basílica del Pilar; el 31 de ese mismo mes, se traslada a Perdiguera, un pequeño pueblo de campesinos, donde ha sido nombrado regente auxiliar en la parroquia.

En abril de 1927, con el beneplácito de su Arzobispo, comienza a residir en Madrid para realizar el doctorado en Derecho Civil, que entonces sólo podía obtenerse en la Universidad Central de la capital de España. Aquí, su celo apostólico le pone pronto en contacto con gentes de todos los ambientes de la sociedad: estudiantes, artistas, obreros, intelectuales, sacerdotes. En particular, se entrega sin descanso a los niños, enfermos y pobres de las barriadas periféricas.

Al mismo tiempo, sostiene a su madre y hermanos impartiendo clases de materias jurídicas. Son tiempos de grandes estrecheces económicas, vividos por toda la familia con dignidad y buen ánimo. El Señor le bendijo con abundantes gracias de carácter extraordinario que, al encontrar en su alma generosa un terreno fértil, produjeron abundantes frutos de servicio a la Iglesia y a las almas.


El Opus Dei

El 2 de octubre de 1928 nace el Opus Dei. El Beato Josemaría está realizando unos días de retiro espiritual, y mientras medita los apuntes de las mociones interiores recibidas de Dios en los últimos años, de repente ve —es el término con que describirá siempre la experiencia fundacional— la misión que el Señor quiere confiarle: abrir en la Iglesia un nuevo camino vocacional, dirigido a difundir la búsqueda de la santidad y la realización del apostolado mediante la santificación del trabajo ordinario en medio del mundo sin cambiar de estado. Pocos meses después, el 14 de febrero de 1930, el Señor le hace entender que el Opus Dei debe extenderse también entre las mujeres. Desde este momento, el Beato Josemaría se entrega en cuerpo y alma al cumplimiento de su misión fundacional: promover entre hombres y mujeres de todos los ámbitos de la sociedad un compromiso personal de seguimiento de Cristo, de amor al prójimo, de búsqueda de la santidad en la vida cotidiana. No se considera un innovador ni un reformador, pues está convencido de que Jesucristo es la eterna novedad y de que el Espíritu Santo rejuvenece continuamente la Iglesia, a cuyo servicio ha suscitado Dios el Opus Dei. Sabedor de que la tarea que le ha sido encomendada es de carácter sobrenatural, hunde los cimientos de su labor en la oración, en la penitencia, en la conciencia gozosa de la filiación divina, en el trabajo infatigable. Comienzan a seguirle personas de todas las condiciones sociales y, en particular, grupos de universitarios, en quienes despierta un afán sincero de servir a sus hermanos los hombres, encendiéndolos en el deseo de poner a Cristo en la entraña de todas las actividades humanas mediante un trabajo santificado, santificante y santificador. Éste es el fin que asignará a las iniciativas de los fieles del Opus Dei: elevar hacia Dios, con la ayuda de la gracia, cada una de las realidades creadas, para que Cristo reine en todos y en todo; conocer a Jesucristo; hacerlo conocer; llevarlo a todos los sitios. Se comprende así que pudiera exclamar: Se han abierto los caminos divinos de la tierra.

"Dios no te arranca de tu ambiente, no te remueve del mundo, ni de tu estado, ni de tus ambiciones humanas nobles, ni de tu trabajo profesional... pero, ahí, ¡te quiere santo!", decía San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei y conocido como “el santo de lo ordinario”, quien hace 41 años partió al Cielo.

San Josemaría Escrivá de Balaguer nació en Barbastro (España - 1902) en una familia profundamente cristiana. De pequeño tuvo una infancia muy dura. Tres hermanas menores que él murieron siendo niñas, el negocio de su padre quebró y la familia tuvo que mudarse a Logroño.

Cierto día vio en la nieve unas huellas de los pies descalzos de un religioso e intuyó que Dios deseaba algo de él. Poco a poco fue aumentando su inquietud vocacional e ingresó al seminario. Más adelante estudió la carrera civil de derecho en la Universidad de Zaragoza.


Se caracterizaba por tener un carácter generoso y alegre, mientras que su sencillez y serenidad hacían que sea muy querido entre sus compañeros. Tenía mucho esmero en la piedad, la disciplina y el estudio, llegando a ser ejemplo para sus compañeros.

Es ordenado sacerdote el 28 de marzo de 1925. Años posteriores, con permiso de su Obispo, se traslada a Madrid para obtener el doctorado en derecho. El 2 de octubre de 1928, Dios le hace ver lo que quería de él y funda el Opus Dei.

En una ocasión San Josemaría definió al Opus Dei como “una movilización de cristianos que supieran sacrificarse gustosos por los demás, que hicieran divinos los caminos humanos de la tierra, todos, santificando cualquier trabajo noble, cualquier trabajo limpio”.


En 1933 el Santo promovió una academia universitaria comprendiendo que el mundo de la cultura y la ciencia es un punto importante para la evangelización de toda la sociedad. Al estallar la guerra civil en 1936 se inicia la persecución religiosa y San Josemaría se ve obligado a refugiarse en diversos lugares hasta llegar a Burgos.

Acabada la guerra en 1939, retorna a Madrid y termina sus estudios de doctorado en derecho. Su fama de santidad se fue extendiendo y  dirigió muchos ejercicios espirituales a pedido de muchos obispos y superiores religiosos. En 1946 se traslada a Roma y obtiene de la Santa Sede la aprobación definitiva del Opus Dei.

Poco a poco se le fue encomendando cargos importantes en el Vaticano y sigue con atención el Concilio Vaticano II, relacionándose con muchos padres conciliares. Viajó por diversos países de Europa y América impulsando y consolidando el trabajo apostólico del Opus Dei.

"Allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo", animaba San Josemaría.

Partió a la Casa del Padre el 26 de junio de 1975, a consecuencia de un paro cardíaco y a los pies de un cuadro de la Santísima Virgen de Guadalupe. Fue canonizado por San Juan Pablo II en el 2002.
Expansión del Apostolado

En 1933, promueve una Academia universitaria porque entiende que el mundo de la ciencia y de la cultura es un punto neurálgico para la evangelización de la sociedad entera. En 1934 publica —con el título de Consideraciones espirituales— la primera edición de Camino, libro de espiritualidad del que hasta ahora se han difundido más de cuatro millones y medio de ejemplares, con 372 ediciones, en 44 lenguas El Opus Dei está dando sus primeros pasos cuando, en 1936, estalla la guerra civil española. En Madrid arrecia la violencia antirreligiosa, pero don Josemaría, a pesar de los riesgos, se prodiga heroicamente en la oración, en la penitencia y en el apostolado. Es una época de sufrimiento para la Iglesia; pero también son años de crecimiento espiritual y apostólico y de fortalecimiento de la esperanza. En 1939, terminado el conflicto, el Fundador del Opus Dei puede dar nuevo impulso a su labor apostólica por toda la geografía peninsular, y moviliza especialmente a muchos jóvenes universitarios para que lleven a Cristo a todos los ambientes y descubran la grandeza de su vocación cristiana. Al mismo tiempo se extiende su fama de santidad: muchos Obispos le invitan a predicar cursos de retiro al clero y a los laicos de las organizaciones católicas. Análogas peticiones le llegan de los superiores de diversas órdenes religiosas, y él accede siempre.

En 1941, mientras se encuentra predicando un curso de retiro a sacerdotes de Lérida, fallece su madre, que tanto había ayudado en los apostolados del Opus Dei. El Señor permite que se desencadenen también duras incomprensiones en torno a su figura. El Obispo de Madrid, S.E. Mons. Eijo y Garay, le hace llegar su más sincero apoyo y concede la primera aprobación canónica del Opus Dei. El Beato Josemaría sobrelleva las dificultades con oración y buen humor, consciente de que «todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos» (2 Tm 3,12), y recomienda a sus hijos espirituales que, ante las ofensas, se esfuercen en perdonar y olvidar: callar, rezar, trabajar, sonreír.

En 1943, por una nueva gracia fundacional que recibe durante la celebración de la Misa, nace —dentro del Opus Dei— la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, en la que se podrán incardinar los sacerdotes que proceden de los fieles laicos del Opus Dei. La plena pertenencia de fieles laicos y de sacerdotes al Opus Dei, así como la orgánica cooperación de unos y otros en sus apostolados, es un rasgo propio del carisma fundacional, que la Iglesia ha confirmado en 1982, al determinar su definitiva configuración jurídica como Prelatura personal. El 25 de junio de 1944 tres ingenieros —entre ellos Álvaro del Portillo, futuro sucesor del Fundador en la dirección del Opus Dei— reciben la ordenación sacerdotal. En lo sucesivo, serán casi un millar los laicos del Opus Dei que el Beato Josemaría llevará al sacerdocio. La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz —intrínsecamente unida a la Prelatura del Opus Dei— desarrolla también, en plena sintonía con los Pastores de las Iglesias locales, actividades de formación espiritual para sacerdotes diocesanos y candidatos al sacerdocio. Los sacerdotes diocesanos también pueden formar parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, manteniendo inalterada su pertenencia al clero de las respectivas diócesis.

Espíritu romano y universal

Apenas vislumbró el fin de la guerra mundial, el Beato Josemaría comienza a preparar el trabajo apostólico en otros países, porque —insistía— quiere Jesús su Obra desde el primer momento con entraña universal, católica. En 1946 se traslada a Roma, con el fin de preparar el reconocimiento pontificio del Opus Dei. El 24 de febrero de 1947, Pío XII concede el Decretum Laudis; y el 16 de junio de 1950, la aprobación definitiva. A partir de esta fecha, también pueden ser admitidos como Cooperadores del Opus Dei hombres y mujeres no católicos y aun no cristianos, que ayuden con su trabajo, su limosna y su oración a las labores apostólicas. La sede central del Opus Dei queda establecida en Roma, para subrayar de modo aún más tangible la aspiración que informa todo su trabajo: servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida, en estrecha adhesión a la cátedra de Pedro y a la jerarquía eclesiástica. En repetidas ocasiones, Pío XII y Juan XXIII le hacen llegar manifestaciones de afecto y de estima; Pablo VI le escribirá en 1964 definiendo el Opus Dei como «expresión viva de la perenne juventud de la Iglesia».

También esta etapa de la vida del Fundador del Opus Dei se ve caracterizada por todo tipo de pruebas: a la salud afectada por tantos sufrimientos (padeció una grave forma de diabetes durante más de diez años: hasta 1954, en que se curó milagrosamente), se añaden las estrecheces económicas y las dificultades relacionadas con la expansión de los apostolados por el mundo entero. Sin embargo, su semblante rebosa siempre alegría, porque la verdadera virtud no es triste y antipática, sino amablemente alegre. Su permanente buen humor es un continuo testimonio de amor incondicional a la voluntad de Dios.

El mundo es muy pequeño, cuando el Amor es grande: el deseo de inundar la tierra con la luz de Cristo le lleva a acoger las llamadas de numerosos Obispos que, desde todas las partes del mundo, piden la ayuda de los apostolados del Opus Dei a la evangelización. Surgen proyectos muy variados: escuelas de formación profesional, centros de capacitación para campesinos, universidades, colegios, hospitales y dispensarios médicos, etc. Estas actividades —un mar sin orillas, como le gusta repetir—, fruto de la iniciativa de cristianos corrientes que desean atender, con mentalidad laical y sentido profesional, las concretas necesidades de un determinado lugar, están abiertas a personas de todas las razas, religiones y condiciones sociales, porque su clara identidad cristiana se compagina siempre con un profundo respeto a la libertad de las conciencias. En cuanto Juan XXIII anuncia la convocatoria de un Concilio Ecuménico, comienza a rezar y a hacer rezar por el feliz éxito de esa gran iniciativa que es el Concilio Ecuménico Vaticano II, como escribe en una carta de 1962. En aquellas sesiones, el Magisterio solemne confirmará aspectos fundamentales del espíritu del Opus Dei: la llamada universal a la santidad; el trabajo profesional como medio de santidad y apostolado; el valor y los límites legítimos de la libertad del cristiano en las cuestiones temporales, la Santa Misa como centro y raíz de la vida interior, etc. El Beato Josemaría se encuentra con numerosos Padres conciliares y Peritos, que ven en él un auténtico precursor de muchas de las líneas maestras del Vaticano II. Profundamente identificado con la doctrina conciliar, promueve diligentemente su puesta en práctica .

"Dios no te arranca de tu ambiente, no te remueve del mundo, ni de tu estado, ni de tus ambiciones humanas nobles, ni de tu trabajo profesional... pero, ahí, ¡te quiere santo!", decía San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei y conocido como “el santo de lo ordinario”, quien hace 41 años partió al Cielo.

San Josemaría Escrivá de Balaguer nació en Barbastro (España - 1902) en una familia profundamente cristiana. De pequeño tuvo una infancia muy dura. Tres hermanas menores que él murieron siendo niñas, el negocio de su padre quebró y la familia tuvo que mudarse a Logroño.

Cierto día vio en la nieve unas huellas de los pies descalzos de un religioso e intuyó que Dios deseaba algo de él. Poco a poco fue aumentando su inquietud vocacional e ingresó al seminario. Más adelante estudió la carrera civil de derecho en la Universidad de Zaragoza.


Se caracterizaba por tener un carácter generoso y alegre, mientras que su sencillez y serenidad hacían que sea muy querido entre sus compañeros. Tenía mucho esmero en la piedad, la disciplina y el estudio, llegando a ser ejemplo para sus compañeros.

Es ordenado sacerdote el 28 de marzo de 1925. Años posteriores, con permiso de su Obispo, se traslada a Madrid para obtener el doctorado en derecho. El 2 de octubre de 1928, Dios le hace ver lo que quería de él y funda el Opus Dei.

En una ocasión San Josemaría definió al Opus Dei como “una movilización de cristianos que supieran sacrificarse gustosos por los demás, que hicieran divinos los caminos humanos de la tierra, todos, santificando cualquier trabajo noble, cualquier trabajo limpio”.

En 1933 el Santo promovió una academia universitaria comprendiendo que el mundo de la cultura y la ciencia es un punto importante para la evangelización de toda la sociedad. Al estallar la guerra civil en 1936 se inicia la persecución religiosa y San Josemaría se ve obligado a refugiarse en diversos lugares hasta llegar a Burgos.

Acabada la guerra en 1939, retorna a Madrid y termina sus estudios de doctorado en derecho. Su fama de santidad se fue extendiendo y  dirigió muchos ejercicios espirituales a pedido de muchos obispos y superiores religiosos. En 1946 se traslada a Roma y obtiene de la Santa Sede la aprobación definitiva del Opus Dei.

Poco a poco se le fue encomendando cargos importantes en el Vaticano y sigue con atención el Concilio Vaticano II, relacionándose con muchos padres conciliares. Viajó por diversos países de Europa y América impulsando y consolidando el trabajo apostólico del Opus Dei.

"Allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo", animaba San Josemaría.

Partió a la Casa del Padre el 26 de junio de 1975, a consecuencia de un paro cardíaco y a los pies de un cuadro de la Santísima Virgen de Guadalupe. Fue canonizado por San Juan Pablo II en el 2002.
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