EL BURRO Y EL RATÓN - ENSEÑANZA
El burro se desmayó en el establo tras ser molido a palos por el granjero. Temblaba. Tenía los ojos en blanco.
Una ratita lo encontró así y corrió al bosque, recogió hierbas y preparó un té medicinal. Era pequeña, pero con esfuerzo arrastró una cáscara llena de té hasta él. Llegó jadeando, toda empapada.
Cuando el burrito despertó, la miró con desprecio y le gritó:
—¡Lárgate! ¡No necesito tu caridad! ¡Sé curarme solo!
De un manotazo tiró el té. El líquido caliente le salpicó la cara.
La ratita no dijo nada. Solo se fue con una sonrisa fingida… y, al llegar a su agujero, rompió en llanto.
Esa noche escuchó los quejidos del burro. Tenía fiebre.
Y aunque le dolía el alma, arrastró su nido hasta el establo y se quedó a su lado.
Al día siguiente, el burro volvió a gritarle:
—¡Te odio! ¡No quiero que estés aquí!
Y la golpeó con una patada.
Herida, la ratita volvió a su agujero, en silencio.
Días después, fue cojeando hasta la casa de la cascada, donde vivía un sabio.
—Maestro… ¿Algún día el burro entenderá cuánto lo quiero?
El sabio la miró con ternura y le respondió:
—Lo sabrá… cuando escuche a alguien decir: “Cinco minutos para enterrarla.”
La ratita bajó en silencio. Pero ya no era la misma.
Las heridas y los desprecios le habían roto el alma.
Dejó de corretear, de sonreír…
Y nunca más volvió al establo.
Pasaron los días y el burro empezó a notar su ausencia.
Extrañaba el té, la sombra compartida, su compañía silenciosa.
Y entonces pensó:
—¿Y si fue mi culpa?
Un día, un ruiseñor se posó en la cerca.
Traía una noticia que partía el alma:
—La ratita ha muerto. Están por enterrarla… ¿no vas a despedirte?
El burro corrió. Cada paso era una lágrima.
Pero las que más dolían… eran las del arrepentimiento.
Ahí estaba ella.
La que nunca se rindió.
La que siempre estuvo.
Solo que ahora… con las patitas cruzadas sobre el pecho, dentro del ataúd.
El sepulturero habló fuerte:
—¡Cinco minutos para enterrarla!
Y esas palabras le apretaron el alma al burro.
Se acercó llorando, se inclinó sobre ella y, entre llantos, dijo:
—Ella era buena…
Siempre estuvo para mí.
Yo la amaba…
¡Y no se lo dije a tiempo!
Cinco minutos de palabras… que ella nunca escuchó en vida.
Pero justo antes de que la enterraran, algo inesperado pasó.
La ratita abrió los ojos, se incorporó y le sonrió.
—Yo también te amo, burro.
Y sí… tú eres todo eso que acabas de decir.
El burro la miró, entre coraje y alivio:
—¡¿No estabas muerta?!
—No. Solo quería que me dieras… amor.
Él suspiró… y la abrazó.
Como si quisiera recuperar todo el tiempo.
Como si por fin entendiera lo que tenía.
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No esperes a que sea tarde.
No esperes al ataúd para decir lo que sientes.
Si puedes valorarlo hoy… hazlo.
🔴Reflexión final:
A veces, el orgullo nos hace ciegos ante quienes nos aman de verdad.
Creemos que siempre estarán allí, esperando…
Hasta que un día ya no están, y lo único que queda es el silencio del arrepentimiento.
No esperes que la vida te enseñe con dolor lo que podrías entender con amor.
No guardes palabras que podrían sanar.
No ignores los gestos sencillos de quien te cuida sin esperar nada a cambio.
Un “te valoro”, un “me importas” o un simple “gracias por estar”
pueden ser más poderosos de lo que imaginas.
Porque quizás… esas palabras sean justo lo que alguien necesita para seguir adelante.
Di lo que sientes hoy.
Abraza antes de que falten brazos.
Ama sin reservas, mientras todavía hay tiempo.
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