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jueves, 27 de diciembre de 2018

JUAN, EJEMPLO DE RELACIÓN CON DIOS


Juan, ejemplo de relación con Dios
San Juan, de carácter apasionado, como nosotros hombres de este siglo del progreso, de las prisas.


Por: P. Juan J. Ferrán | Fuente: Catholic.net 




San Juan, el hijo del Zebedeo, de carácter apasionado, puede ser para nosotros hombres de este siglo del progreso, de las prisas, de los valores contantes y sonantes, un ejemplo de relación con Dios.

“Él, recostándose sobre el pecho de Jesús.....” Es sólo una frase tal vez. Lo hizo para preguntarle a Cristo quién es el traidor a sugerencia de Pedro. Pero indudablemente indica una familiaridad enorme entre Cristo y él. Esta escena habla de intimidad, de relación cordial, de confianza, de cercanía, de amor. Se da dentro de un contexto difícil, que es la traición de Judas. Sin embargo, encontramos a dos corazones que se comprenden, que vibran por lo mismo, que en ese momento sufren juntos. Es comprensible un corazón tan sensible en un temperamento apasionado como el de Juan?

“Es el Señor” . Estamos en el lago de Tiberíades. Un personaje se dirige al grupo de apóstoles y discípulos que se han pasado la noche pescando, sin lograr nada. Ninguno lo reconoce, hasta que Juan dice: “Es el Señor”. No se trató de una mera intuición. Más bien, se trata del amor que facilita a quien ama descubrir al Amado apenas por nada. ¡Qué fácil es cuando se ama a Dios encontrar a Dios en tantas cosas de la vida: un paisaje, una nevada, un acontecimiento, los ojos de un niño! ¡Qué complicado, en cambio, cuando la falta de amor oscurece la razón y todo se hace problema! No veo a Dios, no siento a Dios, no toco a Dios, dicen muchos.

“No cabe temor en el amor” . Partiendo del santo temor de Dios, la relación con Dios no puede estar basada únicamente en el temor. El amor expulsa el temor, y la relación con Dios debe estar permanentemente regida por esta realidad. Aun cuando Juan, al igual que los demás discípulos, contemplaban a Cristo y se asombraban ante sus milagros y hechos, lo que habitualmente gobernaba la relación mutua era la confianza y la cercanía. Cristo era para ellos el rostro humano de Dios, la certeza de un Dios que les amaba, la seguridad de un Dios que quería estar cerca de ellos.

En mi escala de valores existenciales, vitales, reales Dios debe ocupar afectiva y efectivamente el primer lugar. No basta creer en Dios ni acudir a Él en los momentos difíciles de la vida. En el día a día, en la toma de decisiones, en los planes a corto, mediano y largo plazo, Dios debe estar presente comprometiendo mi libertad, mi tiempo, mi inteligencia, mi ser entero. Y todo ello, partiendo de una conciencia sobre la necesidad perentoria de Dios en orden a construir la vida, el futuro, la felicidad. Hasta que no me convenza de que sin Dios mi proyecto de vida es imposible, no podré entregarme a Él como causa primera de todo lo que yo anhelo, persigo, quiero y busco en lo más profundo de mi propio corazón.


Mi relación personal con ese Dios debe abandonar los cotas frías y lejanas del raciocinio, de la sospecha, de una falsa madurez, para adquirir los tonos cálidos y cercanos de la confianza, del corazón, del gozo. Tengo que llegar a experimentar a Dios como Padre y Amigo. El hombre tiene que hacerse como niño para entrar en el Reino de los Cielos, para relacionarse con Dios en la humildad y en la sencillez, y para gustar y sentir las cosas de Dios. La oración tiene que dejar de ser árida, seca, distante para ser una relación de corazón a corazón. Sólo de esa forma la vida espiritual se impregnará de cordialidad. Cuando se llegue a sentir el gusto por las cosas de Dios, entonces realmente Dios habrá llegado a ser Alguien para nosotros.

También en mi día a día las cosas de Dios tienen que ir tomando su sitio y su lugar. No me puede fallar la oración diaria, la vida sacramental, la presencia de Dios, el sentido de Dios en las cosas que realizo. Dios debe bajar a mi vida y encarnarse en lo cotidiano: en el trabajo hecho por Él, en la vida de oración en familia, en el recuerdo de Dios en los misterios de gozo y de dolor de mi existencia. Dios debe obligarme a organizar mi tiempo a mediano y largo plazo para que nunca me falle el alimento espiritual por improvisación o descuido. Dios debe motivar mi voluntad en las decisiones difíciles y complicadas, y ser mi fuerza en los momentos de tentación. En fin, Dios debe serlo todo para mí. Entonces seré como "árbol plantado a la vera del agua, que junto a la corriente echa sus raíces. No temerá cuando viene el calor y estará su follaje frondoso; en año de sequía no se inquieta ni se retrae de dar fruto" (Jer 17, 8).

En la vida hay pocas verdades esenciales, pero sin duda una de ellas es la afirmación sin discusión posible sobre la prioridad de Dios en mi quehacer cotidiano. Dios quiso ser parte esencial de mi felicidad y no renuncia a ello por nada. Siempre que la humanidad colectivamente ha pasado por una época de alejamiento de Dios, de abandono de la fe, de rechazo de los valores del espíritu, automáticamente ha caído en una serie de aberraciones que resultan denigrantes. Basta para ello recordar esa descripción tan dura del mundo sin Dios que nos relata S. Pablo en la carta a los Romanos (1, 18-28). En cambio, las épocas de fe siempre han traído consigo la paz, el sosiego, el gozo.

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