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miércoles, 12 de diciembre de 2018

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN LA MISA DE LA VIRGEN DE GUADALUPE


Homilía del Papa Francisco en la Misa de la Virgen de Guadalupe
Redacción ACI Prensa
 Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa




El Papa Francisco presidió este miércoles 12 de diciembre la Misa con motivo de la Fiesta de la Virgen de Guadalupe en la Basílica de San Pedro del Vaticano.

En su homilía, el Santo Padre se refirió a María como una “escuela” en la que los fieles aprenden a “caminar” hacia el Reino de Dios y a cantar las maravillas del “Señor”.

En concreto, destacó que la Virgen de Guadalupe es latinoamericana, y, como tal, es “madre de una tierra fecunda y generosa en la que todos, de una u otra manera, nos podemos encontrar desempeñando un papel protagónico en la construcción del Templo santo de la familia de Dios”.

A continuación, el texto completo de la homilía del Papa Francisco:

«Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora» (Lc 1,46-48). Así comienza el canto del Magníficat y, a través de él, María se vuelve la primera «pedagoga del evangelio» (CELAM, Puebla, 290): nos recuerda las promesas hechas a nuestros padres y nos invita a cantar la misericordia del Señor

 María nos enseña que, en el arte de la misión y de la esperanza, no son necesarias tantas palabras ni programas, su método es muy simple: caminó y cantó.


Caminó

Así nos la presenta el evangelio después del anuncio del Ángel. Presurosa —pero no ansiosa— caminó hacia la casa de Isabel para acompañarla en la última etapa del embarazo; presurosa caminó hacia Jesús cuando faltó vino en la boda; y ya con los cabellos grises por el pasar de los años, caminó hasta el Gólgota para estar al pie de la cruz: en ese umbral de oscuridad y dolor, no se borró ni se fue, caminó para estar allí.

Caminó al Tepeyac para acompañar a Juan Diego y sigue caminando el Continente cuando, por medio de una imagen o estampita, de una vela o de una medalla, de un rosario o Ave María, entra en una casa, en la celda de una cárcel, en la sala de un hospital, en un asilo de ancianos, en una escuela, en una clínica de rehabilitación ... para decir: «¿No estoy aquí yo, que soy tu madre?» (Nican Mopohua, 119).

Ella más que nadie sabía de cercanías. Es mujer que camina con delicadeza y ternura de madre, se hace hospedar en la vida familiar, desata uno que otro nudo de los tantos entuertos que logramos generar, y nos enseña a permanecer de pie en medio de las tormentas.

En la escuela de María aprendemos a estar en camino para llegar allí donde tenemos que estar: al pie y de pie ante tantas vidas que han perdido o le han robado la esperanza.

En la escuela de María aprendemos a caminar el barrio y la ciudad no con zapatillas de soluciones mágicas, respuestas instantáneas y efectos inmediatos; no a fuerza de promesas fantásticas de un seudo-progreso que, poco a poco, lo único que logra es usurpar identidades culturales y familiares, y vaciar de ese tejido vital que ha sostenido a nuestros pueblos, y esto con la intención pretenciosa de establecer un pensamiento único y uniforme.

En la escuela de María aprendemos a caminar la ciudad y nos nutrimos el corazón con la riqueza multicultural que habita el Continente; cuando somos capaces de escuchar ese corazón recóndito que palpita en nuestros pueblos y que custodia —como un fueguito bajo aparentes cenizas— el sentido de Dios y de su trascendencia, la sacralidad de la vida, el respeto por la creación, los lazos de la solidaridad, la alegría del arte del buen vivir y la capacidad de ser feliz y hacer fiesta sin condiciones (cf. Encuentro con el Comité Directivo del CELAM, Colombia, 7 septiembre 2017).

Y cantó

María camina llevando la alegría de quien canta las maravillas que Dios ha hecho con la pequeñez de su servidora. A su paso, como buena Madre, suscita el canto dando voz a tantos que de una u otra forma sentían que no podían cantar. Le da la palabra a Juan —que salta en el seno de su madre—, le da la palabra a Isabel —que comienza a bendecir —, al anciano Simeón —y lo hace profetizar—, enseña al Verbo a balbucear sus primeras palabras.


En la escuela de María aprendemos que su vida está marcada no por el protagonismo sino por la capacidad de hacer que los otros sean protagonistas. Brinda coraje, enseña a hablar y sobre todo anima a vivir la audacia de la fe y la esperanza. De esta manera ella se vuelve trasparencia del rostro del Señor que muestra su poder invitando a participar y convoca en la construcción de su templo vivo.

Así lo hizo con el indiecito Juan Diego y con tantos otros a quienes, sacando del anonimato, les dio voz, hizo conocer su rostro e historia y los hizo protagonistas de esta, nuestra historia de salvación. El Señor no busca el aplauso egoísta o la admiración mundana. Su gloria está en hacer a sus hijos protagonistas de la creación. Con corazón de madre, ella busca levantar y dignificar a todos aquellos que, por distintas razones y circunstancias, fueron inmersos en el abandono y el olvido.

En la escuela de María aprendemos el protagonismo que no necesita humillar, maltratar, desprestigiar o burlarse de los otros para sentirse valioso o importante; que no recurre a la violencia física o psicológica para sentirse seguro o protegido.

Es el protagonismo que no le tiene miedo a la ternura y la caricia, y que sabe que su mejor rostro es el servicio. En su escuela aprendemos auténtico protagonismo, dignificar a todo el que está caído y hacerlo con la fuerza omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su promesa de misericordia.

En María, el Señor desmiente la tentación de dar el protagonismo a la fuerza de la intimidación y del poder, al grito del más fuerte o del hacerse valer en base a la mentira y a la manipulación. Con María, el Señor custodia a los creyentes para que no se les endurezca el corazón y puedan conocer constantemente la renovada y renovadora fuerza de la solidaridad, capaz de escuchar el latir de Dios en el corazón de los hombres y mujeres de nuestros pueblos.

María, «pedagoga del evangelio», caminó y cantó nuestro Continente y, así, la Guadalupana no es solamente recordada como indígena, española, hispana o afroamericana. Simplemente es latinoamericana: Madre de una tierra fecunda y generosa en la que todos, de una u otra manera, nos podemos encontrar desempeñando un papel protagónico en la construcción del Templo santo de la familia de Dios.

Hijo y hermano latinoamericano, sin miedo, canta y camina como lo hizo tu Madre.

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