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miércoles, 21 de octubre de 2015

LA LUCIÉRNAGA


La luciérnaga
Juana lloraba de angustia pero Dios, padre de los huérfanos y de las viudas, vino en su socorro a través de una simple luciérnaga...


Por: Redacción | Fuente: salvadmereina.co.cr 




Mientras miraba caer el sol en el horizonte, Juana pensaba en su destino junto a Fernando, el hijito de seis años. Después de un lapso de silencio, hundió el rostro entre los brazos y se puso a llorar. ¿Qué le causaba tanto dolor?

Juana había quedado viuda hacía poco tiempo. Luis, su marido, había fallecido la primavera pasada. Era un joven muy querido en la villa. Gracias a su espíritu emprendedor había logrado unas cuantas economías para comprar la casita en que ahora se encontraban Juana y el pequeño Fernando.

Sin embargo, la adquisición no sólo consumió todos los ahorros, sino que obligó a contraer algunas deudas que Luis contaba con pagar poco a poco. Su prematura muerte –víctima de una epidemia que irrumpió en la aldea dejando a muchas familias en el luto y la tristeza– trastornó sus planes.

Luis había sido un esmerado trabajador de un rico propietario, el cual, a modo de recompensa, le había prestado ochocientos francos para adquirir la pequeña propiedad. El joven se había comprometido a pagar cien francos por año a su protector.

Siete cuotas ya habían sido pagadas con puntualidad; solo quedaba la última. Pero la epidemia había cobrado también la vida del acreedor de Luis, y ahora sus herederos le exigían a la viuda el pago del importe total, es decir, los ochocientos francos.

En vano Juana juró una y otra vez que sólo quedaban cien francos por pagar; sin ningún recibo u otro medio de prueba, el juez decidió que la propiedad sería vendida para saldar la deuda del esposo fallecido. Al día siguiente la casa sería embargada y ella, aparte de perder al marido, se quedaría también sin refugio. 


Por eso la pobre viuda, mirando el cielo de la tarde, evidenciaba tanta tristeza: sería la última noche que pasaría en su pequeño hogar.

* * *

Fernando, sin entender muy bien lo que sucedía, se acercó a su madre y le dijo:

–Mamá, no llores más. Recuerda lo que papá decía antes de morir: “Dios es el protector de las viudas y el padre de los huérfanos. Récenle en todas las dificultades, Dios los cuidará, no los dejará solos”. ¿No era eso lo que decía?

–Sí, hijo, así es– respondió Juana, suavemente consolada con el recuerdo de esas palabras.

–Entonces, ¿por qué lloras? Rézale a Dios y Él nos ayudará…

–Cierto, hijo– concordó ella, abrazando al niño que había sabido reconfortarla con palabras tan inesperadas a su edad.

La joven madre se arrodilló, juntó las manos y empezó a rezar con fervor:

–Oh Padre nuestro, te pido a través de tu Madre que oigas la oración de una pobre madre afligida y de un huérfano desamparado. No permitas que la injusticia nos expulse de esta casa.

* * *

Al terminar su oración, la joven se sintió profundamente conmovida.

Fernando, que miraba por la ventana, gritó de repente:

–¡Mira mamá, mira! ¡Hay una estrella que se mueve, mira! Ahora subió… Baja más cerca de nosotros…

¡La estrellita está entrando por la ventana, mamá…! ¡Mira qué bonita!

–Es una luciérnaga, un gusanito de luz, hijo. De día parece un bichito común, pero de noche brilla tal como ahora lo ves.

–¿Lo puedo tomar, mamá? ¿Quema esa lucecita que tiene?

–No, hijo, no quema. Puedes tomarlo si quieres. Es una luz fría, puedes tocarla sin miedo.

Fernando no aguantó más; corrió detrás de la luciérnaga que había caído al piso de la sala, pero no alcanzó a tomarla, porque el pequeño insecto se metió bajo un gran armario.

–De aquí lo veo, mamá, pero no lo alcanzo… ¡Cómo brilla!

–Espera un poco, hijo, que ya va a salir y entonces podrás tomarlo.

Fernando esperó un poco, pero en la impaciencia de echarle mano a la luciérnaga, suplicó a su madre:

–¡Ayúdame, mamita, ayúdame!

Hazlo salir… O sino mueve un poco el armario y entonces lo podré alcanzar…

Juana se levantó para satisfacer a su hijo, y con algo de fuerza pudo empujar el armario. El niño tomó el insecto, al comienzo un poco temeroso, y empezó a examinarlo. Lo más curioso fue que, al despegar el armario de la pared, se sintió por detrás el ruido de algo que caía. Juana se agachó para ver lo que era y recogió una especie de libreta, con apuntes y documentos. ¿Qué sería?

* * *

La joven viuda se dedicó a examinar su hallazgo a la luz de la vela, y no pudo evitar un grito de sorpresa y alegría.

Era un cuaderno con el registro de los negocios de su marido. ¡Y ahí estaban anotadas las cuotas que se habían pagado al rico propietario! Entre las hojas, además, encontró un certificado: “Declaro que en la fiesta de san Martín puse al día las cuentas con Luis Blum, que ahora me debe solamente cien francos”.

Era la salvación tan ansiosamente esperada… Era la prueba que faltaba; en una palabra, era Dios que había enviado aquella luciérnaga para señalar el sitio donde estaban las cuentas del esposo. Por eso, Juana levantó sus ojos a lo alto, en señal de gratitud a Jesús y a María, y después abrazó a su hijo, desbordante de felicidad por el verdadero milagro que acababa de suceder.

Cuando el pequeño Fernando entendió el significado de ese documento, respondió graciosamente:

–¡Yo fui, mamá, yo fui el que lo descubrió! Si no te hubiera pedido que movieras el armario, no habrías encontrado el papel…

–Sí, mi hijito querido, fuiste tú. Pero principalmente fue Dios, que mandó ese lindo bichito para darnos la oportunidad de mover el mueble y descubrir la libreta. Es a Dios al que debemos agradecerle, a ese Dios de bondad que tan rápido atendió nuestras oraciones. ¡Dios fue el que nos mandó la luciérnaga, hijo!

* * *

Al día siguiente, Juana salió muy temprano a la morada del juez. El magistrado la atendió con prontitud, y reconociendo la autenticidad del certificado, mandó llamar al principal heredero.

Cuando éste leyó el documento, se sintió confundido y sin saber qué decir.

Por fin, arrepentido de lo que había hecho, exclamó:

–¡Sin duda que esto es el dedo de la Providencia! Sra. Blum, perdone usted cómo la traté, por las penas y molestias que le hice pasar. Para compensarla de alguna manera, le obsequio los cien francos que faltan. Usted no me debe nada más. Veo que Dios quiso salvarla; de mi parte, quiero hacer lo que esté a mi alcance. Por lo tanto, si en el futuro llegara a necesitar alguna cosa, búsqueme, que ayudarla será un placer. Veo que usted confía en Dios, y esa confianza es más preciosa que todo el oro del mundo.

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