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lunes, 10 de junio de 2013

LAS BIENAVENTURANZAS


LAS BIENAVENTURANZAS

Las ocho bienaventuranzas con que comienza el Sermón son, a su vez, una síntesis del mismo y condensan de modo admirable los principios que constituyen el ideal de la vida cristiana y revelan al mismo tiempo toda su sublimidad.

Las bienaventuranzas no presentan el problema de escoger entre los bienes presentes y los futuros, sino entre los bienes verdaderos y los falsos, y éstos lo son tanto ahora como eternamente, y la verdad y la falsedad de los bienes la da Dios mostrándonos cuáles son los verdaderos.

Las bienaventuranzas no contienen toda la doctrina evangélica. Sin embargo, son, como en germen, todo el programa de perfección cristiana, resumido, pero completo.

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados -hijos de Dios.

Bienaventurados los que padecen persecución a causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Según esta bienaventuranza, quien quiera andar por el camino de Dios ha de librarse de la codicia, desprendiéndose de la preocupación excesiva de los bienes materiales. A quienes Cristo llama pobres son también esos hombres sencillos que ninguna importancia se conceden a sí mismos. Lo que Cristo exige es el desprendimiento del alma de las cosas de este mundo, llevando una vida sencilla, conscientes en todo momento de la pobreza del hombre frente a Dios, viviendo esa virtud que es fundamental para el cristiano: la humildad.



Los mansos

El mismo Cristo se pone como ejemplo de esta virtud (cfr. Mt. 11, 28). Lo mismo que fue Cristo, suave para con los hombres -llamó amigo incluso a quien le traicionaba-, debe el cristiano respirar suavidad en sus juicios, palabras y hechos para con el prójimo. La mansedumbre supone, en quien la vive, un dominio sobre sí mismo, pues los arrebatos de cólera, más que fuerza, indican debilidad en quien los sufre. Dios no deja que nos acerquemos a Él mientras se conserve un sentimiento antifraternal. Se le vuelve a encontrar cuando se ha perdonado de corazón.

Los que lloran 

Nada más ajeno a Cristo que convertir la tristeza en una actitud fundamental para el cristiano. El cristiano está hecho para la alegría, que encuentra en Dios. Lo que el cristiano debe llorar son sus pecados y tantas ofensas que diariamente se hacen al Señor. Debe producirle tristeza el hecho de encontrarse tan lejos de la santidad, que debe desear ante todo. Será también para él motivo de tristeza el desprecio que le viene de un mundo sin Dios, pero si une su causa a la de Dios sentirá la alegría de los Apóstoles cuando, por primera vez, sufrieron ultrajes por el nombre del Señor (cfr. Act. 5, 41)


Los que tienen hambre y sed de justicia

En la Biblia se llama justo a aquél que se esfuerza sinceramente por cumplir la voluntad de Dios, manifestada en sus preceptos; de ahí que justicia en el lenguaje bíblico se refiere no solamente a una virtud cardinal, sino al conjunto de todas las virtudes, la perfección, la santidad.

Tener hambre y sed de Dios consiste en una actitud moral total; es el máximo cumplimiento posible de la vida divina en el hombre. El solo deseo de esta posesión llena al hombre completamente de paz, cosa que ningún otro deseo logra, pues siempre se siente hambre de más.


Los misericordiosos

La misericordia a la que Jesús promete la bienaventuranza es la que lleva al cristiano a compartir efectivamente las desdichas del prójimo, tanto en sus angustias materiales como espirituales. Le lleva a amar al prójimo no sólo cuando se lo merece, sino porque es prójimo, como el propio Jesús enseñó en la parábola del buen samaritano. La misericordia llega a ser la medida con la que se nos medirá, y sólo alcanzará misericordia de Dios quien se incline profundamente ante el prójimo que sufre.


Los limpios de corazón

Cristo, enseña que la calidad moral de la vida del hombre está en el corazón (cfr. Mc. 7, 22). Limpio de corazón es aquel que, hasta donde es posible, mantiene su corazón limpio de pecado. La limpieza de corazón agranda la capacidad de amar del hombre, que, como tiene un corazón de carne, necesita querer, pero necesita querer rectamente, sabiendo qué elige. Si no se tiene el corazón limpio no se ve claro para elegir, pues basta un ligero velo para ofuscar la visión, y este velo muchas veces está formado por disposiciones morales imperfectas -al menos- por no tener el corazón limpio.


Los pacíficos

Aquí – dice San Juan Crisóstomo – no se contenta el Señor con eliminar toda discusión y enemistad de unos con otros, sino que nos pide algo más: «que tratemos de poner paz entre los desunidos. (in Matth, hom.15, 4). Esto es porque la paz está solamente donde esté Dios, que es el Dios de la paz (cfr. 1 Cor. 14, 33), y ya a Cristo, cuando lo anunció Isaías, le llamó «Príncipe de la Paz». (Is. 9, 5). Toda alma que deja que Dios entre en ella, encuentra la paz, que nada puede quitar. La falta de paz en el mundo, la desconfianza de unos para con otros, todo ello tiene su origen en la falta de Dios, «pues los malvados no tienen paz» (¡s. 8, 22). La paz que Cristo dio «mi paz os doy, mi paz os dejo». (Jn. 14, 27) -es la paz con Dios, que implica una aceptación de la voluntad divina; por eso, mientras los hombres no acepten la voluntad de Dios y sus amabilísimas leyes, no podrán tener nunca paz entre ellos. Cuando los hombres obedecen a la ley de la caridad, que les pone en paz con Dios, viven, por eso mismo, en paz con ellos.

Los que padecen persecución por la justicia

La causa principal que retrasa con mucha más frecuencia la venida del Reino de Dios es la fuerza de aquel poder invisible que es el polo opuesto al Reino de Dios: el demonio. Sólo quien esté cegado por las mismas fuerzas diabólicas puede negar su existencia. Por eso no debe extrañar que quienes buscan de verdad la santidad sean siempre objeto de persecución; pero con la misma certeza que llegará el triunfo definitivo de Cristo, llegará también el de sus fieles.

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