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sábado, 6 de abril de 2013

RISOTERAPIA

Risoterapia
Autor:  Juan Jesús Priego


        Reír es una actividad de lo más saludable. Según el psicólogo estadounidense William Fry, «cinco minutos de risa equivalen a 45 minutos de ejercicio físico. Reír aumenta la capacidad pulmonar, ayuda a la circulación de la sangre, da un masaje vibratorio a todo el cuerpo, aleja temores, elimina toxinas y potencia el sistema inmunológico». Una buena carcajada hace tanto bien como ir a dar una vuelta a trote ligero al parque Tangamanga.

        La risa alivia el ansia, saca de la depresión (de la prisión), reduce el estrés, aminora el cansancio, vuelve menos espesa la bruma que nos hace verlo todo negro y aumenta el gozo de vivir.

        El llanto, como se sabe, es hijo de la impotencia; cuando sentimos que el mundo nos viene demasiado grande, tan grande que nos aplasta, lloramos: llorar es confesar que no podemos. En cambio, la risa es un grito de victoria; sólo los liberados ríen, es decir, aquellos que reconocen haber podido. John Moned, filósofo de la Universidad de South Florida, dice que «la primera vez que el hombre rió debió ser como un gesto de alivio después de haber pasado por algún peligro». Sí, seguramente así debió haber sido. Como en los buenos chistes, que antes hay que oírlos para reírlos, la risa viene siempre después. Es un gesto de liberación, una especie de «¡uf!» que suele exhalar el cuerpo cuando el peligro se ha ido.

        Para Peter L. Berger, el famoso sociólogo de la religión, la risa es un anticipo de la vida redimida. Reímos porque de alguna manera nos consideramos salvados, porque la amenaza de la muerte ha sido abolida, porque el peligro ha quedado atrás. La risa es una garantía de la salvación, una especie de sacramento de la hilaridad que reinará en el cielo.

        Tan saludable es la risa que William Fry ha decidido crear con ella un método de curación llamado risoterapia. Esto significa que muy pronto empezarán a multiplicarse los maestros y los libros que nos invitarán a reír a carcajada abierta como una manera de conservarnos sanos. Cosa que, siendo sincero, ya no me gusta tanto, porque me parece que si le quitamos a la risa su gratuidad, eso que los filósofos llamarían su incondicionalidad, de la risa no queda nada. La verdad es que no me imagino a alguien riéndose solo, o desternillándose a carcajadas frente a otro únicamente para relajar sus maltrechos pulmones.

        Imagine que vamos usted y yo por una calle de la ciudad y que de repente empiezo a ejecutar la terapia que me haya impuesto el risoterapeuta o como se llame el especialista de esta nueva «ciencia». Usted podría pensar, por ejemplo: «Vaya, después de todo no soy tan desagradable como había pensado que era (en el fondo, todos, en algún momento, hemos pensado que acaso éramos desagradables); miren cómo se ríe este señor por lo que acabo de decirle. En mi próxima reunión de trabajo volveré a contar esta anécdota aprovechando que no es tan mala, a juzgar por ver la gracia que ha ocasionado». En el fondo usted se alegraría por haberme hecho pasar un buen rato. Pues bien, ¿qué sentiría si le confesara que no es ni su persona ni sus historias lo que me han hecho doblar de risa sino la necesidad de poner en práctica el ejercicio número 14, según el cual entre las 10:29 y las 11:45 debo reírme por lo menos 2 minutos?

        La risa debe ser, ante todo, la celebración del otro. La celebración de su palabra y de su presencia. Pero si la celebración se convierte en un pretexto para la disminución de mi estrés o para el fortalecimiento de mi sistema inmunológico, entonces la risa queda transformada en uno de los recursos de mi egoísmo, es decir, en una burla.

        A mi entender, la verdadera risoterapia, o curación a través de la risa, tendría que ser aquella que nos invite a alegrarnos de vivir, de estar contentos por habitar un mundo que es gobernado por Dios con amor y cuidado, por ser eternos, por haber sido redimidos y estar rodeados de seres a los que podríamos encontrar y querer.

        La risa, para que sea de veras curativa, tiene que ser una risa profunda, nacida –como dijo Berger- de la convicción de que el mundo está en orden y de que somos amados en él. Y si de la meditación de lo que todo esto significa brota una sonora carcajada, mejor que mejor.

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