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Aparta de tu pecado tu vista |
En el Salmo 51 le pedimos a Dios: "aparta
de mi pecado tu vista". Se lo pedimos de corazón,
pero no hemos de olvidar que también es posible que
Dios nos susurre lleno de cariño: "aparta de tu pecado
tu vista".
Duele haber cometido un pecado. Duele de un modo
muy intenso cuando además hemos heridos a otros: a un
familiar, a un amigo, a una persona que confió en
nosotros.
Duele, porque cada pecado implica debilidad, cobardía, soberbia, pereza, esa
autosuficiencia maldita que nos hizo olvidar nuestra pequeñez y nuestra
bajeza. Duele especialmente porque hemos ofendido a un Dios tan
bueno, tan cercano, que es Creador y, sobre todo, que
es Padre.
Duele... y deja una herida profunda. Parecía que era
fácil resistir, nos sentíamos tan seguros, nunca lo habíamos hecho
antes. De repente, por sorpresa o poco a poco, llegó
la caída, pecamos. Y creció en nosotros la pena, la
rabia, la pesadez. Descubrimos la flaqueza de nuestra carne, la
cobardía de nuestro espíritu. No somos ángeles: el pecado pone
al descubierto toda la miseria humana.
Es cierto que Dios nos
ha dado fuerzas para pedir perdón. Hemos buscado a un
sacerdote, con humildad, y le presentamos el pecado. Desde entonces,
sabemos que Dios nos perdona, que tras la absolución la
vida empieza de nuevo. Pero...
Pero quedaba allá dentro una pena,
volvíamos una y otra vez al recuerdo de aquella falta.
Un extraño gusanillo interior nos carcomía, nos dejaba intranquilos. Si
no hubiésemos pecado, si hubiésemos sido un poco más enérgicos...
Es
entonces cuando miramos a Dios y le decimos: "aparta de
mi pecado tu vista". Pero también es cuando Dios nos
quisiera decir: "si ya te he perdonado, si ya te
he dicho lo mucho que te quiero. ¿Por qué sufres,
por qué abres la herida, por qué estás tanto tiempo
recordando algo que Yo he olvidado? Te quiero mucho, no
lo olvides. Recuerda que soy Dios y Padre, que amo
a cada uno de mis hijos".
Sí, tenemos que abrir el
corazón para escuchar, serenamente, con alegría, que Dios no lleva
un registro indeleble en el que fije para siempre nuestras
faltas. El pasado ha quedado atrás, como pasado, y no
debe atarnos ni impedir el inicio de nuevos vuelos. Vivimos
en un presente magnífico, en el tiempo de la misericordia.
"No
te condeno", nos repite Cristo como le dijo a la
mujer adúltera. "No te condeno. No mires tu pecado. Fíjate,
más bien, en mi corazón amante, que te quiere con
locura, que te desea paz y alegría, vida verdadera, misericordia
eterna. Que te quiere en casa, en fiesta, como hijo
amado".
Preguntas o comentarios al autor
P. Fernando Pascual
LC
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