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Darle a la confesión la importancia que merece |
Puede ocurrir que en corazones católicos haya más preocupación por
el fútbol, por la marcha de la bolsa, por los
accidentes de tráfico, por las obras que crean desorden en
la propia ciudad, por la muerte de un famoso actor
de cine, y por muchos otros temas... que por la
confesión.
Cine, fútbol, economía, tráfico, obras públicas: son argumentos que tocan
nuestra vida, que interesan a unos más y a otros
menos, que incluso exigen una reflexión seria a la luz
de los auténticos principios éticos.
Pero para el cristiano un tema
central, decisivo, del cual depende la vida eterna de miles
y miles de personas, es el de la confesión.
Porque el
sacramento de la penitencia, o confesión, es un encuentro que
permite a Dios derramar su misericordia en el corazón arrepentido.
Se trata, por lo tanto, de la medicina más profunda,
más completa, más necesaria para todo ser humano que ha
sido herido por la desgracia del pecado.
Por eso, precisamente por
eso, la confesión debe ocupar un puesto muy importante en
las reflexiones de los bautizados. ¿Valoramos este sacramento? ¿Reconocemos que
viene de Cristo? ¿Apreciamos la doctrina de la Iglesia católica
sobre la confesión? ¿Conocemos sus “etapas”, los actos que corresponden
al penitente, la labor que debe realizar el sacerdote confesor?
San
Juan María Vianney sabía muy bien, después de miles y
miles de confesiones, lo que ocurría en este magnífico sacramento,
por lo que pudo decir: “No es el pecador el
que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo
quien va tras el pecador y lo hace volver a
Él”.
Uno de los objetivos del Año sacerdotal (2009-2010) convocado por
el Papa Benedicto XVI era precisamente promover entre los sacerdotes
un mayor aprecio por este sacramento, para que dedicasen más
tiempo al mismo, y acogiesen a los penitentes con competencia
y entusiasmo, desde la identificación con el mismo Corazón de
Cristo que busca cada una de sus ovejas, que desea
celebrar una gran fiesta por la conversión de cada pecador
(cf. Jn 10; Lc 15).
La crisis que ha llevado en
muchos lugares al abandono de este importante sacramento ha de
ser superada, lo cual exige que los sacerdotes “se dediquen
generosamente a la escucha de las confesiones sacramentales; que guíen
el rebaño con valentía, para que no se acomode a
la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12,2), sino que
también sepa tomar decisiones contracorriente, evitando acomodamientos o componendas” (Benedicto
XVI, 11 de marzo de 2010).
En este día, miles de
personas se presentarán ante el tribunal de Dios. ¿Qué mejor
manera de prepararse al encuentro con un Dios que es
Amor que hacerlo a través de una buena confesión?
También en
este día, miles de personas sucumbirán al mal; dejarán que
la avaricia, la soberbia, la pereza, les ciegue; actuarán desde
odios o envidias muy profundas; acogerán las caricias engañosas de
las pasiones de la carne o de la gula desenfrenada.
¿Qué mejor remedio para borrar el pecado en la propia
vida y para reemprender la lucha cristiana hacia el bien
que una confesión sincera, concreta, valiente y llena de esperanza
en la misericordia divina?
Si los católicos damos, de verdad, a
nuestra fe el lugar que merece en la propia vida,
dejaremos de lado gustos, pasatiempos o incluso algunas ocupaciones sanas
y buenas, para encontrar ese momento irrenunciable que nos lleva
al encuentro con Alguien que nos espera y nos ama.
Dios
perdona, si se lo pedimos con la humildad de un
pecador arrepentido (cf. Lc 18,13). En la sencillez de una
cita envuelta por el misterio de la gracia, un sacerdote
dirá entonces palabras que tienen el poder que sólo Dios
le ha dado: tus pecados quedan perdonados, vete en paz.
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