Estas son aquellas palabras mías
(Lucas 24,35-48)
Semana III del Tiempo de Pascua - 18 de abril de 2021
En los tres ciclos de lecturas, el Evangelio del III Domingo de Pascua relata una aparición de Cristo resucitado a sus apóstoles. En el ciclo A el Evangelio se toma del capítulo 24 de Lucas y relata la aparición de Jesús a los discípulos de Emaús que ocurrió el mismo día de la resurrección; en el ciclo B la lectura del Evangelio está tomada de ese mismo capítulo –es la que leemos hoy- y continúa con la aparición de Jesús al grupo de los apóstoles reunidos; en el ciclo C la lectura se toma del Evangelio de Juan y relata la aparición de Jesús a un grupo de siete apóstoles a orillas del mar de Tiberíades en un día indeterminado, pero bastante posterior al día de la resurrección. En el IV Domingo de Pascua ya no se leen apariciones de Jesús resucitado, sino partes del capítulo del Buen Pastor del Evangelio de Juan.
Según San Lucas, “después de su pasión, Jesús se presentó a los apóstoles dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios” (Hech 1,3). Pero este mismo evangelista no narra sino las apariciones de Jesús resucitado el primero y el último día de este período, es decir, el mismo día de su resurrección y el día de su Ascensión al cielo. No nos informa con qué frecuencia se apareció en los cuarenta días intermedios ni tampoco si era convocado por los apóstoles cuando ellos se reunían o si se les aparecía de manera imprevisible. Sabemos que el tema de esas reuniones era el Reino de Dios. Por el Evangelio de Mateo sabemos que Jesús resucitado dio cita a sus apóstoles en un monte de Galilea y que allí se apareció a ellos (cf. Mt 28,7.16). Esta aparición tuvo que ser algunos días después de su resurrección para dar tiempo a los apóstoles de viajar desde Jerusalén a Galilea. Por el Evangelio de Juan sabemos que se apareció a los apóstoles por segunda vez en Jerusalén el domingo siguiente a su resurrección y por tercera vez, a orillas del mar de Tiberíades, es decir, transcurridos algunos días (Tiberíades dista de Jerusalén 152 km).
En el Evangelio de hoy Lucas nos relata la aparición de Jesús a los Once el mismo día de la resurrección. Los discípulos de Emaús, después que reconocieron a Jesús, tomaron la decisión de regresar inmediatamente a Jerusalén a referir a los apóstoles lo ocurrido. Los encontraron reunidos, porque entretanto Jesús también se había aparecido a Pedro y estaban comentando este hecho. “Ellos contaron lo que había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido en la fracción del pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: ‘La paz con vosotros’”. La aparición de Jesús resucitado es siempre nueva. Por eso, aunque los discípulos de Emaús y Pedro ya lo habían visto vivo, y todos ya sabían que había resucitado, de todas manera, “sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu”.
Jesús les dice: “Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo”. Este gesto no tendría sentido y no serviría como identificación si no se subentendiera la crucifixión de Jesús. En sus manos y sus pies se veían las señales de los clavos. El gesto quiere demostrar que el que está ahora vivo delante de ellos es el mismo que estuvo crucificado. Y para demostrar que no es un espíritu Jesús les da otras dos pruebas. La primera consiste en hacerlos verificar su condición material: “Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como véis que yo tengo”. El hombre es un compuesto de alma espiritual y cuerpo material, y así lo será también después de su resurrección final. La segunda prueba consiste en comer delante de ellos. Jesús les pregunta: “¿Tenéis algo de comer?”. Y habiéndole presentado parte de un pez asado, “lo tomó y comió delante de ellos”. En la resurrección no será necesario comer y tampoco tenía necesidad de comer Jesús resucitado; pero puede hacerlo y lo hizo para demostrar que no es un espíritu. También en su última aparición Jesús come con sus apóstoles: “Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se alejasen de Jerusalén” (Hech 1,4). Y este será el argumento más fuerte en el testimonio de los apóstoles: “Hemos comido y bebido con él después que resucitó de entre los muertos” (Hech 10,41).
Según Lucas, en sus apariciones, Jesús “les habló de lo referente al Reino de Dios”. Este fue el tema de su conversación. En esta primera aparición les dijo: “Estas son aquellas palabras mias que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: ‘Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí’”. Es claro que el tema de su conversación fue él mismo. Ningún otro tema habría interesado. Alguien podría lamentar que no poseamos esas palabras que les habló. Pero, en realidad, las poseemos: son aquellas palabras suyas que nos habló cuando todavía estaba en la tierra y enseñaba en las sinagogas y pueblos de la Palestina; son las mismas palabras del Evangelio; pero ahora son nuevas, porque son entendidas a la luz de su resurrección. Esta es la predicación de los apóstoles que tenemos en el Evangelio.
Esta era la predicación de San Pablo, como lo dice el mismo Lucas en la conclusión de los Hechos de los Apóstoles: “Pablo les iba exponiendo el Reino de Dios, dando testimonio e intentando persuadirlos (a los judíos de Roma) acerca de Jesús, basándose en la Ley de Moisés y en los Profetas... predicaba el Reino de Dios y enseñaba lo referente al Señor Jesucristo con toda valentía, sin estorbo alguno” (Hech 28,23.31). El Reino de Dios no es otra cosa que lo referente a Jesucristo. De esto habló Jesús a sus apóstoles. Esto es el Evangelio. Las palabras del Evangelio, leídas en la fe de Jesucristo resucitado, son palabras de vida eterna.
Felipe Bacarreza Rodriguez
Obispo de Santa María de los Ángeles (Chile)
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