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jueves, 10 de marzo de 2016

LOS SILENCIOS MALOS Y SILENCIOS BUENOS


Silencios malos y silencios buenos 
Escrito por  P. Juan Carlos Ortega, L.C. 


Los silencios negativos


Silencio por timidez
Entre los silencios, que podríamos denominar negativos, uno que se advierte con frecuencia en el apóstol, o entre religiosos y religiosas, es el provocado por la timidez. Nos quedamos callados por considerarnos incapaces, sin cualidades, no aptos para tantas posibles encomiendas. El miedo de hacer algo mal, de equivocarnos, de fracasar, de errar, de que los demás nos puedan señalar como incapaces, de poca valía… nos atenaza y amedrenta. Paraliza nuestra lengua, nuestro pensar. No nos atrevemos a hablar. Hacemos silencio. Indudablemente éste no es un silencio virtuoso, no es un silencio que proceda de virtud alguna, sino que hunde su raíz, precisamente en una falta de virtud. Ya Cristo nos lo advirtió en sus sentidas palabras a los apóstoles al afirmar que los hijos de las tinieblas y de mal son más astutos que los hijos de la luz y al invitar a ser sagaces a la vez que sencillos como palomas.


Silencio por miedo
Un parecido silencio es el provocado por el miedo. Si la timidez era fruto de la visión que uno tiene de sí mismo, el miedo, en cambio es generado por elementos externos que fungen como amenazas para nuestra vida. Un ejemplo evangélico típico de miedo es el silencio de Pilatos ante las amenazas de los sumos sacerdotes. En nuestras comunidades ocurren escenas similares. No son pocos los católicos que interesados por la verdad, como el procurador romano, callan y silencian para no ser malinterpretados o para que no piensen de él que es demasiado piadoso, u ocultan su pensar y dudas interiores para no ser acusado de rebeldía o de poco fervor.
Silencio por envidia

Pero hay silencios peores. Uno de ellos es el que tiene por origen la envidia. Este vicio capital silencia las cualidades ajenas, no sabe alabar, ponderar ni reconocer los méritos de los demás. Las personas envidiosas no pueden admirar y reconocer el bien que hay en el otro. Nuestras comunidades no están exentos de esta debilidad, como lo experimentaron también los discípulos de Jesús cuando impidieron predicar y hacer milagros en nombre del Mesías a aquellos que no eran de los suyos. Jesús, con la bondad que le caracterizaba, invitó a sus seguidores a reconocer que todo lo que es bueno procede de uno modo u otro del Padre.


Silencio por orgullo
La pasión del orgullo es también padre de silencios negativos. Uno de sus hijos más común es el silencio de la indiferencia, perfectamente descrita por el Señor en aquel sacerdote y levita que, antes del buen samaritano, pasaron junto al peregrino herido por los ladrones. La persona orgullosa se considera más que los demás, los mira por encima del hombro, no se interesan de las necesidades ajenas, no les importa la situación del hermano. En ocasiones así nos pasa en la comunidad o ante la sociedad: somos fríos, indiferentes, guardamos silencio ante el mal de nuestros compañeros.


Silencio por la culpa
Otro silencio, hijo también del orgullo, es el sentido de culpa. El sentirse culpables, con o sin razón, produce uno de los silencios más peligros. Si la indiferencia es el silencio ante las necesidades de los demás, la culpabilidad produce algo mucho más grave: el silencio con Dios. Ese fue el gran defecto de Judas. Él fue consciente del error que había cometido y por ello devolvió las monedas al sinedrio. Pero su orgullo, en vez de invitarle a hablar, arrepentido, con el Maestro, lo llevó al silencio de la culpabilidad y de ahí a la desesperación. Evitemos este falso silencio ante los propios errores, debilidades, caídas y pecados.


El odio por rencor
Pero el silencio más negativo, el más atroz, es el que vive constantemente el demonio. Es el silencio calculador del odio y del rencor. En el demonio estas pasiones se convierten en silencio. Él vive, como tradicionalmente se dice, escondido, silencioso, camuflado entre las rendijas de los conventos, monasterios y casas religiosas. Su silencio no deja de maquinar tentaciones, observa callado las diversas circunstancias. Espera con un silencio paciente el momento más débil de cada alma; calcula, acecha y actúa, ordinariamente escondido en circunstancias y personas que no podíamos imaginarnos. Y tras cada tentación superada por el hombre, se retira al silencio de su cólera hasta un momento más propicio. Así actúa también el religioso o religiosa que no domina la pasión de la ira, del odio, del rencor… enmudece con el corazón lleno de amargura y calcula el momento más oportuno para salirse con la suya.



Mencionamos anteriormente todo un conjunto de silencios negativos. Sin embargo, también existen silencios positivos, que proceden y son consecuencia de la vivencia plena de alguna virtud cristiana.

¿Quién, por ejemplo, no se conmueve al ver a una mamá ante la cuna de su hijo? Mira el don de su hijo en absoluto silencio y su mirada expresa todo el amor que lleva en el corazón. Lo mismo ocurre con esos ancianos que tras años de fidelidad matrimonial están el uno junto al otro en silencio pero con una aureola de amor que es admiración de tantos jóvenes. En la medida que el amor se convierte en comunión, surge el silencio, ámbito que respeta, protege y asegura el amor mutuo.


Silencio de Jesús
El amor, además de crear unión con el amado, genera paz interior y armonía en las relaciones con los demás. Y esta paz se convierte también en silencio. Así lo vivió Cristo ante las acusaciones falsas que padeció durante los juicios con los sumos sacerdotes. Su paz y serenidad interior, aunadas al amor hacia todos los hombres, incluso a sus enemigos y a quienes le hacían mal, se convierte en silencio paciente, en silencio que intercede por aquellos que le culpan falsamente.


Silencio de asombro
Otro silencio, quizá más sencillo pero que el mundo va olvidando, es el que procede del asombro, de la admiración, de la alegría ante las cosas, las circunstancias y las personas. ¡Quién no se queda extasiado, en silencio, ante la grandeza y belleza de un paisaje natural, ante la calma e inmensidad de un mar, ante la variedad de líneas, fruto de la alternancia de valles y montañas con su rica vegetación, ante los variados colores que forman las sombras de las nubes y la luminosidad del sol! ¡Quién no admira, también, embelesado en su silencio, el buen obrar de una persona! Era el silencio de Jesús que descubría en todas las criaturas -en las flores del campo, en las aves del cielo- el guiño cariñoso de su Padre de Dios. Y su admiración ante la hermosura espiritual de aquel joven que había cumplido siempre los mandamientos se convierte en mirada silenciosa y llena de amor.


Silencio de fe
Si el silencio es fruto de la admiración ante la grandeza de la creación y de las personas, la virtud de la fe es el asombro ante el misterio de Dios. Por eso, la fe y el contacto con Dios generan silencio. Fue el silencio en la fe de María de Nazaret ante el misterio de que todo un Dios se hiciera morada en su seno; el silencio en la fe de María del Calvario ante el amor inmenso que veía en su Hijo Dios ante las injusticias del pueblo y del mundo. Es el silencio del alma creyente al percibir el insondable amor que Dios la tiene.


Silencio de humildad
En fin, hablemos también del silencio de la humildad. Es decir, del silencio que produce la propia verdad, inmensa por ser don de Dios pero mísera al lado de Dios mismo. Es el silencio que esconde toda la grandeza divina en un corazón humano como el de María. Es el silencio de un Dios amor que se oculta en la sonrisa del Niño de Belén. Es el silencio de la misericordiosa humilde y divina de Dios en el momento abominable de la cruz. Es el silencio del anonadamiento total de un Dios mismo cuando es puesto en la oscuridad del sepulcro.

Ejercitemos los silencios positivos pero, para ello, cultivemos las virtudes cristianas del amor, de la paz, del asombro, de la fe, de la humildad. Huyamos del mal, en sus manifestaciones silenciosas y nocivas para nuestra vida cristiana.
¡Virgen del silencio, ayúdanos!

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