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CANONIZACIÓN DE JUAN PABLO II Y JUAN XXIII


Juan XXIII y Juan Pablo II 
subidos a los altares ante la multitud

Con la alegría que caracteriza una celebración importante, ha concluido la misa en la que Francisco ha canonizado a sus antecesores, ahora ya sí, san Juan XXIII y san Juan Pablo II. Unas 800.000 personas -500.000 en la plaza, Vía de la conciliación y alrededores, y el resto en otros puntos de la ciudad- han celebrado en Roma esta fiesta de la fe.

La celebración que pasará a la historia como "el día de los cuatro papas" ha comenzado en torno a las 9 de la mañana, con oraciones en preparación a la eucaristía, que comenzó a las 10.00. A la llegada del papa Francisco el mundo ha sido testigo de uno de los momentos más esperados en el día de hoy, el saludo entre el Santo Padre y el papa emérito. Emoción y aplausos a la entrada de Benedicto XVI a la plaza, quien llegó a las 9.30 acompañado por monseñor Ganswein, su secretario personal y prefecto de la Casa Pontificia.

La canonización ha tenido lugar al inicio de la celebración eucarística, cuando el cardenal Amato preguntó en tres ocasiones al Santo Padre si procedía. Con la formula establecida, Francisco canonizó a Juan XXIII y Juan Pablo II. A continuación Francisco besó y veneró las reliquias. Los relicarios de los nuevos santos han sido colocados en una mesa a la izquierda del altar. Ambas reliquias son de primer grado: la reliquia del "Papa Bueno" es un trozo de piel, que se extrajo en el año 2000 en la exhumación para la beatificación y del papa Wojtyla unas gotas de su sangre.
Al finalizar el rito de canonización, el cardenal Amato ha realizado una acción de gracias y se ha retomado la misa en el Gloria. El Evangelio del día, ha sido cantado en latín y griego. De otras confesiones religiosas, se encontraban fieles ortodoxos, anglicanos y judíos.

 La celebración eucarística ha sido presidida por el Santo Padre y concelebrada por unos 150 cardenales  y unos 1000 obispos, todos ellos a la izquierda del altar. También en ese área, pero más abajo en el Sagrado, han estado unos 6.000 sacerdotes. En el altar, junto al Santo Padre, han concelebrado el cardenal Vallini, el cardenal Stanisław, monseñor Francesco Beschi, el cardenal Re y el cardenal Sodano.

En la homilía, el Santo Padre ha indicado que "Juan XXIII y Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano, porque en cada persona que sufría veían a Jesús". Ha reconocido que "fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia".

Asimismo ha afirmado que "fueron sacerdotes, obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte".

Juan XXIII y Juan Pablo II -ha observado el Pontífice- "colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia".

Por otro lado, ha señalado que "san Juan XXIII demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo" y "Juan Pablo II fue el Papa de la familia".

Han sido 600 sacerdotes los que han distribuido la comunión a los fieles que se encontraban en la Plaza de San Pedro y en la Plaza Pío XII, 70 diáconos para dar la comunión a los concelebrantes y finalmente 200 diáconos para los fieles que estaban en Vía de la Conciliación. Y también ha llegado la comunión al Media Center del Vaticano, donde llegaron algunos sacerdotes para que los periodistas que lo desearan pudieran comulgar.

La misa ha concluido con la oración del Regina Coeli. En la introducción a la oración mariana, el Papa ha dado las gracias a todos aquellos que han hecho posible la realización de esta jornada, incluidos los medios de comunicación, gracias a los cuáles mucha gente ha podido seguir la celebración.

 A continuación el Santo Padre ha comenzado a saludar a las delegaciones presentes en el Sagrado. Han sido120 las delegaciones procedentes de todo el mundo que han querido participar hoy en la canonización. De todos ellos, había 24 entre jefes de Estado y reyes, y 10 jefes de gobierno. Mientras el Papa saludaba a los miembros de las delegaciones, se ha escuchado música y cantos. Entre ellos, la canción del joven italio-argentino Odino Faccia, titulada "Busca la Paz", un reflejo de un poema de Juan Pablo II.

 A las 12.45 Francisco se ha subido al papamovil, lo que ha provocado los aplausos de los peregrinos ya que sabían que el momento de verle pasar de cerca se estaba acercando. Mientras tanto las campanas de la Basílica repicaban para recordar que hoy la Iglesia está de fiesta porque dos grandes pontífices, han subido a los altares y ahora los fieles pueden venerarlos como santos.

El acceso la Basílica estará abierto desde las 14.00, para la veneración de los fieles de las tumbas de los nuevos santos. Por esta razón, hoy la Basílica de San Pedro permanecerá abierta hasta las 22.00.


FOTOGRAFÍAS 
DE LA CANONIZACIÓN



















































ESTAMPAS DE LA CANONIZACIÓN



















RELIQUIAS DE SAN JUAN XIII








RELIQUIAS DE SAN JUAN PABLO II




















MONEDAS CON MOTIVO DE LA CANONIZACIÓN 
DE JUAN PABLO II Y JUAN XXIII












HOMILÍA DE PAPA FRANCISCO EN LA EUCARISTÍA
DE CANONIZACIÓN DE LOS PAPAS 
JUAN PABLO II Y JUAN XXIII


Ciudad del Vaticano, 27 de abril de 2014 (Zenit.org) 

Publicamos a continuación la homilía del Santo Padre en la eucaristía de canonización de los papas Juan XXIII y Juan Pablo II.


En el centro de este domingo, con el que se termina la octava de pascua, y que Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado.

Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde, lo hemos escuchado, no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío».

Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado».

Juan XXIII y Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano, porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.

Fueron sacerdotes, obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María.

En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante». La esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno.

Esta esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la segunda lectura. Es una comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad.

Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio, san Juan XXIII demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado, guidada por el Espíritu Santo. Éste fue su gran servicio a la Iglesia y por eso me gusta pensar en él como el Papa de la docilidad al Espíritu.

En este servicio al Pueblo de Dios, Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.

Que estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos dos años de camino sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio pastoral a la familia. Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama.





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