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lunes, 24 de abril de 2017

LA MURALLA DE NIEVE

LA MURALLA DE NIEVE





Cuando comenzó el año 1814, las tropas de suecos, cosacos, alemanes y rusos estaban a media hora de marcha de la ciudad de Sleswick. Cada día, llegaban noticias terribles desde el campo sobre el comportamiento de los soldados. Se pensaba que el ataque final llegaría la medianoche del 5 de enero, que se acercaba.

En las afueras de la ciudad, en el lado por donde venían los enemigos, había una casa solitaria, y en ella había una anciana creyente, que estaba orando seriamente con las palabras de un antiguo himno, para que Dios levantase una muralla alrededor de ellos, de forma que el enemigo no pudiera atacarles. En esa misma casa vivían su hija, viuda, y su nieto, un joven de 20 años. Él oyó la oración de su abuela, y no pudo evitar decir que no comprendía cómo ella podía pedir algo tan imposible como que un muro se construyera alrededor de la casa para librarlos del enemigo. La anciana añadió:
- "Sin embargo, ¿piensas que si fuera la voluntad de Dios construir una muralla alrededor de nosotros, sería imposible para Él?

Llegó la terrible noche del 5 de enero y a la medianoche, los soldados empezaron a entrar en todos lados. La casa de la que hablábamos estaba cerca de la carretera, y era mayor que las casas que estaban cerca, que eran solo casas muy pequeñas. Sus habitantes miraban con ansias o temor cómo los soldados entraban en una y otra casa para pedir lo que quisieran; pero todos pasaron de largo de su casa.

Durante todo el día había habido una terrible nevada (la primera del invierno) y hacia la noche la tormenta se hizo tan violenta que apenas se reconocía con otros años.

Al final cuatro partidas de cosacos llegaron, porque la nieve no los dejaba entrar antes en la ciudad por otro camino. Esta parte de las afueras estaba un poco lejos de la ciudad misma. Las casas cercanas a donde vivía la anciana se vieron así llenas con 50 o 60 de estos hombres salvajes. Fue una noche terrible para los que vivían en esa parte de la ciudad, llena a rebosar con tropas enemigas. Pero ni un solo soldado entró en la casa de la abuela; y en medio de los gritos de alrededor ni siquiera se oyó un golpe en la puerta para asombro de la familia.

A la mañana siguiente, cuando salió el sol, vieron la causa. La tormenta había descargado una cantidad tal de nieve entre la carretera y la casa que no se podía llegar allí.

- "¿Ves ahora, hijo mío," -dijo la anciana- "que fue posible para Dios levantar una muralla alrededor de nosotros?".

LA TRISTEZA, COSA NEFASTA


La tristeza, cosa nefasta
La tristeza, un enemigo oscuro y sórdido que corroe, de manera taimada, lo mejor que hay en el hombre


Por: Estanislao Martín Rincón | Fuente: Catholic.net 




A poco que uno entre en contacto con la Pascua, aparece como rasgo distintivo, como santo y seña de este tiempo, la cuestión de la alegría. Y aparece también, por contraste, su contrario, la tristeza, a la cual me ha parecido conveniente dedicar alguna reflexión.

Recuerdo que hace ya muchos años llamó mucho mi atención un artículo del sacerdote y escritor José Luis Martín Descalzo titulado “El pecado de la tristeza” y recuerdo también que la primera reacción fue una cierta sensación de incomodidad ante el título, una mezcla de extrañeza y enfado a la vez. Me sentí molesto solo con el título porque a mi parecer la expresión por sí sola encerraba injusticia.

- “Pues es lo que le falta a quien está triste, que encima le digan que está pecando -pensé-. Como si no tuviera bastante con su propia aflicción”.

Tras el desconcierto inicial del título, la lectura del artículo iba despejando dudas a medida que el autor se explicaba con su claridad y sensatez acostumbradas. Traigo a colación esta cuestión de la tristeza porque me parece que conviene volver sobre ella una y otra vez, me parece que es de lo más actual y considero muy útil hablar de ello. He llegado al convencimiento de que tenemos en la tristeza un tóxico generalizado y escurridizo, un enemigo oscuro y sórdido que corroe, de manera taimada, lo mejor que hay en el hombre; una especie de carcoma del corazón y a la vez, un elemento de disgregación social. Así habla de ella la Vulgata: “Como la polilla al vestido y la carcoma a la madera, así la tristeza daña el corazón del hombre” (Prov 25, 20).

Aunque la tristeza es un fenómeno tan común y tan corriente que no necesitamos definirlo, sí me ha parecido oportuno ponerlo al lado de su contrario, la alegría, para entenderlo en sus verdaderas dimensiones. En nuestra mejor tradición se define a la alegría como “la complacencia en el bien poseído o esperado”. La idea de alegría está necesariamente unida al bien. La alegría no es otra cosa que la respuesta global de la persona humana ante un bien. No hay alegría, ni posibilidad de ella, si el bien no entra en escena. Esta es la cuestión: el bien. Aquí está la clave para encarar el problema de la tristeza.

Es evidente que el mal está muy extendido. El mal es amplio, abundante y campa a sus anchas, ciertamente. Y me atrevería a decir más: el mal es mucho más abundante y está mucho más extendido de lo que podemos llegar a captar. Yo barrunto que no tenemos capacidad para hacernos una idea cabal de la extensión del mal que hay en el mundo. Ni de su extensión ni de su “intensión” (perdónese el neologismo). Aunque tengamos noticia de muchas manifestaciones del mal, al mal no lo vemos, lo que vemos son sus expresiones concretas. Si son muchas las que nos llegan es porque hay muchas más. Cada noticiario no es sino una apretada dosis de las más llamativas desgracias y perversidades acaecidas en cualquier lugar del mundo cada día. Si de manera tan resumida es mucho el mal del que se nos informa, eso significa que hay mucho más todavía. Todo esto es cierto, pero no es casual, no es así por azar porque en los grandes medios de comunicación nada ocurre al azar, nada hay fuera de control. Cabe concluir, por tanto, que la divulgación de la maldad humana responde a una estrategia diseñada y puesta en práctica con toda intención. Y cabe concluir también que detrás de la propagación del mal no puede estar de  manera interesada sino el propio mal.

Pues bien: no podemos hacer el juego a esta estrategia. No podemos tener ojos solo para el mal. No podemos poner el acento, solo ni preferiblemente, en lo mal que está todo porque cada vez que lo hacemos nos convertimos en peones y colaboradores de esa estrategia perversa. Quien ve mal por todas partes no tiene ninguna posibilidad de complacerse en nada. La cosa tiene más gravedad de lo que pudiera parecer, porque es un asunto que nos atañe no solo de manera individual, y aunque tiene un componente afectivo importante, no es principalmente una cuestión afectiva. El mal engendra tristeza, la tristeza conduce al odio y el odio recae siempre sobre los demás. El odio, como el amor, necesita siempre de otro; el odio como el amor, exige siempre alteridad porque nadie se odia a sí mismo. Uno puede reconocer cosas que le gustan de sí mismo, pero no puede odiarse porque nadie de carne y hueso puede odiarse a sí mismo. “Nadie odia su propia carne” (Ef 5, 29). Cuando esta cadena maléfica (mal-tristeza-odio) echa raíces en el alma, el hombre entra en una espiral de opacidad y de negrura más que peligrosa. Lo diré con mayor claridad y contundencia: La tristeza puede prender en el alma, pero quien no la afronta con decisión para erradicarla, se deja deslizar por una rampa que acaba en el infierno. Quizá ahora podamos entender el mandato bíblico que escribió San Pablo: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres” (Flp 4,4). Y quizá ahora podamos entender por qué los autores espirituales han hablado de la tristeza como pecado.

¿Qué clase de pecado? Una variante de la pereza que consiste en la modorra y el torpor para salir de la oscuridad de uno mismo. Porque este es uno de los grandes efectos demoledores de la tristeza: que mete al hombre en sí mismo y lo incapacita para salir de sus angustias. Lo encierra en sí mismo, lo ofusca y lo va asfixiando cada vez más, lo recuece en su propio jugo y lo paraliza; impide ver las necesidades ajenas (bastante tiene con las propias) y obstaculiza la apertura a los demás.

Pensando en ti, lector querido, se me ocurre que tal vez me hagas la siguiente objeción: todo lo dicho está muy bien, pero solemos ver el mal concreto como en un tablero de ajedrez, vemos sus causas y sus consecuencias, sus agentes y sus responsables y vemos también qué se podría hacer para evitarlo. Dicho de otro modo, tenemos razón. Pues bien, este es el segundo rasgo hacia el que deseo fijar tu atención: el hecho de tener razón. ¡Cuánto nos gusta y de qué poco sirve! ¡Tenemos tantas razones para abonar la tristeza, tantas para instalarnos en ella! Este es el gran problema, que nadamos en aguas de tristeza y de abatimiento cargados de razón. Le llamo problema porque lo es. Tener razón es quizá el mayor ejercicio de inmanencia al que estamos acostumbrados porque tener razón es algo que no trasciende, no escapa de nosotros mismos ya que surge en nuestro interior y en nuestro interior se queda. Y por eso precisamente nos vuelve hacia nosotros, nos enroca metiéndonos en nosotros mismos, nos empuja a dar vueltas a nuestro propio yo una y otra vez. Si te das cuenta, lector, esto es justamente lo contrario de lo que hace en nosotros el amor, que es sacarnos de nuestras fronteras acercándonos a los demás, hacer que nos preocupemos de cómo les van las cosas a los otros, volcarnos hacia afuera.

El tener razón nos ensimisma, el amar nos lleva a dedicarnos a los problemas del prójimo. Lo primero nos constriñe, lo segundo nos dilata; aquello nos empequeñece, esto otro nos hace grandes; la tristeza generada por la búsqueda de tener razón nos “egoistiza”, la alegría que procede del amor nos lleva a darnos. ¿Ves por qué no se nos ha dicho que busquemos tener razón y en cambio sí se nos ha mandado -como único precepto- amar a los demás?

Por ser enemiga del bien, mala es la tristeza, y peor aún si se ayunta con el tener razón. Cosa bien distinta es el dolor. También conviene dejarlo claro, porque el dolor sí es compatible con el bien. Y no solo compatible, sino fuente de él.

EL EVANGELIO DE HOY LUNES 24 DE ABRIL DEL 2017


Identidad
San Juan 3, 1-8. II Lunes de Pascua



Por: H. Iván Yoed González, L.C. | Fuente: www.missionkits.org 





En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, ayúdame a recordar las tantas veces en que he podido ver tu bondad en mi vida. Aumenta esa confianza que me une a Ti. Regálame la sencillez para poder mirarte con simple gratitud. Aumenta mi simplicidad y ponme frente a Ti en este instante. Quiero estar contigo.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)


Del santo Evangelio según san Juan 3, 1-8
Había un fariseo llamado Nicodemo, hombre principal entre los judíos, que fue de noche a ver a Jesús y le dijo: "Maestro, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces, si Dios no está con él".
Jesús le contestó: "Yo te aseguro que quien no renace de lo alto, no puede ver el Reino de Dios". Nicodemo le preguntó: "¿Cómo puede nacer un hombre siendo ya viejo? ¿Acaso puede, por segunda vez, entrar en el vientre de su madre y volver a nacer?".
Le respondió Jesús: "Yo te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne, es carne; lo que nace del Espíritu, es espíritu. No te extrañes de que te haya dicho: 'Tienen que renacer de lo alto'. El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así pasa con quien ha nacido del Espíritu".
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
Fue de noche a ver a Jesús. Nicodemo, pobre hombre. Se movía entre los suyos pero ya no se sentía parte de ellos. Alguien había llegado a su vida; alguien había cambiado sus planes; o al menos no dejaba de interpelarlo para que lo hiciera. Cristo había pasado por su vida y él ya no podía resistir mucho más. Sin embargo, tenía miedo. Quería estar con el Señor, quería expresarle su buena voluntad; quería compartirle que tenía una pobre fe, pero que la tenía.
Sin embargo, aún no cogía valor suficiente. Estaba caminando con "prudencia"… quizá demasiada. Valiente fue a ver a Jesús, pero fue de noche. ¿Qué habría pasado si hubiese ido a encontrarlo de día? Es peligroso de verdad mostrar tu fe frente a la gente. Si el mundo no se cae, al menos tu fama, tu previa imagen, aquella por la que trabajaste tanto tiempo y por la que trabajas en cada instantepuede caer. Ahora me aprecian, me valoran, tengo una personalidad que, si bien no es querida por todos, al menos simpatiza con algunos. Y no sé qué haría si se me pidiera mostrar mi fe. En otras palabras, no sé qué pasaría si la gente supiera que creo en Ti.
Podemos pensar que Nicodemo estaba recorriendo un camino de conversión. Que el encuentro de hoy sería un paso de un futuro cambio. Pero el cambio, al final de cuentas, tendría que darse. Y si el cambio no se diera, mucho habría sido en vano… ¿tal vez todo?
¿En qué aprovecha creer a medias?, ¿no es lo mismo que no creer? Existe una cosa que se llama identidad. Ella da libertad; pero sólo si existe plenamente. Si creo en Ti, Señor, entonces ¡te pido que sea desde que mis ojos se abren por la mañana hasta cuando los cierro por la noche! Dame autenticidad; dame fuerzas. Estoy disponible. Estoy verdaderamente abierto a tu gracia.
"El verdadero protagonista de todo esto es el Espíritu Santo. Cuando Jesús habla de "nacer de nuevo", nos hace entender que es el Espíritu el que nos cambia, el que viene de cualquier parte, como el viento: escuchemos su voz. Solo el Espíritu es capaz de cambiar nuestra actitud, de cambiar la historia de nuestra vida, cambiar nuestra pertenencia."

(Homilía de S.S. Francisco, 13 de abril de 2015, en santa Marta).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Buscaré hacer una oración antes de comenzar a cumplir mis tareas de cada día, para ponerme en las manos del Señor y permanecer en ellas.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.

Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!

¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.

Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Amén.

TRAS MIS HUELLAS Y A MI LADO


Tras mis huellas y a mi lado
Tras mis huellas, a mi lado, Dios me sigue. Con respeto a mi libertad, con misericordia y ayuda.


Por: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net 




Estoy en camino. Con mis decisiones escojo la meta y el modo de alcanzarla. El futuro avanza entre seguridades y misterios. La vida continúa sin descanso.

Cada paso marca el camino. Parece que mucho depende de mí, aunque también mucho está en las manos de otros.

Tras mis huellas, a mi lado, Dios me sigue. Con respeto a mi libertad. Con deseos de mi cariño. Con ofrecimientos de misericordia y de ayuda.

¿Por qué insiste en Su Amor? ¿Por qué no deja al hombre decidir su presente y su futuro? Porque un Padre lo es siempre: no puede abandonar a cada uno de sus hijos.

Me sorprende este Dios tan humilde y tan potente. Podría obligarme a amar, pero prefiere mis opciones libres. Así arriesga mucho, pero consigue mucho más: amor.

Porque sólo una creatura llega a amar si vive libremente. Y Dios no quiere esclavos, sino hijos que aman y se dejan abrazar por Su cariño.

Tengo ante mí un nuevo día. Pienso en tantas cosas que debo hacer o que me gustaría llevar a cabo. El tiempo no es elástico. Hay que ponerse a trabajar.

Entre mis pensamientos, Dios se asoma con respeto. Llama a la puerta. Desea que le mire, que descubra su pasión de enamorado.

Si le abro, entrará, y habrá cena y fiesta (cf. Ap 3,20). Entonces mi jornada tendrá una luz maravillosa, brillará ya ahora con una belleza y una frescura que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14).

LOS CINCO MINUTOS DE MARÍA, 24 DE ABRIL


Los cinco minutos de María - por Alfonso Milagro
24 de abril




Cuando hablamos del mundo, ordinariamente hablamos de la humanidad, de los hombres, y cuando invocamos a María como reina del mundo, la estamos llamando Reina y Señora de todos los hombres, sean cuales fueren las circunstancias históricas en que desarrollan su vida.
María se preocupa de todas esas circunstancias que afectan a sus hijos, los hombres redimidos: sufre con los que sufren, trabaja con los que trabajan, se angustia con los oprimidos, protege a los enfermos, los ancianos y los huérfanos, goza con los que se sienten felices, camina con los peregrinos y caminantes, está al lado de los moribundos y recibe a los niños que vienen a este mundo.

Madre y maestra, no te apartes de mi lado en ningún momento de la vida, pero sobre todo en la hora de mi muerte.