Trabajar al ritmo de Dios
Cuando un hombre se aparta de los caminos trillados, ataca los males establecidos, habla de revolución, se lo cree loco. Como si el testimonio del Evangelio no fuera locura, como si el cristiano no fuera capaz de un gran esfuerzo constructor, como si no fuéramos fuertes en nuestra debilidad (cf. 2Cor 12,9). Nos hace falta muchos locos de éstos, fuertes, constantes, animados por una fe invencible.
Un apostolado organizado requiere en primer lugar un hombre entregado a Dios, un alma apostólica, completamente ganada por el deseo de comunicar a Dios, de hacer conocer a Cristo; almas capaces de abnegación, de olvido de sí mismas, con espíritu de conquista. La organización racional del apostolado exige, precisamente, que lo supra racional esté en primer lugar. ¡Que sea un santo! En definitiva, no va a apoyarse sobre los medios de su acción humana, sino sobre Dios. Lo demás vendrá después: que trabaje no como guerrillero, sino como miembro del Cuerpo Místico, en unión con todos los demás, aprovechándose de todos los medios para que Cristo pueda crecer en los demás, pero que primero la llama esté muy viva en él.
Es imposible un santo si no es un hombre; no digo un genio, pero un hombre completo dentro de sus propias dimensiones. Hay tan pocos hombres completos. Los profesores nos preocupamos tan poco de formarlos; y pocos toman en serio el llegar a serlo.
El hombre tiene dentro de sí su luz y su fuerza. No es el eco de un libro, el doble de otro, el esclavo de un grupo. Juzga las cosas mismas; quiere espontáneamente, no por fuerza, se somete sin esfuerzo a lo real, al objeto, y nadie es más libre que él. Si se marcha más despacio que los acontecimientos; si se ve las cosas más chicas de lo que son; si se prescinde de los medios indispensables, se fracasa. Y no puede sernos indiferente fracasar, porque mi fracaso lo es para la Iglesia y para la humanidad. Dios no me ha hecho para que busque el fracaso. Cuando he agotado todos los medios, entonces tengo derecho a consolarme y a apelar a la resignación. Muchos trabajan por ocuparse; pocos por construir; se satisfacen porque han hecho un esfuerzo. Eso no basta. Hay que amar eficazmente.
El equilibrio es un elemento preciso para un trabajo racional. Vale más un hombre equilibrado que un genio sin él, al menos para el trabajo de cada día. Equilibrio no quiere decir, en ninguna manera, un buen conjunto de cualidades mediocres; se trata de un crecimiento armónico que puede ser propio del hombre genial, o una salud enfermiza, o una especialización muy avanzada. No se trata de destruir la convergencia de los poderes que se tiene, sino de sobrepasarlas por una adhesión más firme a la verdad, de completarse en Dios por el amor.
La moral cristiana permite armonizarlo todo, jerarquizarlo todo, por más inteligente, ardiente, vigoroso que uno sea. La humildad viene a temperar el éxito; la prudencia frena la precipitación; la misericordia dulcifica la autoridad; la equidad tempera la justicia; la fe suple las deficiencias de la razón; la esperanza mantiene las razones para vivir; la caridad sincera impide el repliegue sobre sí mismo; la insatisfacción del amor humano deja siempre sitio para el amor fraternal de Cristo; la evasión estéril está reemplazada por la aspiración de Dios, cargada de oración, y de insaciable deseo. El hombre no puede equilibrarse sino por un dinamismo, por una aspiración de los más altos valores de que él es capaz.
El ritmo cotidiano debe armonizarse entre reposo, trabajo difícil, trabajo fácil, comidas, descansos. Es bueno recordar que en muchos casos se descansa de un trabajo pasando a otro trabajo, no al ocio.
¿A qué paso caminar? Una vez que se han tomado las precauciones necesarias para salvaguardar el equilibrio, hay que darse sin medirse, para obtener el máximo de eficacia, para suprimir en la medida de lo posible las causas del dolor humano.
Se trabaja casi al límite de sus fuerzas, pero se encuentra, en la totalidad de su donación y en la intensidad de su esfuerzo, una energía como inagotable. Los que se dan a medias están pronto gastados, cualquier esfuerzo los cansa. Los que se han dado del todo, se mantienen en la línea bajo el impulso de su vitalidad profunda.
Con todo, no hay que exagerar y disipar sus fuerzas en un exceso de tensión conquistadora. El hombre generoso tiende a marchar demasiado a prisa: querría instaurar el bien y pulverizar la injusticia, pero hay una inercia de los hombres y de las cosas con la cual hay que contar. Místicamente se trata de caminar al paso de Dios, de tomar su sitio justo en el plan de Dios. Todo esfuerzo que vaya más lejos es inútil, más aún, nocivo. A la actividad reemplazará el activismo que se sube como la champaña, que pretende objetos inalcanzables, quita todo tiempo para la contemplación; deja el hombre de ser el dueño de su vida.
Al partir en la vida del espíritu, se adquiere una actitud de tensión extrema, que niega todo descanso. Pero como ni el cuerpo ni el alma están hechos para esto, viene luego el desequilibrio, la ruptura. Hay, pues, que detenerse humildemente en el camino, descansar bajo los árboles y recrearse con el panorama, podríamos decir, poner una zona de fantasía en la vida.
El peligro del exceso de acción es la compensación. Un hombre agotado busca fácilmente la compensación. Este momento es tanto más peligroso, cuanto que se ha perdido una parte del control de sí mismo: el cuerpo está cansado, los nervios agitados, la voluntad vacilante. Las mayores tonterías son posibles en estos momentos. Entonces hay sencillamente que disminuir: Volver a encontrar la calma entre amigos bondadosos, recitar maquinalmente su rosario y dormitar dulcemente en Dios.
San Alberto Hurtado
“Un fuego que enciende otros fuegos”
Fuente Recursos Católicos