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martes, 8 de marzo de 2016

EL EVANGELIO DE HOY: MARTES 8 DE MARZO DEL 2016



Levántate, toma tu camilla y camina
Cuaresma y Semana Santa


Juan 5, 1-16. Cuaresma. La presencia de Cristo en nosotros bastará para aceptar los pequeños sacrificios de nuestra vida diaria. 


Por: Andrés García | Fuente: Catholic.net 



Del santo Evangelio según san Juan 5, 1-16
En un día de fiesta para los judíos, cuando Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, una piscina llamada Betesdá, en hebreo, con cinco pórticos, bajo las cuales yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos,  que esperaban la agitación del agua. Porque el ángel del Señor descendía de vez en cuando a la piscina, agitaba el agua y, el primero que entraba en la piscina, después de que el agua se agitaba, quedaba curado de cualquier enfermedad que tuviera. Entre ellos estaba un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo.  Al verlo ahí tendido, y sabiendo que llevaba mucho tiempo en tal estado, Jesús le dijo: "¿Quieres curarte?" Le respondió el enfermo: "Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua. Cuando logro llegar, ya  otro ha bajado antes que yo". Jesús le dijo: "Levántate, toma tu camilla y anda".  Y al momento el hombre quedó curado, tomó su camilla y se puso a andar. Aquel día era sábado, por eso los judíos le dijeron al que había sido curado: "No te es lícito cargar tu camilla". Pero él contestó: "El que me curó me dijo: "Toma tu camilla y anda". Ellos le preguntaron: "¿Quién es el que te dijo: "Toma tu camilla y anda?". Pero el que había sido curado no lo sabía, porque Jesús había desaparecido entre la muchedumbre. Más tarde lo encontró Jesús en el templo y le dijo: "Mira, ya quedaste sano. No peques más, no sea que te vaya a suceder algo peor". Aquel hombre fue y les contó a los judíos que el que lo había curado era Jesús. Por eso los judíos perseguían a Jesús, porque hacía estas cosas en sábado.
Oración introductoria
Señor, en este día, quiero aprovechar al máximo este momento de contacto que tengo contigo. Hazme sentir tu presencia amorosa, no con los sentimientos, sino con un verdadero espíritu de fe. Señor, Tú estás aquí conmigo, guía mis pasos y sáname de mis flaquezas. Dame unos ojos nuevos que perciban tu amor en todos los momentos de mi existencia.

Petición
Señor, que me dé cuenta de lo pequeño que soy y de lo necesitado que estoy de tu misericordia y de tu amor.

Meditación del Papa Francisco
El agua de la piscina de Betzatà, descrita en el Evangelio, cerca de la cual hay un paralítico desde hace 38 años entristecido y un poco perezoso, que no ha encontrado nunca la forma de hacerse sumergir cuando las aguas se mueven y por tanto buscar la sanación. Jesús lo sana y lo anima a ir adelante, pero esto desencadena la crítica de los doctores de la ley porque la sanación tuvo lugar un sábado. Una historia que sucede muchas veces también hoy.
Un hombre, una mujer, que se siente enfermo en el alma, triste, que ha cometido muchos errores en su vida, y en un cierto momento siente que las aguas no se mueven, está el Espíritu Santo que mueve algo, o escucha una palabra o... "Ah, ¡yo quisiera ir!".. Y tiene coraje y va. Y cuántas veces hoy en las comunidades cristianas se encuentran las puertas cerradas. ‘Pero tú no puedes, no, tú no puedes. Tú te has equivocado aquí y no puedes. Si quieres venir, ven a misa el domingo, pero quédate ahí, no hagas más’. Lo que hace el Espíritu Santo en el corazón de las personas, lo destruyen los cristianos con psicología de doctores de la ley.
La Iglesia tiene siempre las puertas abiertas. Es la casa de Jesús y Jesús acoge. Pero no solo acoge, va a encontrar a la gente como fue a buscar a este. Y si la gente está herida, ¿qué hace Jesús? ¿Le regaña por estar herida? No, va y lo carga sobre los hombros. Y esto se llama misericordia. Y cuando Dios regaña a su pueblo --Misericordia quiero, no sacrificios-- habla de esto. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 17 de marzo de 2015, en Santa Marta).

Reflexión 
El milagro del paralítico de la piscina es conmovedor. Cristo se acerca a aquel hombre y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo decide curarle.

Aquel enfermo era ciertamente un hombre de gran corazón. De ésos que no se desaniman a pesar de los problemas. No sabemos, pero tal vez no era de Jerusalén, y se había hecho traer hasta la ciudad en busca de curación.

Quizá muchas veces habría querido que todo terminase pronto para él. Quizá pensó que su vida ya no tenía sentido; que vivía sólo para sufrir, aceptando las burlas y las muecas de la gente que acertaba a pasar por ahí. Cuántos amaneceres y atardeceres habrían pasado por encima de aquel pobre hombre, y él no perdía la esperanza de que el buen Dios de Israel le auxiliaría.

Confiaba, y así pasó mucho tiempo hasta que Cristo se acercó. Y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo de sufrimiento, se acercó para restablecerle la salud.

El Señor había previsto el encuentro para aquel momento preciso. No porque no hubiese querido ahorrarle el sufrimiento de tantos años, sino porque quiso regalarle un don mayor: la fe y poco más tarde el perdón de sus pecados.

Todos estamos expuestos a sentirnos desamparados en los momentos duros, o en la cotidianidad de nuestro trabajo diario. Sin embargo, Cristo nos sale al encuentro. Nos cura y hace que cambie nuestra vida yendo en contra de las costumbres frívolas del mundo en que vivimos. Porque Él quiere permanecer con nosotros en nuestras almas, por medio de la gracia. (Bajo la condición de que respetemos sus mandamientos.)

Entonces, el recuerdo de Cristo y su presencia en nosotros bastarán para aceptarnos y aceptar los pequeños sacrificios de nuestra vida diaria.

Todos somos como este paralitico. Todos los días constatamos nuestra pequeñez y nos sentimos frágiles, sin fuerzas. Y en realidad lo somos, pues cojeamos siempre en nuestros mismos defectos. Y este paralítico del evangelio de hoy nos da la solución: Exponer nuestros problemas a Jesús con confianza y Él va a obrar maravillas en nosotros. Somos esos hombres que continuamente tropiezan, somos cojos, necesitamos de alguien que nos sostenga.

Ese alguien es Cristo, el Hijo de Dios. Él quiere ser nuestra fortaleza, nuestra seguridad. A su lado todo lo podemos. Debemos confiar ciegamente en Él, pues Él es el amigo fiel que nunca nos abandona.

¡Qué alegría debemos sentir al sabernos amados por Dios! Para Dios somos muy importantes. Con Él a nuestro lado, todo lo podemos. Jesús es nuestra fortaleza.

Propósito
Hoy haré una visita a Jesús Eucaristía, exponiéndole mis problemas con plena confianza.

Diálogo con Cristo
Señor, gracias por tu amor y tu presencia que verdaderamente hace que nos sintamos como hijos tuyos. Sé que hoy me has escuchado y te pido la gracia de ser paciente para esperar que Tú obres en mí. Hazme ver tu mano amorosa que me sostiene y me hace ver qué grande es tu amor hacia mí.

Reza, espera y no te preocupes. La preocupación es inútil. Dios es misericordioso y escuchará tu oración.

(Padre Pío)

DESCUBRE DENTRO DE TU CORAZÓN LA MIRADA DE DIOS


Descubre dentro de tu corazón la mirada de Dios
 No podemos regresar auténticamente a Dios si no es desde el corazón.


Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net 




Es demasiado fácil dejar pasar el tiempo sin profundizar, sin volver al corazón. Pero cuando el tiempo pasa sobre nosotros sin profundizar en la propia vocación, sin descubrir y aceptar todas sus dimensiones, estamos quedándonos sin lo que realmente importa en la existencia: el corazón (entendido como nuestra facultad espiritual en la que se manejan todas las decisiones más importantes del hombre). El corazón es el encuentro del hombre consigo mismo.

“Volved a mí de todo corazón”. Son palabras de Dios en la Escritura. No podemos regresar auténticamente a Dios si no es desde el corazón, y tampoco podemos vivir si no es desde el corazón. Dios llama en el corazón, pero, en un mundo como el nuestro, en el cual tan fácilmente nos hemos olvidado de Dios, en un mundo sin corazón, a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, nos cuesta llegar al corazón. Dios llama al corazón del hombre, a su parte más interior, a ese yo, único e irrepetible; ahí me llama Dios.

Yo puedo estar viviendo con un corazón alejado, con un corazón distraído en el más pleno sentido de la palabra. Y cuánto nos cuesta volver. Cuánto nos cuesta ver en cada uno de los eventos que suceden la mano de Dios. Cuánto nos cuesta ver en cada uno de los momentos de nuestra existencia la presencia reclamadora de Dios para que yo vuelva al corazón. El camino de vuelta es una ley de vida, es la lógica por la que todos pasamos. Y mientras no aprendamos a volver a la dimensión interior de nosotros mismos, no estaremos siendo las personas auténticas que debemos de ser.

Podría ser que estuviésemos a gusto en el torbellino que es la sociedad y que nuestro corazón se derramase en la vida de apariencia que es la vida social. Pero es bueno examinarse de vez en cuando para ver si realmente ya he aprendido a medir y a pesar las cosas según su dimensión interior, o si todavía el peso de la existencia está en las conveniencias o en las sonrisas plásticas.

¿Pertenezco yo a ese mundo sin corazón? ¿Pertenezco yo a ese mundo que no sabe encontrarse consigo mismo? Dios llama al corazón para que yo vuelva, para que yo aprenda a descubrir la importancia, la trascendencia que tiene en mi existencia esa dimensión interior. Estamos terminando la Cuaresma, se nos ha ido un año más de las manos, recordemos que es una ocasión especial para que el hombre se encuentre consigo mismo.

Curiosamente la Cuaresma no es muy reciente en la historia de la Iglesia, los apóstoles no la hacían. La Cuaresma viene del inicio de la vida monacal en la Iglesia, cuando los monjes empiezan a darse cuenta de que hay que prepararse para la llegada de Cristo. Todavía hoy día hay congregaciones que tienen dos Cuaresmas. Los carmelitas tienen una en Adviento, cuarenta días antes de Navidad, y tienen cuarenta días antes de Pascua, de alguna manera significando que a través de la Cuaresma el espíritu humano busca encontrarse con su Señor. Las dos Cuaresmas terminan en un particular encuentro con el Señor: la primera en el Nacimiento, en la Natividad, en la Epifanía, como dicen estrictamente hablando los griegos; y la segunda, en la Resurrección. Si en la primera manifestación vemos a Cristo según la carne; en la segunda manifestación vemos a Cristo resucitado, glorioso, en su divinidad.

De alguna manera, lo que nos está indicando este camino cuaresmal es que el hombre que quiera encontrarse con Dios tiene que encontrarse primero consigo mismo. No tiene que tener miedo a romper las caretas con las que hábilmente ha ido maquillando su existencia. El hombre tiene que aprender a descubrir dentro de su corazón la mirada de Dios.

Para este retorno es necesario crear una serie de condiciones. La primera de todas es ese aprender a ensanchar el espacio de nuestro espíritu para que pueda obrar en nuestro corazón el Espíritu Santo. Ensanchar nuestro espíritu a veces nos puede dar miedo. Ensanchar el corazón para que Dios entre en él con toda tranquilidad, no significa otra cosa sino aprender a romper todos los muros que en nosotros no dejan entrar a Dios.

¿Realmente nuestro espíritu está ensanchado? ¿Mi vida de oración realmente es vida y es oración? ¿Realmente en la oración soy una persona que se esfuerza? ¿Consigo yo que mi oración sea un momento en el que Dios llena mi alma con su presencia o a veces con su ausencia? Dios puede llenar el corazón con su presencia y hacernos sentir que estamos en el noveno cielo; pero también puede llenarlo con su ausencia, aplicando purificación y exigencia a nuestro corazón.

Cuando Dios llega con su ausencia a mi corazón, cuando me deja totalmente desbaratado, ¿qué pasa?, ¿Ensancho el corazón o lo cierro? Cuando la ausencia de Dios en mi corazón es una constante —no me refiero a la ausencia que viene del sueño, de la distracción, de la pereza, de la inconstancia, sino a la auténtica ausencia de Dios: cuando el hombre no encuentra, no sabe por dónde está Dios en su alma, no sabe por dónde está llegando Dios, no lo ve, no lo siente, no lo palpa—, ¿abrimos el espíritu?, ¿Seguimos ensanchando el corazón sabiendo que ahí está Dios ausente, purificando mi alma? O cuando por el contrario, en la oración me encuentro lleno de gozo espiritual, ¿me quedo en el medio, en el instrumento, o aprendo a llegar a Dios?
Cuando nuestra vida es tribulación o es alegría, cuando nuestra vida es gozo o es pena, cuando nuestra vida está llena de problemas o es de lo más sencilla, ¿sé encontrar a Dios, sé seguirle la pista a ese Dios que va abriendo espacio en el corazón y por eso me preocupo de interiorizar en mi vida? Uno podría pensar: ¿Cuál es mi problema hoy? ¿Hasta qué punto en este problema —un hijo enfermo, una dificultad con mi pareja, algún problema de mi hijo—, he visto el plan de Dios sobre mi vida?

Tenemos que experimentar la gracia de esta convicción, hay que ensanchar el corazón abriéndolo totalmente a la acción transformadora del Señor. Sin embargo, nunca tenemos que olvidar, que contra esta acción transformadora de Dios nuestro Señor hay un enemigo: el pecado. El pecado que es lo contrario a la Santidad de Dios. Y para que nos demos cuenta de esta gravedad, San Pablo nos dice: “Dios mismo, a quien no conoció el pecado, lo hizo pecado por nosotros”. Pero, mientras no entremos en nuestro corazón, no nos daremos cuenta de lo grave que es el pecado.

Cuando yo miro un crucifijo, ¿me inquieta el hecho de que Cristo en la cruz ha sido hecho pecado por mí, de que la mayor consecuencia del pecado es Cristo en la cruz? ¿Me ha dicho Dios: quieres ver qué es el pecado? Mira a mi Hijo clavado en la Cruz.

Cuando uno piensa en el hambre en el mundo; o cuando uno piensa que en cada equis tiempo muere un niño en el mundo por falta de alimento y por otro lado estamos viendo la cantidad de alimento que se tira, preguntémonos: ¿No es un pecado contra la humanidad nuestro despilfarro? No el vivir bien, no el tener comodidades, sino la inconsciencia con la que manejamos los bienes materiales. ¿Nos damos cuenta de lo grave que es y lo culpable que podemos llegar a ser por la muerte de estos hermanos?

¿Me doy cuenta de que cada persona que no vive en gracia de Dios es un muerto moral? ¿No nos apuran la cantidad de muertos que caminan por las calles de nuestras ciudades? Tengo que preguntarme: ¿Me preocupa la condición moral de la gente que está a mi cargo? No es cuestión de meterse en la vida de los demás, pero sí preguntarme: ¿Soy justo a nivel justicia social? ¿Me permito todavía el crimen tan grave que es la crítica? ¿Me doy cuenta de que una crítica mía puede ser motivo de un gravísimo pecado de caridad por parte de otra persona?

Siempre que pensemos en el pecado, no olvidemos que la auténtica imagen, el auténtico rostro donde se condensa toda la justicia, todo desamor, todo odio, todo rencor, toda despreocupación por el hombre, es la cruz de nuestro Señor.

El abandono que Cristo quiere sufrir, el grito del Gólgota: “¿Por qué me has abandonado?” pone ante nuestros ojos la verdadera medida del pecado. En Cristo esta medida es evidente por la desmesurada inmensidad de su amor. El grito: “¿Por qué me has abandonado?” es la expresión definitiva de esta medida. El amor con el que me ha amado, el amor que ama hasta el fin. ¿He descubierto esto y lo he hecho motivo de vida; o sólo motivo de lágrimas el Viernes Santo? ¿Lo he hecho motivo de compromiso, o sólo motivo de reflexión de un encuentro con Cristo? ¿Mi vida en el amor de Dios se encierra en ese grito: ¿“Por qué me has abandonado”?, que es el amor que ama hasta el último despojamiento que puede tener un alma?

En esta Cuaresma es necesario volver al interior, descubrir la llamada de Dios a la entrega y al compromiso, volver a la propia vocación cristiana en todas sus dimensiones. Y para lograrlo es necesario abrir primero nuestro espíritu a Dios y comprender la gravedad del pecado: del pecado de omisión, de indiferencia, de superficialidad, de ligereza. Es ineludible volver a la dimensión interior de nuestro espíritu, en definitiva, no ir caminando por la vida sin darnos cuenta que en nosotros hay un corazón que está esperando ensancharse con el amor de Dios.