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viernes, 22 de noviembre de 2013

EL AMOR HACIA LOS ENEMIGOS



El amor hacia los enemigos
Autor: María Cruz


En nuestra sociedad, amamos a los que nos aman; hacemos el bien a quienes nos lo hacen y prestamos a quienes sabemos nos lo van a devolver. Una conducta muy razonada, que no compromete en nada. Pero obrando así, ¿qué es lo que nos distingue de los que no tienen fe?. Al cristiano se le pide un "plus" en su vida: amar al prójimo, hacer el bien y prestar sin esperar recompensa, pues eso es lo que hace Dios con nosotros, que nos ama primero para que nosotros le amemos.

Tenemos que adelantarnos a hacer el bien, para despertar en el corazón de los otros sentimientos de perdón, de entrega, de generosidad, paz y gozo; así nos vamos pareciendo al Padre del cielo y vamos formando en la tierra la familia de los hijos.

Señor, Dios Todopoderoso, rico en misericordia y perdón, mira nuestra torpeza para amar, nuestra poca generosidad en la entrega y nuestra dificultad a la hora de perdonar. Te pedimos nos concedas un corazón misericordioso que se compadezca de las necesidades de nuestros hermanos.

¿QUIÉN ES EL QUE SANA?


¿Quien es el que sana?
Autor: Virginia Brant Berg

Recuerdo que hace algún tiempo me pidieron que orara
por una joven que llevaba ocho largos años en cama, 
en la más completa invalidez. 
Era un caso perdido. 
Los médicos la habían desahuciado.

Mi marido y yo la visitamos, 
nos quedamos diez días en su casa 
y pasamos muchas horas en oración. 
Yo no dejaba de pensar: 
«Dios mío, tantos han rogado por ella, 
incluso algunos que son notables por el don de curación».
No sabía qué hacer, 
y me sentía impotente ante una necesidad tan grande.
Creo que sentía un poco de temor.

Me arrodillé junto a la cama, 
y abrí la Biblia por uno de mis versículos favoritos: 
«nos libró, y nos libra, y esperamos que aún nos librará 
de tan grave peligro de muerte» (2ª a Corintios 1:10)
Advertí además el versículo anterior, 
al que no había prestado atención hasta entonces, 
que dice: 
«...para que no confiáramos en nosotros mismos, 
sino en Dios que resucita a los muertos» (2 Corintios 1:9)

De pronto caí en la cuenta 
de que no dependía de mí en modo alguno. 
¿Qué tenía que ver yo aparte de ser un instrumento? 
Es Dios el que puede hacer el milagro, 
no podemos confiar en nuestras aptitudes. 
Por muy incapaces que nos consideremos, 
Dios puede hasta resucitar a los muertos.

Llamé a mi esposo y leímos juntos pasajes de la Biblia.
Seguidamente, los padres de la muchacha 
fueron a su cuarto para rogar por ella. 
Entonces, con una fe muy sincera en Dios, 
al cabo de aquellos diez días de ayuno y oración 
y de leer mucho la Palabra de Dios, 
le dijimos que se levantara en el nombre de Jesús... 
¡y se levantó! 
En ocho años jamás había salido de la cama, 
y no podía caminar en absoluto, 
de tan grave que era su dolencia. 
Todavía camina, 
y Dios se ha valido de un modo magnífico de ella.

Promesas bíblicas de curación

Bendice, alma mía, al Señor, 
y no olvides ninguno de Sus beneficios. 
Él es quien perdona todas tus iniquidades, 
el que sana todas tus dolencias. 
(Salmos 103:2-3.)

Yo soy el Señor tu sanador. 
(Éxodo 15:26.)

Y la oración de fe salvará al enfermo, 
y el Señor lo levantará. 
(Santiago 5:15.)

Confesaos vuestras ofensas unos a otros, 
y orad unos por otros, para que seáis sanados. 
La oración eficaz y fervorosa del justo puede mucho.
(Santiago 5:16.)

Jesucristo te sana. 
(Hechos 9:34.)

Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.
(Hebreos 13:8.)

LA DEVOCIÓN A LA VIRGEN MARÍA


La devoción a la Virgen
José Rivera, José María Iraburu


A la luz de las verdades recordadas, fácilmente se ve que la devoción mariana no es una dimensión optativa o accesoria de la espiritualidad cristiana, sino algo esencial.

La enseñanza de San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716), cada vez más vigente y recibida por la Iglesia, expresa esta devoción de modo muy perfecto, en obras como El secreto de María y el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen (BAC 451, 1984).

Veamos, pues, los aspectos principales de esta devoción cristiana a la Santa Madre de Dios.

El amor a la Virgen María es, evidentemente, el rasgo primero de tal devoción. ¿Cómo habremos de amar los cristianos a María? Algunos temen en este punto caer en ciertos excesos. Pues bien, en esto, como en todo, tomando como modelo a Jesucristo, hallaremos la norma exacta: tratemos de amar a María como Cristo la amó y la ama. Nosotros, los cristianos, estamos llamados a participar de todo lo que está en el Corazón de Cristo: hemos de tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5), hemos de hacer nuestro su amor al Padre, su obediencia, su amor a los hombres, su oración, su alegría, sus trabajos y su cruz, todo. Pues bien, igualmente hemos de hacer nuestro su amor a su Madre, María, que es nuestra Madre. ¡Ése es el límite de nuestro amor a la Virgen, que no debemos sobrepasar!... No hay, por tanto, peligro alguno de exceso en nuestro amor a la Virgen. Podría haberlo en sus manifestaciones devocionales externas; pero tal peligro viene a ser superado fácilmente por los cristianos cuando en la piedad mariana se atienen a la norma universal de la liturgia y a las devociones populares aconsejadas por la Iglesia.

Amar a María con el amor encendido de Cristo es amarla con el amor que le han tenido los santos. Algo de ese apasionado amor se expresa en esta oración de Santa Catalina de Siena:

«¡Oh María, María, templo de la Trinidad! ¡Oh María, portadora del Fuego! María, que ofreces misericordia, que germinas el fruto, que redimes el género humano, porque, sufriendo la carne tuya en el Verbo, fue nuevamente redimido el mundo.

«¡Oh María, tierra fértil! Eres la nueva planta de la que recibimos la fragante flor del Verbo, unigénito Hijo de Dios, pues en ti, tierra fértil, fue sembrado ese Verbo. Eres la tierra y eres la planta. ¡Oh María, carro de fuego! Tú llevaste el fuego escondido y velado bajo el polvo de tu humanidad.

«¡Oh María! vaso de humildad en el que está y arde la luz del verdadero conocimiento con que te elevaste sobre ti misma, y por eso agradaste al Padre eterno y te raptó y llevó a sí, amándote con singular amor.

«¡Oh María, dulcísimo amor mío! En ti está escrito el Verbo del que recibimos la doctrina de la vida... ¡Oh María! Bendita tú entre las mujeres por los siglos de los siglos» (Or. en la Anunciación extracto).

La devoción mariana implica también la admiración gozosa de la Virgen. «Llena-de-gracia», ése es su nombre propio (Lc 1,28). No hay en ella oscuridad alguna de pecado: toda ella es luminosa, Purísima, no-manchada, ella es la Inmaculada. En ella se nos revela el poder y la misericordia del Padre, la santidad redentora de Cristo, la fuerza deificante del Espíritu Santo. En ella conocemos la gratuidad de la gracia, pues, desde su misma Concepción sagrada, Dios santifica a la que va a ser su Madre, preservándola de toda complicidad con el pecado. En Jesús no vemos el fruto de la gracia, sino la raíz de toda gracia; pero en María contemplamos con admiración y gozo el fruto más perfecto de la gracia de Cristo.

Los santos se han admirado de la hermosura de María porque han mirado, han contemplado con amor su rostro. San Juan evangelista, que la recibió en su casa, es el primer admirador de su belleza celestial: «Apareció en el cielo una señal grandiosa, una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas» (Ap 12,1: esa mujer simboliza, sí, a la Iglesia, pero por eso mismo María se ve significada en ella). Uno de los santos más sensibles a la belleza de María es San Juan de Avila: «Viendo su hermosura, su donaire, su dorada cara, sus resplandecientes ojos y, sobre todo, la hermosura de su alma, dicen: "¿Quién es ésta que sale como graciosa mañana? ¿quién es ésta que no nace en noche de pecado ni fue concebida en él, sino que así resplandece como alba sin nubes y como sol de mediodía? ¿Quién es ésta, cuya vista alegra, cuyo mirar consuela y cuyo nombre es fuerza? ¿Quién es ésta, para nosotros tan alegre y benigna, y para otros, como son los demonios, tan terrible y espantosa?" ¡Gran cosa es, señores, esta Niña!» (Serm. 61, Nativ. de la Virgen).

El cristiano ha de tener hacia María una conciencia filial. Si ella es nuestra madre, y nosotros somos sus hijos, lo mejor será que nos demos cuenta de ello y que vivamos las consecuencias de esa feliz relación nuestra con ella. Las madres de la tierra ofrecen analogías, aunque pobres, para ayudar a conocer la maternidad espiritual de María. Una madre da la vida a su hijo de una vez, en el parto, y luego fomenta esa vida con sus cuidados durante unos años, hasta que el hijo se hace independiente de ella. Pero María nos está dando constantemente la vida divina, y su solicitud por nosotros, a medida que vamos creciendo en la vida de la gracia, es creciente: ella es para nosotros cada vez más madre, y nosotros somos cada vez más hijos suyos.

((Algunos eliminan prácticamente la maternidad espiritual de María, alegando que en el orden de la gracia les basta con Dios y con su enviado Jesucristo. Tal eliminación, aunque muchas veces inconsciente, es sumamente grave. Si un niño mirase a su madre como si ésta fuese la fuente primaria de la vida, haría de ella un ídolo y llegaría a ignorar a Dios. Pero si un niño, afirmando que la vida viene de Dios, prescindiera de su madre, con toda seguridad se moriría o al menos no se desarrollaría convenientemente. Pues bien, Dios ha querido que María fuera para nosotros la Madre de la divina gracia, y nosotros en esto -como en todo- debemos tomar las cosas como son, como Dios las ha querido y las ha hecho. Sin María no podemos crecer debidamente como hijos de Dios: la misma Virgen Madre que crió y educó a Jesús, debe criarnos y educarnos a nosotros. San Pío X decía: «Bien evidente es la prueba que nos proporcionan con su conducta aquellos hombres que, seducidos por los engaños del demonio o extraviados por falsas doctrinas, creen poder prescindir del auxilio de la Virgen. ¡Desgraciados los que abandonan a María bajo pretexto de rendir honor a Jesucristo» (enc. Ad diem illum: DM 489)).

Grande debe ser nuestro agradecimiento hacia María, distribuidora de todas las gracias. Nótese que en la Comunión de los santos hay sin duda muchas personas, y que en cada una de ellas hay hacia las otras un influjo de gracia mayor o menor. Este influjo benéfico nos viene con especial frecuencia e intensidad de los santos, «por cuya intercesión confiamos obtener siempre» la ayuda de Dios (Plegaria euc.III). Pues bien, en la Iglesia sólamente hay una persona humana, María, cuyo influjo de gracia es sobre los fieles continuo y universal: es decir, ella influye maternalmente en todas y cada una de las gracias que reciben todos y cada uno de los cristianos. Lo mismo que Jesucristo no hace nada sin la Iglesia (SC 7b), nada hace sin la bienaventurada Virgen María.

Por eso escribe San Juan de Avila: «Ésta es la ganancia de la Virgen: vernos aprovechados en el servicio de Dios por su intercesión. Si te viste en pecado y te ves fuera de él, por intercesión de la Virgen fue; si no caíste en pecado, por ruego suyo fue. Agradécelo, hombre, y dale gracias. Si tuvieres devoción para con ella, cuando vieses que se te acordaba de ella, habías de llorar por haberla enojado. Si en tu corazón tienes arraigado el amor suyo, es señal de predestinado. Este premio le dio nuestro Señor: que los que su Majestad tiene escogidos, tengan a su Madre gran devoción arraigada en sus corazones. Sírvele con buena vida: séle agradecido con buenas obras. ¿Pues tanto le debes? Ni lo conocemos enteramente ni lo podemos contar. Mediante ella, el pecador se levanta, el bueno no peca, y otros innumerables beneficios recibimos por medio suyo» (Serm. 72, en Asunción).

Se comprende que en los cristianos sin devoción a la Virgen María haya temores y ansiedades interminables, pues son como hijos que se sienten sin madre. Por el contrario, el que se hace como niño y se toma de su mano, vive siempre confiado en la solicitud maternal de la Virgen. La más antigua oración conocida a María expresa ya esa confianza filial ilimitada: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios».

La llamada oración de San Bernardo, inspirada en sus escritos, y que ha recibido formas distintas, viene a decir así: «Acuérdate, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno que haya acudido a tu protección, implorado tu auxilio o pedido tu socorro, haya sido abandonado de ti. Animado por esta confianza, a ti también acudo, yo pecador, que lloro delante de ti. No quieras, oh Madre del Verbo eterno, despreciar mis súplicas, antes bien escúchalas favorablemente, y haz lo que te suplico».

La confianza que los cristianos debemos tener en Santa María inspira muchas y preciosas leyendas medievales. Pero sobre este tema quizá una de las más bellas páginas la encontramos en los diálogos entre la Virgen de Guadalupe y el Beato Juan Diego. Concretamente, el 12 de diciembre de 1531, en la cuarta de las apariciones, Juan Diego, preocupado por la grave enfermedad de su tío, comienza diciéndole a la Virgen: «Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿estás bien de salud, Señora y Niña mía?»; y en seguida le cuenta su pena. «Después de oir la plática de Juan Diego, respondió la piadosisima Virgen: "Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿no estás bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿no estás por ventura en mi regazo? ¿qué más has menester? No te apene ni inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro de que ya sanó". (Y entonces sanó su tío, según después se supo)».

Otro rasgo fundamental de la espiritualidad cristiana es la imitación de María. Ella es la plenitud del Evangelio. Ella es la Virgen Fiel, que oye la palabra de Dios y la cumple (Lc 11,28). Por eso con mucha más razón que San Pablo, María nos dice: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1). La Iglesia, «imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo» (LG 64), guarda y desarrolla todas las virtudes. En efecto, «mientras la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos» (65).

Niños y ancianos, activos y contemplativos, laicos y sacerdotes, vírgenes y casados, todos hallan en María, Espejo de Justicia, el modelo perfecto del Evangelio, la matriz en la que se formó Jesús y en la que Jesús ha de formarse en nosotros. Es modelo de Esposa y de Madre. Pero también es modelo para sacerdotes, monjes y misioneros: «La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres» (LG 65).

Por otra parte, es claro que imitar a María es imitar a Jesús, pues lo único que ella nos dice es: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). En este sentido «la Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías» (Redemptoris Mater 21).

Adviértase también que la imitación de María y la de los santos no es de idéntica naturaleza. Para un cristiano la imitación de un santo viene a ser -valga la expresión- extrínseca: ve su buen ejemplo y, con la gracia de Dios, lo pone por obra. En cambio, la imitación de la Virgen María es siempre para un cristiano algo intrínseco, en el sentido de que esa vida de María que trata de imitar, ella misma, como madre de la divina gracia, se la comunica desde Dios.

ORACIÓN A CRISTO REY



ORACIÓN A CRISTO REY

¡Oh Cristo Jesús! Os reconozco por Rey universal. Todo lo que ha sido hecho, ha sido creado para Vos. Ejerced sobre mí todos vuestros derechos.

Renuevo mis promesas del Bautismo, renunciando a Satanás, a sus pompas y a sus obras, y prometo vivir como buen cristiano. Y muy en particular me comprometo a hacer triunfar, según mis medios, los derechos de Dios y de vuestra Iglesia. 

¡Divino Corazón de Jesús! Os ofrezco mis pobres acciones para que todos los corazones reconozcan vuestra Sagrada Realeza, y que así el reinado de vuestra paz se establezca en el Universo entero. Amén.

EL EVANGELIO DE HOY: 22-11-2013

Autor: P. Clemente González | Fuente: Catholic.net
Expulsión de los vendedores
Lucas 19, 45-48. Tiempo Ordinario. A la Iglesia hemos de acudir con la confianza de un niño pero con un corazón que ore y busque el encuentro con Dios.
 
Expulsión de los vendedores
Del santo Evangelio según san Lucas 19, 45-48


Entrando en el Templo, comenzó a echar fuera a los que vendían, diciéndoles: «Está escrito: Mi Casa será Casa de oración. ¡Pero vosotros la habéis hecho una cueva de bandidos!» Enseñaba todos los días en el Templo. Por su parte, los sumos sacerdotes, los escribas y también los notables del pueblo buscaban matarle, pero no encontraban qué podrían hacer, porque todo el pueblo le oía pendiente de sus labios.

Oración introductoria

Señor, así como purificaste el templo de Jerusalén, te suplico vengas hoy a este encuentro en la oración para que me muestres qué tengo que expulsar de mi vida para quedar purificado, reconciliado, digno de Ti, porque anhelo que vengas hacer en mí tu morada.

Petición

Espíritu Santo, ilumina mi entendimiento para conocer la voluntad divina sobre mí.

Meditación del Papa Francisco

¿A qué pensamiento nos remite la palabra templo? Nos hace pensar en un edificio, en una construcción. De manera particular, la mente de muchos se dirige a la historia del Pueblo de Israel narrada en el Antiguo Testamento. [...] Lo que estaba prefigurado en el antiguo Templo, está realizado, por el poder del Espíritu Santo, en la Iglesia: la Iglesia es la "casa de Dios", el lugar de su presencia, donde podemos hallar y encontrar al Señor; la Iglesia es el Templo en el que habita el Espíritu Santo que la anima, la guía y la sostiene. Si nos preguntamos: ¿dónde podemos encontrar a Dios? ¿Dónde podemos entrar en comunión con Él a través de Cristo? ¿Dónde podemos encontrar la luz del Espíritu Santo que ilumine nuestra vida? La respuesta es: en el pueblo de Dios, entre nosotros, que somos Iglesia. Aquí encontraremos a Jesús, al Espíritu Santo y al Padre.(S.S. Francisco, 26 de junio de 2013).

Reflexión

El pasaje de hoy nos muestra una cara de Jesús muy sorprendente. Tras haber llorado por Jerusalén, parece contradictorio contemplar un primer momento de ternura y otro de dureza casi seguidos en el tiempo.

Los sumos sacerdotes, los escribas y notables del pueblo saben muy bien de qué se trata todo esto y quieren quitarlo de en medio, que no les paralice ni boicotee sus negocios.

Parece que Jesús se enfada con mercaderes y vendedores, y en parte es así. Pero su enfado no viene por su profesión, su enfado no va dirigido a los de fuera del templo, va dirigido a los de dentro. Esto que parece una apreciación sin importancia la tiene y mucha, pues el mensaje que Jesús quiere transmitir va encaminado a cada uno de nosotros. Sí, a cada uno de los cristianos que vamos a visitar el templo, a cada uno de los sacerdotes y religiosos que sirven de manera especial al Señor y a cada uno de los que llevan la iglesia con una responsabilidad mayor y de dirección. El mensaje es único: " mi casa es casa de oración ". ¿Qué querrá decirnos Jesús con esto? Quizás esté pensando en las personas que muchas veces usamos la iglesia como medio para nuestros intereses, quizás esté pensando en cada hijo suyo que frecuenta los sacramentos y no se acaba de convencer de que lo importante verdaderamente es servir sin ser visto, sin sacar tajada, sin que nadie lo note.

A la Iglesia hemos de acudir de puntillas, con la confianza de un niño pero con un corazón que ore, que busque el encuentro verdadero con Dios, y no con los hermanos que pueden terminar en negociaciones ajenas al dueño de la casa. La Iglesia indudablemente es un misterio, y está llena de humanidad, y cuenta con fallos humanos.

Con nuestra vida sincera y sencilla y nuestra actitud orante formamos también esa otra Iglesia, que es la que vale: la Iglesia de los Santos, la Iglesia que es camino de Salvación, la Iglesia compañera nuestra en la gran aventura de encontrarnos con Dios.

Propósito

Acudir a la Iglesia con la confianza de un niño, pero con un corazón que ore, que busque el encuentro verdadero con Dios.

Diálogo con Cristo 

¡Gracias Padre, Señor del cielo y de la tierra, por este momento de oración! ¡Gracias por el don de tu amistad, de tu gracia y de tu misericordia! No quiero escatimar esfuerzo alguno por crecer en mi vida de oración, con tu gracia, lo podré lograr.