Autor: P. Clemente González | Fuente: Catholic.net Salía de Él una fuerza que sanaba | |
Lucas 6, 12-19. Fiesta Simón y Judas, apóstoles. Nuestras grandes decisiones deben surgir tras un encuentro con Dios en la oración. | |
Por aquellos días subió Jesús al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles. A Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes; a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote, que llegó a ser un traidor. Bajando con ellos se detuvo en un paraje llano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y los que eran molestados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos. Oración introductoria Señor, yo también me acerco a Ti para ser curado de todo lo que me puede apartar del cumplimiento de tu voluntad. A mí también me llamas por mi nombre y me escoges para llevar tu Amor a todos los que me rodean. Petición Jesús, ayudame a entender mi presente a partir del futuro del cielo que me espera e iluminarlo con espíritu de esperanza. Meditación del Papa Francisco También nosotros hemos de saber que entrar en la gloria de Dios exige la fidelidad cotidiana a su voluntad, aun a costa de sacrificios y del cambio de nuestros programas. El íntimo coloquio de Jesús con el Padre antes de la Pasión nos enseña, además, cómo la oración nos da fuerza de ser fieles al proyecto de Dios. Después, Jesús asciende a los cielos bendiciendo, un gesto sacerdotal para mostrar que, desde el seno del Padre, intercede siempre por nosotros. Él nos ha abierto el paso para llegar a Dios, y nos atrae hacia él, nos protege, nos guía e intercede por nosotros. Mirar a Jesucristo, que asciende a los cielos, es una invitación a testimoniar su Evangelio en la vida cotidiana, con la vista puesta en su venida gloriosa definitiva. Contemplemos a Cristo, sentado a la derecha de Dios Padre, para que nuestra fe se fortalezca y recorramos alegres y confiados los caminos de la santidad. (S.S. Francisco, 17 de abril de 2013). Reflexión La oración fue una compañera inseparable de Jesús. En todo el Evangelio le vemos orando, sobre todo en los momentos más decisivos de su vida: antes del Bautismo, al realizar varios milagros, en la Última Cena, en el Huerto de los Olivos, en la Cruz, etc. Aquí se nos narra la elección de los Doce apóstoles. Eran los hombres con los que iba a comenzar la Iglesia y debían ser aptos para llevarla a buen término con paso firme. Por tanto, era una decisión importante, que no podía hacerse con prisas y a la ligera. Necesitaba dedicar una noche entera para consultarla con su Padre. De la misma manera, todas nuestras grandes decisiones deberían surgir tras un encuentro con Dios en la oración. Por ejemplo, al elegir una carrera, al optar por la vida matrimonial o seguir una vocación religiosa, etc. También debemos rezar cuando llegan situaciones difíciles en el trabajo o en la familia, ya que Dios nos puede ayudar a encontrar la solución más adecuada. ¿Y cómo sabemos si la respuesta viene realmente de Dios? Cuando Dios “ilumina” un alma por la acción del Espíritu Santo le envía algunas señales, por ejemplo, una profunda paz interior, alegría, amor, etc. Es lo que llamamos “frutos del Espíritu”. Y por si hubiera dudas, nos damos cuenta de que esa solución está completamente de acuerdo con lo revelado en las Sagradas Escrituras. También es provechoso contar con la ayuda de un buen sacerdote que nos pueda orientar a encontrar la voluntad de Dios para nosotros, ya que ellos reciben unas gracias especiales para ejercer su ministerio. Propósito Que todas nuestras grandes decisiones surjan tras un encuentro con Dios en la oración. |
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domingo, 27 de octubre de 2013
EL EVANGELIO DE HOY: 28.10.2013
BIOGRAFÍA DE SAN MARTÍN DE PORRES - 03 DE NOVIEMBRE
BIOGRAFÍA DE SAN MARTÍN DE PORRES
Nació: 9 de diciembre de 1579 en Lima, Perú
Falleció: 3 de noviembre de 1639 en Lima, Perú
Canonizado el 1962 por Juan XXIII
Celebración :3 de noviembre
Religioso de la Orden de Predicadores
Nació Martín el 8 de diciembre de 1579, hijo de un importante hidalgo y de una mulata, en Lima (Perú). Martín comenzó a familiarizarse con el bien retribuido oficio de barbero, que en aquella época era bastante más que sacar dientes, extraer muelas o hacer sangrías. Martín supo hacerse un experto por pasar como ayudante de un excelente médico español. De ello comenzó a vivir y su trabajo le permitió ayudar de modo eficaz a los pobres que no podían pagarle. Por su barbería pasarán igual labriegos que soldados, irán a buscar alivio tanto caballeros como corregidores. Pero lo que hace ejemplar a su vida no es sólo la repercusión social de un trabajo humanitario bien hecho. Más es el ejercicio heroico y continuado de la caridad que dimana del amor a Jesucristo, a Santa María. Por el ejercicio de su trabajo y por su sensibilidad hacia la religión tuvo contacto con los monjes del convento dominico del Rosario donde pidió la admisión como donado para pasar luego a hermano. De todas la virtudes que poseía Martín de Porres sobresalía la humildad, siempre puso a los demás por delante de sus propias necesidades. En una ocasión el convento tuvo serios apuros económicos y el Prior se vio en la necesidad de vender algunos objetos, ante esto, Martín de Porres se ofreció a ser vendido como esclavo para remediar la crisis. Murió tal día como hoy en 1639.
Santo peruano dominico. Fue el primer Santo mulato de América y es el Patrón Universal de la Paz. San Martín de Porres, religioso de la Orden de Predicadores, hijo de un español y de una mujer de color, que, ya desde niño, a pesar de las limitaciones provenientes de su condición de hijo ilegítimo y mulato, aprendió la medicina, que después, ya religioso, ejerció generosamente en Lima, ciudad del Perú, a favor de los pobres, y entregado al ayuno, a la penitencia y a la oración, vivió una existencia áspera y humilde, pero irradiante de caridad.
Vida de San Martín de Porres:
Fue hijo bastardo del ilustre hidalgo -hábito de Alcántara- don Juan de Porres, que estuvo breve tiempo en la ciudad de Lima. Bien se aprecia que los españoles allá no hicieron muchos feos a la población autóctona y confiemos que el Buen Dios haga rebaja al juzgar algunos aspectos morales cuando llegue el día del juicio, aunque en este caso sólo sea por haber sacado del mal mucho bien. Tuvo don Juan dos hijos, Martín y Juana, con la mulata Ana Vázquez. Martín nació mulato y con cuerpo de atleta el 9 de diciembre de 1579 y lo bautizaron, en la parroquia de San Sebastián, en la misma pila que Rosa de Lima.
La madre lo educó como pudo, más bien con estrecheces, porque los importantes trabajos de su padre le impedían atenderlo como debía. De hecho, reconoció a sus hijos sólo tardíamente; los llevó a Guayaquil, dejando a su madre acomodada en Lima, con buena familia, y les puso maestro particular.
Martín regresó a Lima, cuando a su padre lo nombraron gobernador de Panamá. Comenzó a familiarizarse con el bien retribuido oficio de barbero, que en aquella época era bastante más que sacar dientes, extraer muelas o hacer sangrías; también comprendía el oficio disponer de yerbas para hacer emplastos y poder curar dolores y neuralgias; además, era preciso un determinado uso del bisturí para abrir hinchazones y tumores. Martín supo hacerse un experto por pasar como ayudante de un excelente médico español. De ello comenzó a vivir y su trabajo le permitió ayudar de modo eficaz a los pobres que no podían pagarle. Por su barbería pasarán igual labriegos que soldados, irán a buscar alivio tanto caballeros como corregidores.
Pero lo que hace ejemplar a su vida no es sólo la repercusión social de un trabajo humanitario bien hecho. Más es el ejercicio heroico y continuado de la caridad que dimana del amor a Jesucristo, a Santa María. Como su persona y nombre imponía respeto, tuvo que intervenir en arreglos de matrimonios irregulares, en dirimir contiendas, fallar en pleitos y reconciliar familias. Con clarísimo criterio aconsejó en más de una ocasión al Virrey y al arzobispo en cuestiones delicadas.
Alguna vez, quienes espiaban sus costumbres por considerarlas extrañas, lo pudieron ver en éxtasis, elevado sobre el suelo, durante sus largas oraciones nocturnas ante el santo Cristo, despreciando la natural necesidad del sueño. Llamaba profundamente la atención su devoción permanente por la Eucaristía, donde está el verdadero Cristo, sin perdonarse la asistencia diaria a la Misa al rayar el alba.
Por el ejercicio de su trabajo y por su sensibilidad hacia la religión tuvo contacto con los monjes del convento dominico del Rosario donde pidió la admisión como donado, ocupando la ínfima escala entre los frailes. Allí vivían en extrema pobreza hasta el punto de tener que vender cuadros de algún valor artístico para sobrevivir. Pero a él no le asusta la pobreza, la ama. A pesar de tener en su celda un armario bien dotado de yerbas, vendas y el instrumental de su trabajo, sólo dispone de tablas y jergón como cama.
Llenó de pobres el convento, la casa de su hermana y el hospital. Todos le buscan porque les cura aplicando los remedios conocidos por su trabajo profesional; en otras ocasiones, se corren las voces de que la oración logró lo improbable y hay enfermos que consiguieron recuperar la salud sólo con el toque de su mano y de un modo instantáneo.
Revolvió la tranquila y ordenada vida de los buenos frailes, porque en alguna ocasión resolvió la necesidad de un pobre enfermo entrándolo en su misma celda y, al corregirlo alguno de los conventuales por motivos de clausura, se le ocurrió exponer en voz alta su pensamiento anteponiendo a la disciplina los motivos dimanantes de la caridad, porque "la caridad tiene siempre las puertas abiertas, y los enfermos no tienen clausura".
Pero entendió que no era prudente dejar las cosas a la improvisación de momento. La vista de golfos y desatendidos le come el alma por ver la figura del Maestro en cada uno de ellos. ¡Hay que hacer algo! Con la ayuda del arzobispo y del Virrey funda un Asilo donde poder atenderles, curarles y enseñarles la doctrina cristiana, como hizo con los indios dedicados a cultivar la tierra en Limatombo. También los dineros de don Mateo Pastor y Francisca Vélez sirvieron para abrir las Escuelas de Huérfanos de Santa Cruz, donde los niños recibían atención y conocían a Jesucristo.
No se sabe cómo, pero varias veces estuvo curando en distintos sitios y a diversos enfermos al mismo tiempo, con una bilocación sobrenatural.
El contemplativo Porres recibía disciplinas hasta derramar sangre haciéndose azotar por el indio inca por sus muchos pecados. Como otro pobre de Asís, se mostró también amigo de perros cojos abandonados que curaba, de mulos dispuestos para el matadero y hasta lo vieron reñir a los ratones que se comían los lienzos de la sacristía. Se ve que no puso límite en la creación al ejercicio de la caridad y la transportó al orden cósmico.
Murió el día previsto para su muerte que había conocido con anticipación. Fue el 3 de noviembre de 1639 y causada por una simple fiebre; pidiendo perdón a los religiosos reunidos por sus malos ejemplos, se marchó. El Virrey, Conde de Chinchón, Feliciano de la Vega -arzobispo- y más personajes limeños se mezclaron con los incontables mulatos y con los indios pobres que recortaban tantos trozos de su hábito que hubo de cambiarse varias veces.
El santo de la escoba fue canonizado por el Papa Juan XXIII el 6 de Mayo de 1962 con las siguientes palabras del Santo Padre:
"Martín excusaba las faltas de otro. Perdonó las más amargas injurias, convencido de que el merecía mayores castigos por sus pecados. Procuró de todo corazón animar a los acomplejados por las propias culpas, confortó a los enfermos, proveía de ropas, alimentos y medicinas a los pobres, ayudo a campesinos, a negros y mulatos tenidos entonces como esclavos. La gente le llama ‘Martín, el bueno’."
Sus restos descansan en la Capilla de Santa Rosa de Lima, en la Basílica de Nuestra Señora del Rosario de Lima.
EL EVANGELIO DE HOY: 27.10.2013
Autor: P. Sergio A. Córdova LC | Fuente: Catholic.net ¿Fariseo o publicano? | |
Lucas 18, 9-14. Tiempo Ordinario. Sólo si oramos con el corazón humillado, obtendremos la misericordia del Señor porque la humildad conquista el corazón de Dios. | |
Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: "¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias." En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado." Oración introductoria Te pido perdón por ser como ese fariseo engreído que tiende a pensar sólo en sí mismo, juzgando con dureza a los demás. Ilumina mi oración para que sepa darte el lugar que te corresponde en mi vida. Petición Cristo, dame tu luz para saber reconocer, y buscar cómo superar, mis debilidades. Meditación del Papa Francisco Qué quiere decir caminar en la oscuridad? Porque todos tenemos oscuridad en nuestras vidas, incluso momentos en los que todo, incluso en la propia conciencia, es oscuro, ¿no? Caminar en la oscuridad significa estar satisfecho consigo mismo. Estar convencidos de no necesitar salvación. ¡Esas son las tinieblas! Cuando uno avanza en este camino de la oscuridad, no es fácil volver atrás. Si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Miren sus pecados, nuestros pecados: todos somos pecadores, todos. Este es el punto de partida. Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel, es justo tanto para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad. Y se presenta a nosotros, ¿no es así?, este Señor tan bueno, tan fiel, tan justo que nos perdona. Cuando el Señor nos perdona hace justicia. Sí, hace justicia primero a sí mismo, porque Él ha venido a salvar, y cuando nos perdona hace justicia a sí mismo. "Soy tu salvador" y nos acoge. (S.S. Francisco, 29 de abril de 2013). Reflexión Continuamos con el tema de la oración. Pero esta vez nuestro Señor nos enseña otra actitud que debemos tener cuando oramos. En el evangelio del domingo pasado nos exhortaba a orar con perseverancia y sin desfallecer. Hoy nos dice que nuestra oración debe estar permeada de una profunda humildad y sencillez de corazón. Y, para ello, nos presenta la parábola del fariseo y el publicano. También en esta ocasión, como en otras anteriores, san Lucas nos explica el porqué de esta historia: Jesús quiere hacer escarmentar a "algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás". Ésta es la postura típica del hombre altanero y orgulloso, autosuficiente y pagado de sí mismo, que se considera superior a los demás y con derechos adquiridos. En los tiempos de Jesús éste era, por desgracia, el comportamiento de muchos de los fariseos. Fijémonos ahora en uno de los personajes centrales de la parábola de hoy: el fariseo subió al templo a orar y, “erguido, oraba para sí en su interior”. Es un monumento al orgullo. Ni siquiera se digna ponerse de rodillas para orar. No. Se queda en pie, “erguido”, encopetado en su soberbia, mirando por encima de los hombros a los demás con una autocomplacencia que indigna. Es un tipo antipático y chocante no sólo por el hecho de alabarse a sí mismo con tanta desfachatez, sino, sobre todo, por compararse con sus semejantes y despreciarlos en el fondo de su corazón. Al igual que otros fariseos, se sentía santo y “perfecto” porque observaba escrupulosamente las prescripciones externas de la Ley. Sin embargo, aparece como un ser egoísta, soberbio e injusto con sus semejantes. Este hombre no habla con Dios, sino que se habla a sí mismo, se alaba y se autojustifica de un modo ridículo y pedante, presentando ante Dios sus “condecoraciones”, sus muchos “méritos” y títulos de gloria: “¡Oh Dios! –le dice— te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. Ésta era su “oración”: una autoexaltación y un total desprecio de los demás. Y lo más triste del caso es que este pobre hombre creía que así agradaba al Señor. Como contrapunto, nos presenta Jesús al publicano: “se quedó atrás –en la última banca del templo— y ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡oh Dios!, ten compasión de este pecador”. ¡Qué tremendo contraste! Este hombre sabía delante de quién estaba y reconocía todas sus limitaciones personales. Experimentaba ese religioso y santo temor de presentarse ante Dios porque sentía todo el peso de sus muchos pecados; era profundamente consciente de su indignidad y sólo se humillaba, pidiendo perdón por sus maldades. Y en su humildad, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo y se golpeaba el pecho pidiendo perdón y compasión al Señor que todo lo puede. ¡Qué diferencia de actitudes! Si nosotros tuviéramos que juzgar en el lugar de Dios, seguro que escogeríamos a este segundo hombre. Su humildad tan sincera nos conmueve y nos conquista el corazón. Enseguida sentimos simpatía por este último personaje. Los publicanos no gozaban precisamente de buena fama en Israel. Eran considerados pecadores públicos, enemigos del pueblo escogido, amigos del dinero y de la buena mesa. Y, a pesar de todo, creo que con mucho gusto perdonaríamos al publicano sus muchos errores y pecados. Nos sentimos movidos a piedad ante un comportamiento tan sincero y tan hermoso. ¿Y acaso Dios iba a obrar de un modo diferente? “Yo os digo –concluye nuestro Señor— que el publicano bajó a su casa justificado –o sea, perdonado y salvado— y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”. La postura del fariseo nos produce rechazo y una cierta repugnancia interior. Nos molesta su petulancia y orgullo; y, con tristeza, condenamos en el fondo su actitud. Con estas comparaciones nuestro Señor nos exhorta vivamente a adoptar siempre una postura de humildad profunda en nuestras relaciones con Dios y con los demás. Así comprendemos más fácilmente, por experiencia personal, las hermosas palabras de la Santísima Virgen María en su Magníficat: “Dios derribó a los soberbios de sus tronos y enalteció a los humildes” (Lc 1, 52). Propósito Cuando oremos, pues, hagámoslo con una grandísima humildad, sabiendo que no tenemos ningún motivo de gloria, ningún mérito personal, ninguna razón para “exhibirnos” y presumir ante Él, como hizo el fariseo. Al contrario. Estamos llenos de miserias, y sin Él nada somos ni nada podemos en el orden de la gracia. Al margen de Dios o prescindiendo de Él, somos unos pobres desgraciados, condenados a la ruina temporal y eterna. Acordémonos de las palabras del Eclesiástico: “los gritos del pobre atraviesan las nubes y sus penas consiguen su favor”. Sólo si oramos con el corazón contrito y humillado, obtendremos la misericordia del Señor porque la humildad conquista el corazón de Dios. María Santísima, la creatura más amada y predilecta a los ojos de Dios, vivió siempre como la “humilde esclava del Señor”. Pidámosle que nos enseñe a ser como ella para que también nosotros seamos objeto de las complacencias de Dios nuestro Señor. |