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domingo, 15 de septiembre de 2013

LOS JÓVENES E INTERNET

Autor: Santiago Casanova Miralles | Fuente: imision
Los jóvenes e internet
La Iglesia llama a los jóvenes a usar internet adecuadamente, a enriquecerse con él y enriquecer la vida de otros, a prepararse con responsabilidad para su futuro, a usarlo como un medio privilegiado para hacer el bien
 
Los jóvenes e internet
Los jóvenes e internet
No hace mucho que me encontré con el documento
“La Iglesia e Internet”, publicado por el Pontificio Consejo de las Comunicaciones Sociales nada menos que en ¡2002! Me parece un documento imprescindible para entender la postura de la Iglesia ante la realidad de la red y de las redes sociales. Luego, es verdad, el mismo Papa Benedicto XVI, y ahora Francisco, le han dado una continuidad arrolladora a este asunto.


No voy a pararme en muchos de los puntos del documento. ¡Hay tanto que vale la pena! Pero sí quiero dedicar hoy unas líneas a su parte final, a las recomendaciones que se hacen a los dirigentes eclesiales, agentes pastorales, catequistas y educadores, padres y, finalmente, niños y jóvenes. Y en estos últimos quiero centrar mi atención.

La Iglesia es muy clara con los jóvenes y con sus formadores en cuanto a internet y a las redes sociales:“Internet pone al alcance de los jóvenes en una edad inusualmente temprana una inmensa capacidad de hacer el bien o el mal, a sí mismos y a los demás.”

La Iglesia llama a los jóvenes a usar Internet adecuadamente, a enriquecerse con él y enriquecer la vida de otros, a prepararse con responsabilidad para su futuro, a usarlo como un medio privilegiado para hacer el bien. No sólo eso: la Iglesia llama los jóvenes a ir contracorriente, ejercer la contracultura y prepararse para ser perseguidos por defender lo verdadero y lo bueno también en este medio. Muy fuerte.

Esto que la Iglesia pide no es automático. Requiere de discernimiento, educación, formación y, también, de la fuerza del Espíritu. Lo último sólo se puede pedir incesantemente en la oración y llevando un vida cristiana plena, en comunidad y participando de los sacramentos. Lo primero sólo requiere determinación y manos a la obra.

Discernimiento: Nuestros chicos y chicas deben saber discernir. Discernir lo que es bueno y lo que es malo, lo que les conviene y lo que no. Discernir qué fotos compartir, qué mensajes publicar. Discernir qué retuitear y a quién seguir. Discernir qué webs visitar. Discernir cuándo hablar y cuándo callar. Discernir su tarea concreta como cristiano en la red, su llamada particular, su misión. Discernir qué haría Jesucristo en cada situación que se les presente. Esta tarea requiere aprendizaje, escucha y silencio. Discernir requiere haber aprendido a hacerlo. Por eso necesitan nuestra ayuda. Sus educadores, padres y catequistas debemos acompañarlos, vivir cerca de ellos en su “estar” en internet y en las redes sociales. Debemos acostumbrarles y ayudarles a hacer lo mismo fuera de internet y hacer del discernimiento una constante en su vida.

Educación: Antes nuestros padres nos enseñaban a manejarnos y actuar en la calle, en el colegio, en casa… No ir con extraños, con quién no hablar, qué situaciones evitar, cómo actuar con nuestros mayores, el respeto a la autoridad… Ahora se sigue haciendo todo esto (cuando se hace) pero nadie ha afrontado la parte de la red. ¿Quién educa para estar en la red? ¿Quién enseña a niños y jóvenes cómo estar, con quién relacionarse? ¿Quién habla de la amistad en las redes y conoce a los amigos de nuestros chicos en las redes? ¿Quién enseña cómo actuar ante un ataque, cómo defender al débil, cómo levantar la mano cuando se necesita? Hay una laguna que debe ser cubierta de forma urgente. Para ello es imprescindible que padres, educadores y catequistas nos movamos en la red con soltura y entendamos sus resortes.

Formación: Internet es un lugar con una potencialidad enorme. Hay que conocerlo. No basta con estar. Hay que conocer su funcionamiento, sus reglas, las leyes que lo regulan, las implicaciones que tiene un desliz, los detalles de la privacidad, las huellas que uno deja cuando se mueve en sus rincones… Nuestros jóvenes sólo serán buenos testigos del Evangelio si son prudentes como serpientes y sencillos como palomas. No sirve la buena voluntad, la ingenuidad… Cuando un joven quiere conducir, va al autoescuela. Cuando queremos trabajar, antes pasamos por la universidad o por los planes de formación profesional. No puede ser distinto aquí. Y ya que esta formación, por ahora, no se aborda en planes de estudios en la escuela habrá que ser audaces y hacer propuestas creativas para formar a los nuestros.

Internet es tarea y misión para todos. La Iglesia nos pide que estemos y que lo hagamos como creyentes. No llega con compartir una bonita frase en Facebook o tuitear un versículo del salmo del día. No llega con querer estar. Si no sabes discernir y no estás educado o formado, no eres un cristiano útil. La red te devorará.

No podemos abandonar a los jóvenes en este duro camino. Abandonarlos sería claudicar y no seguir las directrices de la Iglesia. Como un día dijo Pablo VI, cada uno deberá responder ante Dios por sus acciones también en este medio. Tomemos nota y seamos valientes. No hay excusas.

* Santiago Casanova Miralles es miembro del staff de iMisión

EL EVANGELIO DE HOY: 15.09.2013

Autor: P. Sergio Córdova LC | Fuente: Catholic.net
La debilidad de Dios
Lucas 15, 1-32. Tiempo Ordinario. Él siempre nos ama y nos acoge, aunque nosotros nos hayamos comportado como aquel hijo pródigo.
 
La debilidad de Dios
Del santo Evangelio según san Lucas 15, 1-32


Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este acoge a los pecadores y come con ellos. Entonces les dijo esta parábola. ¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido. Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión. O, ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice: Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido. Del mismo modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta. Dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde." Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros. Y, levantándose, partió hacia su padre. Estando él todavía lejos, le vió su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus siervos: Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Y comenzaron la fiesta. Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. El le dijo: Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano. El se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado! Pero él le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado.

Oración introductoria 

Dios mío, te busco como te buscó el hijo pródigo. Te pido me concedas la gracia de iniciar mi oración con un gran espíritu de conversión, con un deseo profundo y ardiente de mejorar mi conducta, con la decisión de aprovechar esta meditación como una oportunidad para levantarme y recomenzar, para abandonar el pecado y elegirte en todo a Ti. En una palabra, Señor, ayúdame a amarte más.

Petición

Señor, hazme comprender que tus mandamientos no son preceptos negativos, sino indicaciones concretas para salir de mi egoísmo y así poder entrar en diálogo contigo y los demás.

Meditación del Papa Francisco

Pensad en aquel hijo menor que estaba en la casa del Padre, era amado; y aun así quiere su parte de la herencia; y se va, lo gasta todo, llega al nivel más bajo, muy lejos del Padre; y cuando ha tocado fondo, siente la nostalgia del calor de la casa paterna y vuelve. ¿Y el Padre? ¿Había olvidado al Hijo? No, nunca. Está allí, lo ve desde lejos, lo estaba esperando cada día, cada momento: ha estado siempre en su corazón como hijo, incluso cuando lo había abandonado, incluso cuando había dilapidado todo el patrimonio, es decir su libertad; el Padre con paciencia y amor, con esperanza y misericordia no había dejado ni un momento de pensar en él, y en cuanto lo ve, todavía lejano, corre a su encuentro y lo abraza con ternura, la ternura de Dios, sin una palabra de reproche: Ha vuelto. Y esta es la alegría del padre. En ese abrazo al hijo está toda esta alegría: ¡Ha vuelto!. Dios siempre nos espera, no se cansa. Jesús nos muestra esta paciencia misericordiosa de Dios para que recobremos la confianza, la esperanza, siempre. (S.S. Francisco, 7 de abril de 2013).

Reflexión

Cuenta la famosa leyenda de la guerra de Troya que el héroe de los griegos, Aquiles, era hijo de una diosa y, por tanto, era inmortal. Pero sólo tenía un punto débil, que era el talón. Y fue precisamente allí donde fue herido, por una flecha, y murió. Perdóneseme la analogía, pero yo creo que podríamos aplicar un poco este símil a Dios nuestro Señor. Sabemos que Él es Todopoderoso, pero también tiene Él –si podemos hablar de un modo humano— su punto débil.

El ya fallecido cardenal vietnamita Francois Nguyen van Thuan solía decir que, aunque pareciera herejía, él amaba a Jesús por sus defectos. Y el primer defecto –decía- es que Nuestro Señor no tiene buena memoria. ¿Cómo era posible, si no, que sobre la cruz, perdonara todos los crímenes a aquel ladrón que estaba crucificado con él a su derecha, y de un plumazo le cancelara toda su deuda? "En verdad te digo –le dijo al ladrón— hoy estarás conmigo en el Paraíso". Y lo mismo hizo el Señor con la pecadora pública, con Zaqueo, con la adúltera, con la samaritana y con tanta gente pecadora que se encontró a lo largo de la vida. Si Jesús fuera como nosotros, les hubiéramos dicho: "Sí, te perdono, pero antes tienes que expiar todas tus culpas con 20 años de purgatorio"...

Efectivamente, Dios nuestro Señor también tiene su punto débil. Y es su infinito amor y su misericordia. Nadie que haya acudido a Él con sinceridad y con el corazón arrepentido, y le haya pedido perdón, ha quedado jamás defraudado. Todo el Antiguo Testamento está lleno de gestos de misericordia de parte de Dios. Accede a las súplicas de Abraham y de Moisés, cuando interceden por su pueblo y le piden perdón por sus pecados; los profetas –sobre todo Isaías, Jeremías y Oseas- fueron fieles transmisores de la bondad y de la ternura de Dios hacia el pueblo de Israel. Pero es sobre todo con Jesús en donde aparece mucho más patente el corazón infinitamente amoroso y misericordioso de nuestro Padre celestial.

Todo el Evangelio es una prueba constante del perdón generoso que Jesús nos alcanza de parte de Dios. Toda su vida pública fue un acto ininterrumpido de misericordia: la predicación del amor del Padre, los milagros y curaciones sin número que obraba por doquier, movido sólo por su gran bondad y compasión hacia toda clase de gente; y, al final de su vida, la entrega más total y desinteresada en su pasión y en su cruz para salvarnos, para redimirnos del pecado y alcanzarnos el premio del paraíso por medio de su muerte y su resurrección.

En el pasaje evangélico de hoy, Jesús nos narra tres hermosas parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo, también perdido y luego encontrado.
Nosotros, los seres humanos, nos perdemos muchas veces a lo largo de nuestra vida: perdemos el camino, la ruta, nos escondemos de Dios y lo ofrendemos, tal vez gravemente. Y quizá en ocasiones no hemos querido saber nada de Él, a pesar de haber sido Él nuestro gran bienhechor.

Él nos ha dado todo: la vida, el ser, la fe, la familia, la educación, los sacramentos, la felicidad… TODO, absolutamente todo. Y nosotros, como hijos malcriados y caprichosos, le hemos echado en cara, con gran despecho e ingratitud, nuestros mismos errores y maldades, culpándolo a Él de nuestra desgracia y ceguera voluntaria.

Ese hijo ingrato de la parábola somos, definitivamente, cada uno de nosotros. También tú y yo, como aquel hijo, hemos pedido al padre la herencia y nos hemos “largado” de casa para vivir a nuestras anchas, libres de la “esclavitud” del padre, para derrochar sus bienes con malas compañías llevando una vida libertina y disoluta. Pero todo lo material es caduco y se acaba. Y, en poco tiempo, el hijo aquel se encontró en la miseria, sin dinero y, obviamente, sin amigos.

Llegó tan bajo en su prostración que se puso, en un país extraño, a cuidar cerdos, en una pocilga; hubiese querido llenar su vientre con las algarrobas que comían las bestias, pero nadie se las daba. ¡Hasta dónde había llegado la miseria de aquel que era un hijo de rey! Es eso lo que nosotros, hijos amados de Dios, hemos hecho con nuestra dignidad a causa de nuestro pecado.

El hijo, entonces, comienza a pensar con inmensa nostalgia en la casa de su padre. Y, para poder llenar su vientre –motivos no del todo nobles, pero Dios se vale también de eso para hacernos volver a Él—, se decide regresar a la casa paterna. Seguramente sentiría una profunda vergüenza y confusión. ¿Con qué cara se presentaría ahora a su padre, después de todo lo que había hecho? Pero su hambre y su necesidad fue más fuerte que su vergüenza. Y se puso en camino.

Pero lo mejor de todo viene a continuación. Todos los días –continúa la narración— el padre aquel se subía a la terraza del palacio para ver si volvía su hijo. ¿Qué padre, aquí en la tierra, sigue esperando el regreso de un hijo que se ha comportado como un sinvergüenza y como un ingrato, y que ha derrochado toda la herencia? Y, si acaso volviera, con rostro adusto, seguro que le daría una buena reprimenda y un castigo severo para que aprendiera a comportarse como se debe y que todo hay que pagarlo a su debido precio.

Sin embargo, cuando, después de meses y de años de espera, por fin ve venir a lo lejos a su hijo, a aquel bondadoso anciano se le conmueven las entrañas y le da mil vuelcos el corazón; los ojos se le convierten en un mar de lágrimas por la alegría y el alma se le derrite en infinita ternura. Y enseguida, como puede, aquel padre sale corriendo al encuentro de su hijo y se le echa al cuello, lo abraza, lo acaricia y lo cubre de besos. Y enseguida manda que lo laven y le perfumen, le pongan el vestido más rico y espléndido, calcen sus pies con sandalias y le pongan un anillo en su mano, signos todos de su dignidad y nobleza recuperada…

El hijo no se esperaba nada de esto, ni soñó jamás con aquel recibimiento. Él sólo quería un poco de pan y un techo donde cobijarse del invierno, aunque el resto de sus días fuera como el “último de los jornaleros”. Al fin y al cabo, él se lo había buscado y se lo había merecido. Y bien sabía que no era digno de nada más que eso. ¡Y cuál no fue su sorpresa al encontrarse con el corazón inmensamente tierno y cariñoso de su padre, que lo perdonaba y lo seguía amando como siempre lo había amado, a pesar de todo!

Así de maravilloso es nuestro Padre Dios con nosotros. Él siempre nos ama y nos acoge, aunque nosotros nos hayamos comportado como aquel hijo pródigo. Él nos perdona todo, absolutamente todo, con infinita ternura, incondicionalmente, e incluso nos ahorra la vergüenza de tener que humillarnos. Su comprensión es tan gigantesca y tan misericordiosa que nos hace más fácil el camino del retorno; y cuando, al fin, nos postramos para reconciliarnos, Él nos levanta, nos recibe con un fuerte y tierno abrazo, y nos cubre de besos y de caricias.

Propósito

Ojalá que nunca le tengamos miedo a Dios y nos acerquemos con inmensa confianza al sacramento de la reconciliación. Él siempre nos acogerá, infinitamente mejor que el padre de la parábola. Sólo así descubriremos el corazón dulce y bondadoso de Dios, nos daremos cuenta de que es incapaz de resistirse a la misericordia y conoceremos, por propia experiencia, ¡¡que Dios es Amor!!



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  • P. Sergio Cordova LC