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jueves, 29 de marzo de 2012

CRISTO, OFRENDA PERMANENTE

Cristo, ofrenda permanente

"La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual" (C.E.C., 1.62 y 1.364). Cristo permanece en la Eucaristía como estaba en la Cruz, ofreciéndose al Padre, y ofreciéndose por nosotros.

Jesús vino a este mundo, como decimos en el Credo, "por nosotros los hombres y por nuestra salvación". El momento álgido (el kairós) de su estancia en la tierra fue su muerte y resurrección, el misterio pascual. Por medio del pan y del vino, la Eucaristía hace presente a Cristo en ese misterio salvífico de su vida: Siempre que coméis este pan y bebéis este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva (1 Cor 11,26), escribió san Pablo. Para los primeros cristianos y para los que vendrían después, Jesús resucitado era "el Señor", Dios; y aunque cuando se hace presente ahora, lo hace tal como vive actualmente, es decir, resucitado, su modo estar ahí es en estado de ofrenda, de entrega.

Cristo nos salvó por su obediencia y su amor, manifestados en su sufrimiento y la muerte -Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil 2,8)- en un acto de entrega y de ofrenda al Padre en favor de sus hermanos los hombres, y esa misma disposición es la de Cristo cuando aparece en el momento de la Consagración de la Misa, y no sólo en ese momento, sino mientras duran las especies sacramentales.

"Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por nuestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado hasta el fin, hasta el don de su vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros, y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor" (C.E.C. 1380).

Y de la misma manera que decimos que Jesús no vino a la tierra simplemente para estar sin más por Palestina, sino para entrar en relación con los hombres, para hablarnos, para salvarnos, darnos ejemplo y que los hombres pudiéramos entrar en relación personal con Él, también podemos decir que la presencia de Cristo en la Eucaristía no es simplemente para "estar ahí", sino que se ha quedado "para nosotros". Su presencia real tiene unos fines: "fin primario y primordial es la administración del Viático; los fines secundarios son la distribución de la comunión fuera de la misa y la adoración de Nuestro Señor Jesucristo presente en el Sacramento" (Ritual de la sagrada comunión y del culto eucarístico fuera de la misa, n. 5).

Jesús nos invita -siempre que nos acerquemos con las debidas disposiciones- en primer lugar a la Comunión con Él. Así lo expresan sus mismas palabras: Tomad, comed: esto es mi cuerpo (Mt 26,26). La Eucaristía no fue instituida para estar simplemente milagrosamente en el sagrario, sino que es "para nosotros", para que Le recibamos como alimento espiritual de nuestras almas.

Pero además su presencia constante en las especies sacramentales es una invitación suya a que le acompañemos pues bien sabe Dios que necesitamos de su cercanía, ya que la amistad lo requiere y desea. Ha sido un deseo de Jesús de estar cerca de nosotros, y es una necesidad para el cristiano, porque después de la misa siente la necesidad de decirle lo que Le dijeron los discípulos de Emaús: Quédate con nosotros (Lc 24,29). Y Él, que tanto desea nuestra compañía, ha accedido a nuestro querer. Su presencia real se ofrece a nosotros para que entremos en ese diálogo de persona a Persona con Él. Jesús en la Eucaristía es una ofrenda permanente al Padre y una ofrenda permanente para nosotros.

A la vez, es siempre una interpelación a que el amigo viva como Él vive en la Eucaristía: ofreciéndose al Padre. Es una invitación a participar en el sacrificio de la nueva alianza -que es vida para nosotros-, con las actitudes de Cristo, que se anonadó y obedeció al Padre entregando su vida hasta el fin. Una invitación, en fin, que comprometa a quien adora, y también él esté dispuesto a ofrecerse al Padre en favor de sus hermanos los hombres.

La adoración eucarística no puede quedarse, por tanto, en una asistencia pasiva ante la Hostia expuesta o ante el sagrario. Adorar ha de ser ante todo una comunión con Cristo en su misterio pascual de muerte y resurrección.

Comunión que tiene como fin la plena configuración con Cristo hasta poder decir como San Pablo Ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí (Gal 2,20). La adoración eucarística se convierte entonces en una adoración al Padre, en Cristo, por el Espíritu Santo, en una adoración en espíritu y en verdad (Jn 4,24), como desea Dios que se le adore.

EXPERIENCIA AJENA


Experiencia ajena
Autor: Justo López Melús



El consejo de las personas sensatas podría ayudarnos a evitar muchos descalabros en la vida. Pero suele servir de poco. Muchos drogadictos, alcohólicos, afectados de SIDA..., lamentan, cuando ya no tiene remedio, no haber escuchado los buenos consejos que les dieron.

Suele decirse que hay que escarmentar en cabeza ajena, pero la verdad es que se aprende poco con el fracaso ajeno, y muchos prefieren experimentos fuertes, aunque tengan veneno. La experiencia ajena sirve de poco, y cuando se tiene la propia, ya no se puede usar: si un joven quisiera..., si el anciano pudiera... La experiencia es una señora que nos da un peine cuando ya estamos calvos. La experiencia es un billete de lotería que adquirimos cuando ya se efectuó el sorteo.

ASÍ TE QUIERO

Así te quiero

Abre tu boca... y yo la llenaré.
Dame tu corazón... y yo lo cambiaré.
Entrégame tu mente... y yo la limpiaré.
Dame tus pies... y yo los encaminaré.
Así de literal, así de cierto.

No esperes recibir para guardar,
yo les daba mana día por día.
Así quiero que vivas.
Tu dependencia en mí,
te da la fuerza...
no anules mi poder,
en ti descansa.

Yo no soy un Dios que da y que quita.
si la tierra me es fiel,
cuanto plantas en ella, fructifica...
cuanto más no será en mis primicias!.
Séme fiel hasta el fin... nada te importe.
El mundo cambia siempre y lo que es oro hoy,
lodo es mañana.

Yo te respaldo,
ve... listo esta el mundo;
solo vé y comunica.
Tu trabajo es hablar,
dar mi palabra...

Mi responsabilidad: salvar las almas.
No sientas como pesada carga,
el hablar a la gente de mi amor.

SER VERDADERAMENTE HIJOS DE DIOS

Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
Ser verdaderamente hijos de Dios
Jueves quinta semana de Cuaresma. Tenemos un Dios que nos persigue y busca llegar hasta el fondo de nosotros mismos.
 
Ser verdaderamente hijos de Dios
Gn 17, 3-9
Jn 8, 51-59

El tiempo cuaresmal es un camino de conversión que no es simplemente arrepentirnos de nuestros pecados o dejar de hacer obras malas. El camino de conversión no es otra cosa sino el esfuerzo constante, por parte nuestra, de volver a tener la imagen, la visión que Dios nuestro Señor tenía de nosotros desde el principio. El camino de conversión es un camino de reconstrucción de la imagen de Dios en nuestra alma.

La liturgia del día de hoy nos presenta dos actitudes muy diferentes ante lo que Dios propone al hombre. En la primera lectura, Dios le cambia el nombre a Abram. Y de llamarse Abram, le llama Abraham. Este cambio de nombre no es simplemente algo exterior o superficial. Esto requiere de Dios la disponibilidad a cambiar también el interior, a hacer de este hombre un hombre nuevo.
Pero, al mismo tiempo, requiere de Abraham la disponibilidad para acoger el nombre nuevo que Dios le quiere dar.

Por otro lado, en el Evangelio vemos cómo Jesús se enfrenta una vez más a los judíos, haciéndoles ver que aunque se llamen Hijos de Abraham, no saben quién es el Dios de Abraham.

Son las dos formas en las cuales nosotros podemos enfrentarnos con Dios: la forma exterior; totalmente superficial, que respeta y vive según una serie de ritos y costumbres; una forma que incluso nos cataloga como hijos de Abraham o hijos de Dios. Y por otro lado, el camino interior; es decir, ser verdaderamente hijos de Abraham, ser verdaderamente hijos de Dios.

Lo primero es muy fácil, porque basta con ponerse una etiqueta, realizar determinadas costumbres, seguir determinadas tradiciones. Y podríamos pensar que eso nos hace cristianos, que eso nos hace ser católicos; pero estaríamos muy equivocados. Porque todo el exterior es simplemente un nombre, y como un nombre, es algo que resuena, es una palabra que se escucha y el viento se lleva; es tan vacía como cualquier palabra puede ser. Es en el interior de nosotros donde tienen que producirse los auténticos cambios; de donde tiene que brotar hacia el exterior la verdadera transformación, la forma distinta de ser, el modo diferente de comportarse.

No son las formas exteriores las que configuran nuestra persona. Son importantes porque manifiestan nuestra persona, pero si las formas exteriores fuesen simplemente toda nuestra estructura, toda nuestra manera de ser, estaríamos huecos, vacíos. Entonces también Jesús a nosotros podría decirnos: “Sería tan mentiroso como ustedes”. También Jesús nos podría llamar mentirosos, es decir, los que vacían la verdad, los que manifiestan al exterior una forma como si fuese verdad, pero que realmente es mentira.

Qué difícil y exigente es este camino de conversión que Dios nos pide, porque va reclamando de nosotros no solamente una «partecita», sino que acaba reclamando todo lo que somos: toda nuestra vida, todo nuestro ser. El camino de conversión acaba exigiendo la transformación de nuestras más íntimas convicciones, de nuestras raíces más profundas para llegar a cristianizarlas.

Para los judíos solamente Dios estaba por encima de Abraham, por eso, cuando Cristo les dice: “Antes de que Abraham existiese, Yo soy”, ellos entendieron perfecta- mente que Cristo estaba yendo derecho a la raíz de su religión; les estaba diciendo que Él era Dios, el mismo Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Y es por eso que agarran piedras para intentar apedrearlo, por eso buscan matarlo.

No es simplemente una cuestión dialéctica; ellos han entendido que Cristo no se conforma con cambiar ciertos ritos del templo. Cristo llega al fondo de todas las cosas y al fondo de todas las personas, y mientras Él no llegue ahí, va a estar insistiendo, va a estar buscando, va a estar perseverando hasta conseguir llegar al fondo de nuestro corazón, hasta conseguir recristianizar lo más profundo de nosotros mismos.

El hecho de que Dios le cambie el nombre a Abram, además de significar el querer llegar al fondo, está también significando que solamente quien es dueño de otro le puede cambiar el nombre. (Según la mentalidad judía, solamente quien era patrón de otro podía cambiarle el nombre). Algo semejante a lo que hicieron con nosotros el día de nuestro Bautismo cuando el sacerdote, antes de derramar sobre nuestra cabeza el agua, nos impuso la marca del aceite que nos hacia propiedad de Dios.

¿Realmente somos conscientes de que somos propiedad de Dios? Dios es tan consciente de que somos propiedad suya, que no deja de reclamarnos, que no deja de buscarnos, que no deja de inquietarnos. Como a quien le han quitado algo que es suyo y cada vez que ve a quien se lo quitó, le dice: ¡Acuérdate de que lo que tú tienes es mío! Así es Dios con nosotros. Llega a nuestra alma y nos dice: Acuérdate de que tú eres mío, de que lo que tú tienes es mío: tu vida, tu tiempo, tu historia, tu familia, tus cualidades. Todo lo que tú tienes es mío; eres mi propiedad.

Esto que para nosotros pudiera ser una especie como de fardo pesadísimo, se convierte, gracias a Dios, en una gran certeza y una gran esperanza de que Dios jamás va a desistir de reclamar lo que es suyo. Así estemos muy alejados de Él, sumamente hundidos en la más tremenda de las obscuridades o estemos en el más triste de los pecados, Dios no va a dejar de reclamar lo que es suyo. Sabemos que, estemos donde estemos, Dios siempre va a ir a buscarnos; que hayamos caído donde hayamos caído, Dios nos va a encontrar, porque Él no va a dejar de reclamar lo que es suyo.

Éste es el Dios que nos busca, y lo único que requiere de nosotros es la capacidad y la apertura interior para que, cuando Él llegue, nosotros lo podamos reconocer. “El que es fiel a mis palabras no morirá para siempre”. No habrá nada que nos pueda encadenar, porque el que es fiel a las palabras de Cristo, será buscado por Él, que es la Resurrección y la Vida.

Ojalá que nosotros aprendamos que tenemos un Dios que nos persigue y que busca llegar hasta el fondo de nosotros mismos, y que nos va hacer bajar hasta el fondo de nosotros para que nos podamos, libremente, dar a Él.

¿De qué otra manera más grande puede Dios hacer esto, que a través de la Eucaristía? ¿Qué otro camino sigue Dios sino el de la misma presencia Eucarística? ¿Acaso alguien en la tierra puede bajar tan a lo hondo de nosotros mismos como Cristo Eucaristía? Cristo es el único que, amándonos, puede penetrar hasta el alma de nuestra alma, hasta el espíritu de nuestro espíritu, para decirnos que nos ama.

Permitamos que el Señor, en esta Semana Santa que se avecina, pueda llegar hasta nosotros. Permitámosle hacer la experiencia de estar con nosotros. Y nosotros, a la vez, busquemos la experiencia de estar con Él. Un Dios que no simplemente caminó por nuestra tierra, habló nuestras palabras y vio nuestros paisajes. Un Dios que no simplemente murió derramando hasta la última gota de sangre; un Dios que no solamente resucitó rompiendo las ataduras de la muerte. Un Dios que, además, ha querido hacerse Eucaristía para poder estar en lo más profundo de nuestras vidas y poder encontrarnos, si es necesario, en lo más profundo de nosotros mismos.


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  • P. Cipriano Sánchez LC