"Dilexit nos", una Encíclica de "Corazón a corazón"
La petición de Cristo para aprender de Él que es manso y humilde de Corazón, nos insta a imitar sus actitudes de confianza y de servicio.
Por: P. Eugenio Martín, L.C. | Fuente: Catholic.net
Este artículo pretende ser un resumen de la encíclica del Papa Francisco “Dilexit nos”.
Los números entre paréntesis hacen referencia a los parágrafos citados de la misma.
El Sucesor de San Pedro nos ha regalado una encíclica sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo (“Dilexit nos”). Ha sido publicada en el 350 aniversario de las apariciones a santa Margarita de Alacoque en Paray-le-Monial, y justo en el umbral del año santo de la esperanza, el 24 de octubre del año 2024, décimo segundo de Francisco, el primer Papa jesuita en la historia de la Iglesia. “En 1883 los jesuitas declararon ´que la Compañía de Jesús acepta y recibe con un espíritu desbordante de gozo y gratitud, la suavísima carga que le ha confiado nuestro Señor Jesucristo de practicar, promover y propagar la devoción a su divinísimo Corazón´” (146). Tarea que ya san Juan Pablo II les invitaba a renovar con mayor celo en su peregrinación del 5 de octubre de 1986 a ese lugar santo.
Nos cuenta san Juan en su evangelio que, durante la última cena celebrada por el Señor con sus discípulos, tuvo la oportunidad de recostar su cabeza en el pecho de Jesús, mientras el Maestro les anunciaba que uno de ellos estaba por traicionarle. La mística Santa Gertrudis le preguntó en la oración al mismo san Juan Evangelista por qué no se explayó más en su narración del capítulo 13, 25 acerca de dicha experiencia. A lo que él le contestó que esa revelación del Sagrado Corazón de Jesús estaba reservada para tiempos posteriores cuando el mundo, “envejecido y tibio en el amor a Dios” (110), la necesitara para ser reavivado en ese amor.
Parece que, si algo caracteriza a nuestro mundo cansado, fragmentado y delirante, es la falta de corazón. Frente a una antropología que con frecuencia se ha enfocado en el materialismo y en las facultades del individuo desligadas entre sí, necesitamos volver a lo que nos unifica y configura como personas. Como explica muy bien el pensador ruso Berdaiev en algunos de sus escritos, el individuo se convierte en persona a través del amor, en el encuentro con un “tú” que le despierta a su identidad cuando experimenta el amor. “Cada ser humano ha sido creado ante todo para el amor, está hecho en sus fibras más íntimas para amar y ser amado” (21). A eso nos referimos cuando se dice que alguien tiene corazón, porque “amando, la persona siente que sabe por qué y para qué vive” (23).
Nuestra experiencia del amor divino está mediada por el amor humano que nos interpela. “'Cor ad cor loquitur', porque más allá de toda dialéctica, el Señor nos salva hablando a nuestro corazón desde su Corazón sagrado” (26). Desde ese Corazón de Cristo, que simboliza su centro personal como núcleo viviente del 'kerigma' o primer anuncio, también nosotros nacemos a la fe (33). Dios no nos ama a todos en masa, sino que nos ama a cada uno. Y nos lo demuestra con su Encarnación, su palabra, su cercanía, su ternura y, sobre todo, con su entrega en la cruz, que “es la palabra de amor más elocuente” (46). Por eso podemos decir que Dios, al asumir un corazón humano, nos ha demostrado que está locamente enamorado de cada uno de nosotros y podemos repetir con san Pablo: “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 16).
La devoción al Sagrado Corazón, por ello, es el camino más sencillo de vida espiritual, y el más directo para entrar a ese flujo de amor que vive en el seno de la Trinidad y define a Dios mismo. “El Corazón del Salvador invita a remontarse al amor del Padre, que es el manantial de todo amor auténtico. Eso mismo es lo que el Espíritu Santo, que llega a nosotros desde el Corazón de Cristo, busca alimentar en nuestros corazones. De ahí que la Liturgia, bajo la acción vivificador del Espíritu, siempre se dirige al Padre desde el Corazón del resucitado de Cristo” (77). En Él encontramos el Evangelio entero (83), una espiritualidad encarnada. “Allí está sintetizada la verdad que creemos, allí está cuanto adoramos y buscamos en la fe, allí está lo que más necesitamos” (89). Por eso en Él ponemos nuestra confianza, como nos lo recordaba santa Teresita del Niño Jesús: “La actitud más adecuada es depositar la confianza del corazón fuera de nosotros mismos: en la infinita misericordia de un Dios que ama sin límites y que lo ha dado todo en la Cruz de Jesucristo” (90).
Este Corazón que tanto ha amado a los hombres, se convierte así en la fuente de la experiencia espiritual en lo personal y en lo apostólico. “El costado abierto de Cristo es fuente de donde mana la vida nueva” (96), “que sacia la sed de su pueblo” (101). Los Santos Padres, sobre todo los de Oriente, consideraron la herida del costado de Cristo crucificado como “el origen del agua del Espíritu” (102). Como testimonia san Juan en su evangelio: “Uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34). A lo largo de la historia de la Iglesia son innumerables los santos que se han acercado a esa fuente buscando responder al grito de Cristo en la cruz: “Tengo sed” (Jn 19, 28). Pero también convirtiéndose ellos mismos en canales para los demás, en ríos de agua viva. “Mira este corazón que tanto ha amado a los hombres y que no se ha ahorrado nada hasta el extremo de consumirse y agotarse para demostrarles su Amor; y a cambio, no recibe de la mayoría más que ingratitudes” le decía el Corazón de Jesús al corazón de santa Margarita, invitándole a su vez a que, al menos ella, le consolara y le amara. ¿Cuál fue su respuesta? Sin sombra de duda, le entrega todo su ser: “Recibí de Dios gracias excesivas de su amor, y sintiéndome movida del deseo de corresponderle en algo y rendirle amor por amor” (166).
Y al mismo tiempo prolonga su amor al Corazón de Jesús en el amor a los hermanos con el fin de convertirse así en una fuente para los demás. “De Corazón a corazón” le lleva al manantial, que late y palpita en el sagrario, porque si no bebemos de esa agua nos podemos secar. Y al mismo tiempo le lleva al éxtasis, a la dimensión de una iglesia en salida, que es comunitaria, social y misionera. La verdadera devoción al Corazón de Jesús no se queda sólo en la reparación de las heridas causadas a su amor y al prójimo, sino que también nos lanza a construir la civilización del amor. “Sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia” (182), causadas por las estructuras del pecado y la injusticia, resuenan las palabras de san Juan Pablo II, que fue testigo de los horrores provocados por la II Guerra Mundial y por las ideologías propagadas por el comunismo y capitalismo materialista. Desde el Corazón de Cristo estamos llamados a la conversión, a reparar los corazones heridos y a restaurar el mal, reconociendo nuestra culpa y pidiendo perdón. Sólo desde este aspecto del amor misericordioso, podremos lograr la armonía para construir una sociedad más humana y fraterna. “Sólo Cristo salva con su entrega en la Cruz por nosotros, sólo él redime, porque hay ´un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo, hombre él también, que se entregó a sí mismo para rescatar a todos´ (1Tm 2, 5-6)” (201).
Finalmente, el Santo Padre nos invita en esta encíclica a enamorar al mundo; a entregarnos al Reino, “recordando la dimensión misionera de nuestro amor al Corazón de Cristo” (205). La petición de Cristo para aprender de Él que es manso y humilde de Corazón, nos insta a imitar sus actitudes de confianza y de servicio: “ofrendar al Corazón de Cristo una nueva posibilidad de difundir en este mundo las llamas de su ardiente ternura” (200). “San Juan Pablo II, además de hablar de la dimensión social de la devoción al Corazón de Cristo (que es lo que se celebra en la fiesta de Cristo Rey), se refirió a `la reparación, que es la cooperación apostólica a la salvación del mundo´” (206). Él nos envía a derramar el bien desde nuestras ocupaciones ordinarias realizadas “con una vocación de servicio” (215). “Bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común” (217). Así se cumplirá lo que le pedimos a Dios en la fiesta de Cristo Rey, que es la otra cara de la medalla del Sagrado Corazón: “Dios todopoderoso y eterno, que quisiste restaurar todas las cosas por tu amado Hijo, Rey del universo, te pedimos que la creación entera, liberada de la esclavitud del pecado, te sirva y te alabe eternamente. Amén”