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jueves, 21 de mayo de 2015

EL EVANGELIO DE HOY: JUEVES 21 DE MAYO DEL 2015


Que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos

Evangelio Pascua

Juan 17, 20-26. Pascua. Fidelidad a Jesucristo y a su Evangelio, y anunciarlo con la palabra y con la vida, dando testimonio del amor de Dios



Por: P. Vicente Yanes | Fuente: Catholic.net




Del santo Evangelio según san Juan 17, 20-26
No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplan mi gloria, la que ma has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos.

Oración introductoria
Señor Jesús, en Ti se restaura la unidad perfecta con Dios. Podré participar en ella con el cumplimiento del mandamiento del amor, por eso te pido que envíes a tu Espíritu Santo para que esta oración me una más planamente a Ti y a tu Iglesia.

Petición
Señor, ayúdame a descubrir qué puedo hacer para trasmitir tu mensaje de amor y unidad a los demás.

Meditación del Papa Francisco
En el Evangelio de hoy, Jesús reza al Padre con estas palabras: “Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos y yo en ellos”. La fidelidad hasta la muerte de los mártires, la proclamación del Evangelio a todos se enraízan, tienen su raíz, en el amor de Dios, que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, y en el testimonio que hemos de dar de este amor en nuestra vida diaria. […]
Fidelidad a Jesucristo y a su Evangelio, para anunciarlo con la palabra y con la vida, dando testimonio del amor de Dios con nuestro amor, con nuestra caridad hacia todos: los santos que hemos proclamado hoy son ejemplos luminosos de esto, y nos ofrecen sus enseñanzas, pero también cuestionan nuestra vida de cristianos: ¿Cómo es mi fidelidad al Señor? Llevemos con nosotros esta pregunta para pensarla durante la jornada: ¿Cómo es mi fidelidad a Cristo? ¿Soy capaz de “hacer ver” mi fe con respeto, pero también con valentía? ¿Estoy atento a los otros? ¿Me percato del que padece necesidad? ¿Veo a los demás como hermanos y hermanas a los que debo amar? Por intercesión de la Santísima Virgen María y de los nuevos santos, pidamos que el Señor colme nuestra vida con la alegría de su amor. Así sea. (Homilía de S.S. Francisco, 12 de mayo de 2013).
Reflexión
Nos gustan los "tianguis". Es fácil encontrar de todo y más barato. Pero, curiosamente, somos compradores exigentes. Sometemos a múltiples exámenes los artículos que nos ofrecen. Buscamos el holograma que me asegure que estos lentes son auténticos "Ray Ban" o que este reloj tan llamativo sea "Casio" original, con banco de datos y calculadora para los exámenes...

Y si nos gusta poseer cosas auténticas, más nos agrada encontrar la autenticidad encarnada en las personas con quienes convivimos. No nos gustan las hipocresías, ni los dobleces y las mentiras.

Lo que no es auténtico no convence, ni da pruebas de garantía o confianza. Por eso Cristo pidió a su Padre que los suyos se distinguieran por dos características inequívocas: la unidad y el amor.

Con estos dos rasgos es fácil discernir quién sí es de Cristo, y quien, por el contrario no lo es. ¿Eres verdadero cristiano? Será porque vives el amor y tratas de crear a tu alrededor un ambiente de unidad, a pesar de las diferencias que todos tenemos. Si no... lo serás sólo de nombre. Pero no te preocupes, que para eso se adelantó Jesús rogando por ti. Pídele que te ayude, para que seas un cristiano auténtico según su corazón y no sólo de etiqueta.

Propósito
Fortalecer mi unidad con Dios en la oración, y con mi familia, en el diálogo continuo y fraterno.

Diálogo con Cristo
Jesucristo, la unidad es la base para vivir el mandamiento de la caridad. Tú esperas que viva como los primeros cristianos, difundiendo mi fe, siendo un solo corazón y una sola alma con los demás. Quiero corresponderte pensando y hablando siempre bien de los demás, y buscando siempre construir, nunca destruir, lo que me lleve a una unidad sincera con los demás.

FLORECILLAS A MARÍA: 21 DE MAYO


Flor del 21 de mayo: María en la Resurrección

Meditación: María en la soledad, María en el dolor esperaba en la Resurrección la promesa del Señor. Ella era dueña de toda fortaleza, con su Corazón enllagado esperaba el cumplimiento de lo por su Hijo anunciado. No tenia una fe débil, como la de los apóstoles, Ella creía que su Hijo resucitaría. En el dolor, la esperanza…en el dolor, la fe…en el dolor, sólo buscarlo a El. Oh alma mía, si alguna vez te agobia el peso de la cruz, confía en las delicias de la Divina Bondad, que Ella te consolará, te abrazará, te hará esperar segura de que Dios jamás te abandonará y te la hará más llevadera, anticipando los regalos eternos que se nos reservan en el Paraíso.

Oración: ¡María fortaleza de toda agonía, María esperanza mía!, fortaléceme en la fe y en la esperanza también, seguro de que al Rey me haréis ver. Amén.

Decena del Santo Rosario (Padrenuestro, diez Avemarías y Gloria).



Florecilla para este día: Meditar y hallar el dolor y el temor de este día, y entregarlo a María confiado en que será Ella la que intercederá ante su Hijo para que El se haga cargo de nuestra vida.

LA AMISTAD QUIZÁS SEA ESO...


La amistad quizás sea eso



Me considero uno de tus mejores amigos y creo que tú también lo eres, por lo mucho que ya has hecho, sonriendo y llorando por mi.

Pero no tengo el derecho a exigirte que confíes ciegamente en mi,
Ni a saberlo todo sobre ti,
Ni a robarte tu tiempo,
Ni a interferir en tus caminos,
Ni a chantajearte con mi bondad,
Ni a exigir que llores primero en mi hombro,
Ni a exigir que corras primero hacia mi,
Ni a reclamar por las verdades que no dijiste,
Ni por las mentiras que proferiste,
Ni por los secretos que ocultaste.

El ser amigo(a) tuyo no me ningún derecho sobre tu conciencia. Al
contrario, ser amigo tuyo supone solamente querer tu bien , porque te quiero bien. Solo eso.

Te llamare la atención ante ciertos peligros, estaré a tu lado cuando te equivoques y cuando aciertes, estaré preocupado cuando sufras un dolor intenso, estaré inquiero cuando sepa que no estas bien, sonreiré de alegría cuando sepa que eres feliz.

Para mi no quiero nada. Ni siquiera el consuelo de saber si soy o no soy tu mejor amigo, lo que dices o dejas de decir, lo que sientes o dejas de sentir; de saber si crees que soy la mejor persona que paso por tu vida.

¿Qué es entonces lo que espero y lo que deseo?
Lo que espero y deseo es:
Que nunca te canses de mi amistad,
Que nunca te canses de saber que alguien se preocupa por ti, que nunca digas: “ Ya esta aquí otra vez ese pesado”.

Lo que espero y lo que sueño es:
Que si un día necesitas que alguien te escuche, cuentes con mis oídos; que si algún día el dolor te aplana, tengas el coraje sin el temor de encontrarme cansado, amargado, escandalizado o vacío, de acercarte a mi y decirme que necesitas a alguien como que yo, que busque tan solo tu paz interior.

Lo que realmente anhelo es:
Que entiendas que no te quiero para mi, sino solamente para ti; que no te quiero con exclusividad, sino con ternura sincera de hermano; que entiendas que si fuera preciso, daría mi vida por ti, que, si las
circunstancias lo exigieran, me retiraría para que mi recuerdo o mi
presencia jamás te impidieran ser feliz.

No, no necesito de ti; pero, como soy tu amigo, quiero necesitar de ti. Puedo vivir sin ti, pero con tu amistad se que crecería mucho mas.

Finalmente, quiero que conozcas la mayor de las razones por las que he sido tu amigo(a) de todas las horas:

Sin saberlo, me has elevado , muy alto, hasta muy cerca de Dios, siempre que al mirarme en los ojos o al mirar yo los tuyos he descubierto que querías de mi solamente que yo fuera una presencia amiga en tus alegrías y en tus lagrimas.

Y el día en que descubrí que me quieres, pero que no te hago falta y que no es necesario que te agarres a mi como tabla de salvación, ese día fue cuando sentí la victoria de ser amigo.

Todo lo que quise y lo que quiero es conquistarte para devolverte a tu propia tranquilidad.

De ti solo deseo guardar un recuerdo:

El de las muchas veces que vi todo lo que tenias de Dios dentro de tu rabia contenida y de tu corazón generoso y empapado de lagrimas. Tu me enseñaste mucho mas de lo que crees. Por eso, cuando no podía hablar de Dios contigo, hablaba a Dios de ti. Y de alguna forma nunca deje de estar a tu lado.

Pero ¿sabes que es lo que mas me encanta de nuestra amistad?
Creo que has permanecido libre a pesar de haberme escuchado tanto y se que nunca me has esclavizado.
Si todo esto no es amistad, entonces no soy tu amigo.
Si todo esto es amistad, entonces estamos en paz.
Tu creciste en Dios por tu lado, y yo crecí por el mío.

¡ La amistad quizá sea eso!

¿CÓMO ACTÚA EN NOSOTROS EL ESPÍRITU SANTO?


¿Cómo actúa en nosotros el Espíritu Santo?
El oficio del Espíritu Santo consiste en formar en nosotros a Jesucristo
Por: P. José María del Niño Jesús, D.J. | Fuente: Catholic.net




Si el Espíritu es el principio de nuestra vida, que lo sea también de nuestra conducta. (Gal V,25)

El Espíritu Santo, el espíritu de Jesús, ese Espíritu que vino Él a traer al mundo, es el principio de nuestra santidad. La vida interior no es otra cosa que unión con el Espíritu Santo, obediencia a sus mociones. Estudiemos estas operaciones que realiza en nosotros.

Notad, ante todo, que es el Espíritu Santo quien nos comunica a cada uno en particular los frutos de la Encarnación y de la Redención. El Padre nos ha dado a su Hijo; el Verbo se nos da y en la Cruz nos rescata: tales son los efectos generales de su amor.

¿Quién es el que nos hace participar de estos efectos divinos? Pues el Espíritu Santo. Él forma en nosotros a Jesucristo y le completa. Por lo que ahora, después de la Ascensión, es el tiempo propio de la misión del Espíritu Santo. Esta verdad nos es indicada por el Salvador cuando nos dice; "Os conviene que yo me vaya, porque si no el Espíritu Santo no vendrá a vosotros" (Jn XVI, 7). Jesús nos ha adquirido las gracias; ha reunido el tesoro y ha depositado en la Iglesia el germen de la santidad. Pues el oficio propio del Espíritu Santo es cultivar este germen, conducirlo a su pleno desenvolvimiento, acabando y perfeccionando la obra del Salvador. Por eso decía Nuestro Señor; "Os enviaré a mi Espíritu, el cual os lo enseñará todo y os explicará cuantas cosas os tengo dichas; si Él no viniera os quedaríais flacos e ignorantes."

Al principio el Espíritu flotaba sobre las aguas para fecundarlas. Es lo que hace con las gracias que Jesucristo nos ha dejado; las fecunda al aplicárnoslas, porque habita y trabaja en nosotros. El alma justa es templo y morada del Espíritu Santo, quien habita en ella, no ya tan sólo por la gracia, sino personalmente; y cuanto más pura de obstáculos está el alma y mayor lugar deja al Espíritu Santo, tanto más poderosa es en ella esta adorable Persona. No puede habitar donde hay pecado, porque entonces estamos muertos, nuestros miembros están paralizados y no pueden cooperar a su acción, siendo así que esta cooperación es siempre necesaria. Tampoco puede obrar con una voluntad perezosa o con afectos desordenados, porque si bien en ese caso habita en nosotros, se halla imposibilitado de obrar.

El Espíritu Santo es una llama que siempre va subiendo y quiere hacernos subir consigo. Nosotros queremos pararlo y se extingue; o más bien acaba por desaparecer del alma así paralizada y pegada a la tierra, pues no tarda ella en caer en pecado mortal. La pureza resulta necesaria para que el Espíritu Santo habite en nosotros. No sufre que haya en el corazón que posee ninguna paja, sino que la quema al punto, dice san Bernardo.

Hemos dicho que el oficio del Espíritu Santo consiste en formar en nosotros a Jesucristo. Bien es verdad que tiene un oficio general que consiste en dirigir y guardar la infalibilidad de la Iglesia; pero su misión especial respecto al de las almas es formar en ellas a Jesucristo. Esta nueva creación, esta transformación hácela por medio de tres operaciones que requieren en absoluto nuestro asiduo concurso.


1. El Espíritu Santo nos inspira pensamientos y sentimientos conformes con los de Jesucristo

Primeramente nos inspira pensamientos y sentimientos conformes con los de Jesucristo. Está en nosotros personalmente, mueve nuestros afectos, renueva nuestra alma, hace que Nuestro Señor acuda a nuestro pensamiento. Es de fe que no podemos tener un solo pensamiento sobrenatural sin el Espíritu Santo. Pensamientos naturalmente buenos, razonables, honestos, sí los podemos tener sin él; pero ¿qué viene a ser eso? El pensamiento que el Espíritu Santo pone en nosotros es al principio débil y pequeño, crece y se desarrolla con los actos y el sacrificio.

¿Qué hacer cuando se presentan estos pensamientos sobrenaturales? Pues consentir en ellos sin titubeos. Debemos también estar atentos a la gracia, recogidos en nuestro interior para ver si el Espíritu Santo nos inspira pensamientos divinos. Hay que oírle y estar recogidos en sus operaciones. Pudiera objetarse a esto que si todos nuestros pensamientos provinieran del Espíritu Santo seríamos infalibles. A lo cual contesto: de nosotros mismos somos mentirosos, o sea expuestos al error. Pero cuando estamos en gracia y seguimos la luz que nos ofrece el Espíritu Santo, entonces sí, ciertamente que estamos en la verdad y en la Verdad divina. He ahí por qué el alma recogida en Dios se encuentra siempre en lo cierto, pues el que es sobrenaturalmente sabio no da falsos pasos. Lo cual no puede atribuírsele a él porque no procede de él; no se apoya en sus propias luces, sino en las del Espíritu de Dios, que en él está y le alumbra. Claro que si somos materiales y groseros y andamos perdidos en las cosas exteriores, no comprenderemos sus palabras; pero si sabemos escuchar dentro de nosotros mismos la voz del Espíritu Santo, entonces las comprenderemos fácilmente.

¿Cómo se distingue el buen manjar del malo? Pues gustándolo. Lo mismo pasa con la gracia, y el alma que quiera juzgar sanamente no tiene más que sentir en sí los efectos de la gracia, que nunca engaña. Entre en la gracia, que así comprenderá su poder, del propio modo que conoce la luz porque la luz le rodea; son cosas que no se demuestran a quienes no las han experimentado. Nos humilla quizás el no comprender, porque es una prueba de que no sentimos a menudo las operaciones del Espíritu Santo, pues el alma interior y bien pura es constantemente dirigida por el Espíritu Santo, quien le revela sus designios directamente por una inspiración interior e inmediata.

Insisto sobre este punto, el mismo Espíritu Santo guía al alma interior y pura, siendo su maestro y director. Por cierto que debe siempre obedecer a las leyes de la Iglesia y someterse a la órdenes de su confesor en cuanto concierne a sus prácticas de piedad y ejercicios espirituales; pero en cuanto a la conducta interior e íntima, el mismo Espíritu Santo es quien la guía y dirige sus pensamientos y afectos, y nadie, aunque tenga la osadía de intentarlo, podrá poner obstáculos. ¿Quién querría inmiscuirse en el coloquio del divino Espíritu con su amada? Vano intento por lo demás. Quien divisa un hermosos árbol no trata de ver si sus raíces son sanas o no, pues bastante a las claras se lo dicen las hermosura del árbol y su vigor. De igual modo, cuando una persona adelanta en el bien, sus raíces, por ocultas que estén, son sanas y más vivas cuanto más ocultas. Más, desgraciadamente, el Espíritu Santo solicita con frecuencia nuestro consentimiento a sus inspiraciones y nosotros, no lo queremos. No somos más que maquinas exteriores y tendremos que sufrir la misma confusión que los judíos por causa de Jesucristo; en medio de nosotros está el Espíritu Santo y no lo conocemos.


2. El Espíritu Santo ora en nosotros y por nosotros

La oración es toda la santidad, cuando menos en principio, puesto que es el canal de todas las gracias. Y el Espíritu Santo se encuentra en el alma que ora (Rom VII,26). Él ha levantado a nuestra alma a la unión con Nuestro Señor. Él es también el sacerdote que ofrece a Dios Padre, en el ara de nuestro corazón, el sacrificio de nuestros pensamientos y de nuestras alabanzas. Él presenta a Dios nuestras necesidades, flaquezas, miserias, y esta oración, que es la de Jesús en nosotros unida a la nuestra, la vuelve omnipotente. Somos verdaderos templos del Espíritu Santo, y como quiera que un templo no es más que una casa de oración, debemos orar incesantemente.

Hacedlo en unión con el divino Sacerdote de este templo. Os podrán dar métodos de oración, pero sólo el Espíritu Santo os dará la unción y la felicidad propias de la oración. Los directores son como chambelanes que están a la puerta de nuestro corazón; dentro sólo el Espíritu Santo habita. Hace falta que Él lo penetre del todo y por doquier para hacerlo feliz. Orad, por consiguiente, con Él, que Él os enseñará toda verdad.


3. El Espíritu Santo nos forma en las virtudes de Jesucristo

La tercera operación del Espíritu Santo es formarnos en las virtudes de Jesucristo, comunicándonos para ello la inteligencia de las mismas. Es una gracia insigne la de comprender las virtudes de Jesús, pues tienen como dos caras. La una repele y escandaliza; es lo que tienen ellas de crucifícante. Razón sobrada tiene el mundo, desde el punto de vista natural, para no amarlas. Aun las virtudes mas amables, como la humildad y la dulzura, son de suyo muy duras cuando han de practicarse. No es fácil que continuemos siendo mansos cuando nos insultan y, no teniendo fe, comprendo que las virtudes del cristianismo sean repugnantes para el mundo. Pero ahí está el Espíritu Santo para descubrirnos la otra cara de las virtudes de Jesús, cuya gracia, suavidad y unción nos hacen abrir la corteza amarga de las virtudes para dar con la dulzura de la miel y aun con la gloria más pura. Queda uno asombrado entonces ante lo dulce que es la cruz. Y es que en lugar de la humillación y de la cruz, no se ve en los sacrificios, más que el Amor de Dios, su gloria y la nuestra.

A consecuencia del pecado las virtudes resultan difíciles para nosotros; sentimos aversión a ellas por cuanto son humillantes y crucificantes. Más el Espíritu Santo nos hacer ver que Jesucristo les ha comunicado nobleza y gloria, practicándolas el primero. Y así nos dice; "¿No queréis humillaros?" Bueno, sea así; ¿pero no habéis de asemejaros a Jesucristo? Parecerle es, no ya bajar, sino subir, ennoblecerse. De la misma manera que la pobreza y los harapos se truecan en regios vestidos por haberlos llevado primero Jesucristo, las humillaciones vienen a ser una gloria y los sufrimientos una felicidad, porque Jesucristo ha puesto en ellos la verdadera gloria y felicidad. Más no hay nadie fuera del Espíritu Santo que nos haga comprender las virtudes y nos muestre oro puro encerrado en minas rocosas y cubiertas de barro. A falta de esta luz se paran muchos hombres a medio andar en el camino de la perfección; como no ven más que una sombra de las virtudes de Jesús, no llegan a penetrar sus secretas grandezas. A este conocer íntimo y sobrenatural añade el Espíritu Santo una aptitud especial para practicarlas. Hasta tal punto nos hace aptos, que bien pudiéramos creernos nacidos para ellas. Vienen a sernos connaturales, pues nos da el instinto de las mismas. Cada alma recibe una aptitud conforme a su vocación.

En cuanto a nosotros, adoradores, el Espíritu Santo nos hace adorar en espíritu y en verdad. Ora en nosotros y nosotros oramos a una con Él; es, por encima de todo, el Maestro de la Adoración. El dio a los Apóstoles la fuerza y el espíritu de la oración (Zach XII, 10).

Unámonos, pues, con él. Desde Pentecostés se cierne sobre la Iglesia y habita en cada uno de nosotros para enseñarnos a orar, para formarnos según el dechado que es Jesucristo y hacernos en todo semejantes a Él, con objeto de que así podamos estar un día unidos con Él sin velos en la gloria. San Pedro Julián Eymard.